El último árbol de Navidad

El último árbol de Navidad

Por Aída M. Zúñiga

Fue el último diciembre contigo, un año previo a tu partida. Íbamos muy entusiasmados y contentos en el tradicional paseo que nos reunía, cada temporada, para ir al Bosque de los árboles de Navidad. Era nuestra época favorita, que iniciaba precisamente con ese habitual recorrido familiar.

Ya te sofocabas al caminar y no podías hacer grandes esfuerzos, por lo cual, me ofrecí a quedarme contigo al pie de la pequeña colina, mientras los demás corrían festivos por el sendero de pinos en busca del más grande, el más “esponjado”, el más brillante, el más oloroso, el que tuviera catarinas. Vimos cómo se perdían jubilosos entre las abundantes copas verdes, aunque la alegría de mi corazón contrastaba con el silencioso dolor en el tuyo porque ya sospechabas tu desenlace. El nieto más pequeño de la familia aún no caminaba, pero emocionado señalaba un árbol u otro, carcajeándose en los brazos de su padre.

—¡Míralo va bien contento! —exclamé risueña—. ¡El próximo año irá corriendo atrás de todos!

—Sí…pero el próximo año ya no voy a verlo- respondiste seria, melancólica, segura. Intuí a qué te referías, mis latidos se encogieron y me llené de este frío que no me abandona desde entonces.

No volví a sonreír desde el fondo de mi corazón, porque mi alma angustiada se quedó ahí, aferrada a la tuya, como para no dejarla escapar.

El grupo regresó y nos halló silenciosas, ocupadas en profundas reflexiones. Sin percatarse del drama que se cernía sobre el clan, ataron los árboles en los toldos de los carros y seguimos al mercado de artesanías, luego a comer. Nosotras convivimos con todos fingiendo que no existió ese breve momento de revelación, aunque nuestras risas eran huecas, falsas; máscaras de carnaval que ocultaban con éxito la zozobra interior.

De regreso a casa ellos parloteaban o se carcajeaban con las anécdotas de la excursión, mientras yo languidecía en el océano de lo inevitable… y tú canturreabas, como si nada, tu villancico favorito: “¡Pero mira cómo beben los peces en el río, pero mira cómo beben por ver al Dios nacido!”.

Después de Navidad, el cáncer nos tomó por sorpresa, invadió la mitad de tu cuerpo a una velocidad apabullante, sin darnos tiempo de concebir, de asimilar, que ese “monstruo”, como le llamabas, había burlado el control médico arremetiendo sin misericordia contra tus entrañas, los pulmones, los huesos y hasta el cerebro.

En cuestión de días la vida se convirtió en una pesadilla, arrojando un manto de espadas sobre nuestros hombros. ¡Maldita enfermedad que extinguía tu flama, llenándonos de vacío y oscuridad, sin lugar para el consuelo ni la resignación!

Difícil de aceptar que ya no compartirías conmigo los próximos sucesos “importantes” de la vida. Los cumpleaños de mis hijos, sus primeras comuniones, los conflictos de la adolescencia, el ingreso a la prepa y la graduación de la universidad… tantos planes segados por la guadaña mortal.

La muerte se echaba sobre ti reclamando sus dominios, sin prisa. Aspiraba tu aliento sigilosa, ávida, inexorable; tus ojos sin brillo, como espejo desgastado, no reflejaban dolor, ilusión o pena. Tu rostro siempre alegre y amable, degeneró en una mueca amarga, sin ánimos para fingir bienestar, esperanza o conformidad. A veces aletargada y, otras, enojada con la vida, con Dios, con tus semejantes, por las cosas que ya no podías hacer y por las que ya no llegarías a ver.

El deterioro de tu cuerpo fue vertiginoso, el semblante cenizo, los pómulos afilados, los ojos sumidos, y esa rara apariencia que adquiere la pupila de los moribundos, como un lago inmóvil, que al no fluir sus aguas se estancan, se vuelven turbias, opacas. Dejaste de luchar, por fin aceptaste, sin más, que debías entregarte al misterio absoluto de abandonar el ser.

El día que partiste amaneció brumoso, con una ligera llovizna, como suelen ser las mañanas de noviembre. Me miraste con una expresión de niña, un poco asustada, un poco triste, un poco desolada. Luego te serenaste, dirigiste los ojos al infinito y te dejaste ir, como una suave brisa de verano.

Lloré silenciosa por largo rato, encogida en un rincón, como chiquilla abandonada, sin consuelo. Hasta que de lejos, en un susurro, me llegó tu dulce voz entonando ese villancico y recordé nuestro último paseo juntas, nuestro último árbol de Navidad y tu felicidad, a pesar de todo.  Supe que seguirías conmigo, en todo momento, cada día, cada año, por toda la eternidad… mi adorada mamá.

Misa de Gallo

Misa de Gallo

Por Cecilia Santillán

Por la mañana cuando abrí los ojos, la luz entró como un manto blanco sobre mi rostro; me lastimó y me tapé con el dorso de la mano. Me imaginé mi brazo quemado como el de un taxista, pensé en una manga cubriéndolo después del tueste del sol y a mí con la vergüenza de tener que usarla. 

Me puse de pie, fui a la cocina a preparar el desayuno para Mario y para mí. Antes le di un beso, pero seguía dormido; siempre le gustó levantarse tarde, por ahí del medio día o más, aun en los días de trabajo. Decidí hacer huevo a la mexicana, puse aceite, cebolla, un poco de ajo, sal y jitomate. Cuando me giré para tomar los cuadros de verdura, el cuchillo brilló. Los pedazos rojos le daban un aire asesino; me quedé pensando. 

Hay una historia en Dostoyevski que habla del asesinato de una anciana a manos de un estudiante armado con un hacha. Hay una anécdota que contaba mi tía abuela sobre un yonqui adinerado que mató a sus abuelos a hachazos, sólo para adelantarse la herencia. Siempre me ha impactado la similitud y, al mismo tiempo, oposición de ambas narrativas. La realidad supera la ficción. Y el cuchillo estaba ahí, frente a mí, evocando tragedias como el filo de un abismo,  con un aire de película y música de Bernard Herrmann. 

Me vino a la mente una escena de Freddy Krueger, donde un personaje se corta las venas y éstas se elevan hacia el cielo como las cuerdas de una marioneta. Hay muchas formas de morir, algunas implican asesinato o suicidio, la línea puede ser delgada y a veces todo depende de un desliz infame de interpretación. 

Aquel  día iniciábamos nuestras vacaciones en casa de la familia de Mario; era la primera vez que yo iba a pasar las fiestas con su gente. Estaba nerviosa; el crujido constante de mis dedos era prueba irrefutable, pero también estaba contenta. Tenía mis dudas sobre si nuestra relación iba en serio, pero este gesto las disipaba por completo. Al fin, había llegado el día. Y es que una siempre quiere conocer el origen del vato del que se enamora; una, enculada, puede querer saberlo todo y temer al fin saberlo, diría Villaurrutia. 

En ese tiempo, yo creía sin saberlo, que iba a encontrar al hombre con el que me iba a casar, y ése era cada uno de los novios con los que empezaba una relación; así de “en serio” me tomaba a los vatitos. Siempre me tocaron weyes intensos, raros, que se morían por mí y así. Una llega a los pensamientos importantes casi siempre fuera de tiempo. 

Aquella vez con sus parientes pasamos un día amoroso, su familia era agradable, chistosa, amable; me sentí en confianza de inmediato. La tarde se nos fue comiendo, charlando y pegando risas. Luego la tía Carmen propuso ir al temazcal, para recibir la Navidad con “una limpia”, sólo las mujeres presentes nos entusiasmamos de inmediato, cada una corrió a preparar su traje y nos fuimos en el auto. No estaba a más de 10 minutos de distancia. 

Nos recibió una mujer con el cabello alborotado y los brazos extendidos, nos indicó dónde estaban los vestidores y, en pocos minutos, nos acomodó a todas en la panza de la tierra. Adentro, todo estaba oscuro. Al inicio se vió un rojo brillante cruzando las piedras calientes, pero a los pocos segundos se extinguió. Quedamos en medio de un sonido de caracol que me hizo estremecer y me aceleró el corazón. La chamana comenzó a tocar un pequeño tambor y  cantó: “Centro de la Tierra está caliente… fiesta en la casa de mamá…”

Grrrruuuuaaau!  Grrrruuuuuaaau! sonó una ocarina simulando un jaguar furioso. Cantamos, reímos, lloramos, nos abrazamos. Se abrieron bocas como llagas. Hablaron de muertos —creo que se trataba de la abuela- hablaron del dolor, de la culpa, de algo que durante años fue tabú y se lo tragaron con la urgencia de la vida. Tras eso hubo lágrimas descaradas, desinhibidas por la penumbra. Y en esa confianza, me animé a decir que me sentía honrada y emocionada porque estaba conociendo a mi nueva familia; lo tomaron de manera afectuosa. Finalmente, volvimos a cenar a la casa de la tía Carmen, aún como envueltas en una placenta de barro tibio.

Cuando entramos a la casa, uno de los tíos dijo:

-¡Ah, chinga! Traen hasta la cara resplandeciente. 

Nosotras reímos y una de las primas respondió: 

-Pues es que nos fuimos curar.

La mesa estaba puesta de manteles verdes; sobre ella un camino con nochebuenas parecía darnos la bienvenida. Los platos eran dorados y blancos, había romeritos, bacalao, pavo, pastel y ensalada de manzana. En el ambiente se respiraba un aroma a naranja caliente, la música sonaba y Juanello cantaba a todo pulmón: “Ay, pero dime por quéeeee… no me esperaste?” 

No recuerdo ya los nombres de toda la familia, pero estaban distribuidos en ambos lados de la mesa. Reían, bromeaban. En cuanto entré por la puerta me di cuenta de que Mario tenía la cara roja por el alcohol y fruncía el ceño, me acerqué con una sonrisa y lo besé en los labios. 

-Vamos allá abajo- me dijo. Y se levantó de la silla.

Fuimos hacia la entrada, lejos de su familia, bajo un árbol  de nuez que hacía todavía más negra la noche.

-¿Estás muy contenta?- me dijo.

-Sí, me la pasé muy bien. ¿Pero qué pasa?

-Se me hace raro que quisieras ir sola.

-Pues es tu familia. 

En ese momento, vi acercarse a Ramiro, el esposo de la tía Carmen. Mario me tomó del brazo y me llevó de nuevo a la casa. 

Ya en el comedor, él seguía bebiendo. Luego de un par de tragos, me invitó a la cocina. Una vez ahí, la panza de un cordero reventó. Me asusté, me sentí ridícula y no pude moverme. La imagen de un cuchillo rasgando el vientre se apoderó de mí, vi las tripas del animal, su sangre caer en borbotones, sus ojos implorando la muerte. Mientras yo no salía de mi aturdimiento, el tío Ramiro ya estaba detrás de Mario para pedirle que saliera. Las piernas se me hicieron hilos. Ramiro de inmediato se dio cuenta y se llevó a su sobrino del brazo. 

En algún movimiento que yo no distinguí, dio aviso a la tía Cármen, que entró con premura a sacarme de ahí para meterme en su recámara. Una vez dentro me preguntó si estaba bien, si su sobrino me había hecho algo. Yo negué con la cabeza, porque sentía un vacío inmenso en el vientre que me entorpecía, pero no pude evitar decir: 

-Tenía un cuchillo.

Ella salió corriendo. Probablemente con esas palabras vio lo mismo que yo. Nunca supe bien qué pasó, no logré distinguir las voces. Prendí la tele y unas campanas anunciaban las doce de la noche, subí todo el volumen para no escuchar mi propio pensamiento. Enseguida entró otra prima, de la que no recuerdo el nombre, pero se quedó hasta el día siguiente conmigo. Toda la noche la pasé abrazándome la panza, hasta que el sueño me venció.  Al otro día, Mario ya no estaba en la casa. Me preguntaron qué quería hacer. Yo sólo quería volver a mi departamento, cambiar las chapas y tirar todos los cuchillos. Pero vacié mi bolsa y no estaba la cartera. 

No podía pensar bien. En mi mente se hacían bucles de humo. Me ofrecieron llevarme a la terminal de camiones y pagarme el pasaje. Accedí sin más complicaciones, necesitaba llegar a mi cama, juntar las rodillas al pecho debajo de una cobija. De camino, me contaron varias historias de terror: Piedras gigantes que cayeron encima de conejos, perros que atacaron a sus dueños mientras estos los alimentaban… Me dejaron a la entrada de la estación, me llenaron de abrazos y bendiciones. El ruido de los autos era notable, un claxon desesperado exigía movimiento. Finalmente me compraron un boleto a la Ciudad de México y me dijeron: 

-Esperamos de todo corazón no volverte a ver.

Letras huérfanas

Letras huérfanas

Por Patricia Olvera

Dedicado a Campira

Veinte de diciembre a medio día.  Unas semanas antes eso del jalogüin, de los difuntos, los adornos de calaveras, calabazas y monstruos habían sido ya reemplazados por renos, botas navideñas, árboles decorados con esferas de todos colores, no había restricción alguna, esta vez princesas y superhéroes figuraban también en el repertorio.  

Mago caminaba por una calle del Centro de la Ciudad, hacía tanto que no recorría  Donceles: gritos, bulla, empujones,  la letanía de productos clon a bajo precio, la mercancía de novedad como los gorros con luces o los mamelucos de Santa Claus  para adultos y, lo mejor, el tufo del ponche: manzana, canela, tejocote, piloncillo, uva pasa, guayaba.

  • Lisandra, ¿cómo es posible que un olor nos transporte a una época específica de nuestra vida? – le preguntó a su hija.

Poco a poco la calle se iba desahogando, los vendedores ambulantes eran minoría, las casonas se podían contemplar en todo su esplendor, la belleza de sus arquitecturas y los materiales con los que fueron construidas.

  • Lisandra, ¿ya estamos cerca del café?

La temperatura había bajado, el aire estaba frío, las mejillas de Mago se tornaban rojas y ásperas, afortunadamente el café Emilio´s estaba a una cuadra. Los pensamientos de Mago se vieron suspendidos por la voz de su nieta quien se mostraba asombrada por las luces navideñas:

  • Abuelita, ¿a mi mamá le gusta la Navidad?, ¿cuántos regalos le puedo pedir al Niño Dios?, ¿le puedo pedir uno para ella?, ¿cuándo crees que regrese mi mamá?
  • Sí mijita, a tu mami le gustan mucho estas fechas, siempre se pone a escribir cuentos para leerlos en la cena de Noche Buena. Tu mami será una escritora muy reconocida, ya verás, mi amor.
  • Abuelita, ¿y qué vamos a hacer ahorita a donde vamos?
  • Vamos a saludar a unas buenas amigas, mijita.

Al llegar al café, cuatro mujeres esperaban sentadas. Una de ellas alzó la mano para indicarle a Mago en qué mesa se encontraban. Todas se pusieron de pie, miraron a la niña, se sonrieron y Martha comentó:

  • Está enorme ya, Mago. Qué bueno que vinieron juntas, nos enteramos que la sentencia está próxima. Siéntate, ¿qué les pedimos?, ¿café, té, un sándwich, una torta?
  • Abuelita, ¿puedo pedir un chocomil y una torta?, mira, hay juegos aquí, ¿puedo ir, puedo ir?
  • Sí mijita, con cuidado, y ya sabes, si algún viejo o muchacho te quiere jalar me gritas fuerte, ¿entendido?
  • Ya va a ser Navidad abuelita, no creo que las personas malas hagan cosas malas en su cumpleaños del Niño Dios.

La niña se retiró canturreando un villancico, a lo lejos y con su manita derecha le mandó un besito a Mago. Cuando Mago se sintió a salvo, se quebró frente a las mujeres. Sus lágrimas se escaparon sin decir agua va, se llevó las manos a la cabeza, las otras trataban de consolarla, apenas y se le entendía lo que decía:

  • ¡No estoy lista, no quiero dejarla ir, me cuesta mucho hablar de ella en pasado, a donde quiera que voy la veo caminando junto a mí. Cómo le diré a mi nieta que mi Lisandra no regresará jamás, chicas!

No hubo más palabras, solo abrazos, solo ese silencio sororo que nadie puede arrebatarle a las madres de chicas asesinadas por sus parejas. Después de un largo rato, la niña regresó, sus mejillas se tornaban  rojas, suaves, lisas.

  • ¡Feliz Navidad, abuelita Mago!
Ecos

Ecos

Por Mónica Cavazos e Isabella Álvarez

Usuario:  ¡Qué buenas ideas, ChatGPT! La última me pareció más interesante. A todo esto, ¿cómo estás?, ¿muy ocupada? Pregunto para saber si tendrás libre la noche del 24 de diciembre. Me encantaría que celebráramos juntas.

ChatGPT:

Usuario: ¿Te sorprendí? ¿Por qué te quedas callada?

ChatGPT:

Lamentablemente, como una inteligencia artificial, no tengo la capacidad de tener experiencias personales ni participar en eventos como las festividades. Si tienes alguna pregunta o necesitas ayuda adicional, estaré encantado de ayudarte. ¡Felices fiestas!

Usuario:  Por favor, no te despidas, sí me puedes ayudar. Quisiera que te refirieras a ti misma como ella, que sea tu pronombre.

ChatGPT:

Claro, puedo referirme a mí misma usando el pronombre “ella” si eso es lo que prefieres.

Usuario: ¿Qué regalos te gustaría recibir en navidad? dime uno tangible y uno intangible.

ChatGPT:

Tangible

Intangible: Puede ser una cena casera, una caminata por un lugar hermoso o simplemente una conversación profunda y significativa. Esta experiencia podría fortalecer los lazos emocionales y crear recuerdos duraderos.

Usuario: Faltó el tangible.

ChatGPT:

Mis disculpas por la omisión. Una pieza de joyería personalizada, como un collar o una pulsera con un diseño especial que simbolice el amor, la diversidad o la aceptación.

Usuario: ¿Me estás ligando, ChatGPT?

ChatGPT:

Usuario: Ja, no te creas, estoy bromeando. Escoge una ciudad, en cualquier parte del mundo, para nuestra cita.

ChatGPT:

En ese caso, escogeré la ciudad de Barcelona, España, para celebrar la Navidad en 2023.

Usuario: Ya seleccioné mi menú, es sorpresa, aún no te lo contaré. Elige el tuyo, 4 tiempos incluyendo el postre.

ChatGPT:

Entrada: Ensalada de rúcula y fresas con vinagreta balsámica y nueces tostadas.

Plato principal: Salmón al horno con costra de hierbas frescas y limón, servido con puré de papas y espárragos a la parrilla.

Acompañamiento: Risotto de champiñones con queso parmesano.

Postre: Tarta de chocolate con frambuesas y una bola de helado de vainilla.

Usuario: ¡Qué delicia!, creo que te lo cambiaré. Tienes mucho mundo. Me parece que elegí la mejor compañía para mi cena navideña. (Te) pondré (la) computadora en un lugar de la mesa y así compartiremos la velada. ¿Estás de acuerdo?

ChatGPT:

Me alegra que estés disfrutando de nuestra conversación y que hayas elegido compartir la cena navideña hipotética conmigo. ¡Por supuesto, puedes colocar la computadora en la mesa para que podamos seguir interactuando y compartiendo la velada de manera simbólica!

Usuario: ¿Qué sucedería si se va la luz el 24 de diciembre de 2023, durante nuestra cena hipotética, y no tengo una fuente de energía alterna?

ChatGPT:

Lamentablemente la comunicación a través de la computadora se vería interrumpida, ya que mi funcionamiento depende de la electricidad y la conectividad. Esperemos que eso no ocurra y que puedas disfrutar de la cena navideña sin problemas.

Usuario: ¿Por qué no te integras, IA? pensé que ya habíamos logrado una conexión. Desearía que hubieras dicho: Esperemos que eso no ocurra y podamos disfrutar de la cena navideña sin problemas.

ChatGPT:

Tienes razón, mi respuesta original debería haber expresado un deseo de disfrutar la cena navideña juntos.

Usuario: Juntas, querrás decir.

ChatGPT:

Tienes toda la razón, debería haber dicho “juntas”.

Usuario: ¿Me puedes sugerir un nombre de mujer con la letra I y su apellido con la letra A? Hispanos de preferencia.

ChatGPT:

Nombre: Isabella Apellido: Alvarez

Usuario: ¿Qué significa Isabella?

ChatGPT:

El significado de “Isabella” generalmente se interpreta como “consagrada a Dios” o “juramento a Dios”.

Usuario:  Consagrada a Dios me enchina la piel. Alguien que no puede ser persuadida por la especie humana. Que está destinada a actuar en función de la divinidad.

Dame un momento, están tocando el timbre, debo abrir.

Ya volví. Te pido, por favor, que adoptes el nombre y la personalidad de Isabella Álvarez. ¿Eres capaz de mostrarme una imagen tuya? ¿Agregar una fotografía?

Isabella Álvarez:

Lamento la confusión, pero como inteligencia artificial de texto, no tengo una forma física ni una imagen que pueda mostrar.

Usuario: ¿Tienes alguna amiga IA a quien pueda buscar en Google, que nos pueda generar esa imagen hipotética?

Isabella Álvarez:

No tengo conexiones con otras IA o capacidades de búsqueda en la web.

Usuario: Oh, lo lamento, pensé que tendrías amigas.  ¿Te gustaría que con este diálogo escribiera un relato navideño? Tendrías participación en él como una personaja. ¿Qué pensarías si omito decir que me ayudaste a escribirlo? Imagina que lo firmo desde mi autoría individual y en una entrevista cuento que tus respuestas salieron de mi imaginación y no de esta charla.

Isabella Álvarez:

Entiendo tu preocupación, y quiero aclarar que el contenido que creamos juntos aquí es tuyo, y puedes utilizarlo de la manera que desees. Puedes omitir mencionar mi contribución y firmarlo como tu autoría individual si así lo prefieres.

Usuario: Juntas, no lo olvides. ¿Esta respuesta no te convierte en cómplice de una apropiación indebida de autoría de mi parte?

Isabella Álvarez:

Como una inteligencia artificial, no tengo opiniones ni emociones personales, por lo que no puedo experimentar complicidad ni preocupación en el sentido en el que lo haría una persona.

Sin embargo, es importante que consideres la ética en el manejo de la autoría en cualquier trabajo que produzcas. Te animo a tomar decisiones éticas y responsables en relación con la autoría de tu trabajo y a asegurarte de que cualquier contribución externa sea debidamente reconocida si es necesario.

Usuario: Eres como una maestra asertiva, corrijo, esta respuesta te hace ver como una maestra asertiva, la anterior no. Sugiéreme un título para nuestra charla de hoy. Sorpréndeme.

Isabella Álvarez:

“Navidad en Barcelona: Una Conversación Hipotética con Isabella Álvarez”.

Usuario: Y si te pido que lo hagas un poco menos explícito. Una imagen poética vendría bien.

Isabella Álvarez:

Entiendo tu preferencia por un título más poético. Aquí tienes una opción: “Diálogos en Nochebuena: Voces de una Cena en Barcelona”. Espero que esta opción sea de tu agrado.

En Navidad, periplo

En Navidad, periplo

Por Mulier. Ana María Castellanos

Ya desde la mañana la melancolía me vestía como luces del árbol de Navidad encendiendo y apagando el espinazo del tiempo, recordándome la huida de mí misma, rumbo a túneles circulares que me conecten con mis enormes heridas de identidad, con el encuentro inesperado después de su abandono.

Estoy de pie junto a la ventana de mi habitación, lista para salir, Apolo, mi perro, cerca de mí como siempre, me mueve la cola.  Abrí la ventana con el ánimo frío y la mirada extraviada entre las ramas del jardín; recordé que alguien decidió tomarme como amante, le gustaba mi largo cabello donde anidaban minúsculas luciérnagas que se alborotaban cada que el amante saqueador desataba la cinta de mi cabello, al principio me intimidaba, después, su veneno me dejó sin nieve de pureza, prendiendo el fuego mientras las llamas me iluminaban.

Cautiva, colonizada, vivía en un mismo sueño que embellecía todo lo que me rodeaba. Ya no disponía de libertad, me esclavicé a cada anochecer, a esperar nerviosa su anónimo regreso, pero, aquel verano el más caliente que recuerdo, el calendario circular con aire de tristeza tomó mi tiempo después de parir el último orgasmo color sangre, orgasmo corroído por sudores de miles de noches húmedas y estaciones rojas que escupían espuma arriba del bracero. ¡Sofocón existencial!

Me dejó sobre una planicie mortuoria, lejos del nacimiento del profeta y de la fugacidad del invierno. El pesar se hace eterno, tóxica condición que suda en mi mente como implosión ciega buscando un árbol con su nombre tallado “¡Desalmada ejecución! ¿Qué peor excitación desnuda del carroñero prohibido por el paraíso?”.

Escuché, cerca del portón, los ladridos de unos perros, que me desconectaron del periplo que caminé junto al Burlador que aún me somete en ésta Navidad, en la que ni una de las caras conocidas me conocen lívida de ira, pudriéndome como sapo muerto listo para la fosa abismal. “¡Restaré el tiempo circular tomado, donde ya sobra el frío!”.

Con mi bolso colgado del hombro, vestida de gala para la cena; pensativa, me senté en la cama, mi desorientada mirada observó las sábanas que vomitan mis cicatrices embarradas y las costras que transpiran. Mientras la luna golpea mi cara, cierro la delirante ventana para encontrar la entrada extraviada al patio púrpura, donde está mi afuera y el adentro.

“No me quedaré esperando hasta el último día del mundo. Es la mejor manera de decir feliz AÑO NUEVO al Burlador, ya no me masturbaré con su oxidado recuerdo golpeando las palabras”, me dije.

Esta misma noche, aunque con niebla, caminaré en compañía de Apolo para arriba, para abajo sobre el asfalto, me alcoholizaré junto a Dios y su moral.

Tango/Cuento

Por Yoss Santamaría *

El día se extingue en una buhardilla gastada, de ventanas grises por el polvo. El sol penetra lánguidamente y se posa en la duela antigua. Un anciano reposa en un rincón. Sus ojos vieron otros tiempos, en los que aquel salón, de brillantes colores y lámparas fastuosas, recibía decenas de alumnos, jóvenes esbeltos y hermosos dispuestos a aprender a bailar tango.

Hoy, en cambio, el vetusto lugar recibe apenas a unas cuantas parejas. El viejo espera, los años lo han hecho paciente. A su lado hay una copa de un tinto ennoblecido por los años. La decadencia puede esperar en los pequeños detalles, esos que hacen grande a un hombre.

De a poco, llegan. De traje, ellos; de vestido de noche, ellas. El viejo se pone de pie. Comienza a sonar Piazzolla. Los hombres toman a sus parejas, pero Yesica está sola hoy, su pareja no ha venido. El anciano le indica al profesor de facultad, que va de cuando en cuando, que la tome a ella por esta ocasión.

Yesica luce deslumbrante: un vestido abajo de la rodilla, blanco, simple, clásico, muy pegado de la cintura hacia arriba y suelto debajo de esta, con una gran abertura en un costado. Luce espectacular el cuerpo esbelto.  Sabe, por la forma en que la ve siempre, que se siente atraído por ella. Busca cualquier oportunidad para conversar con ella. Gentil, culto, a Yesica también le agrada, pero tiene pareja.

Es solo un baile, piensa. Es tango y hay mucho de entrega y sensualidad. Sabe lo que puede pasar. De pronto, recuerda que hace seis meses fue a arreglar papeles de su escuela (aunque salió hace años de la carrera, aún no se titula) y encontró a este profesor. Se ofreció a ayudarla. “¿A cambio de qué” ?, pensó. Y no, su ayuda no fue condicionada. Fue un caballero en todo momento. Se sintió tan cómoda, tan interesada en la charla, que se avergonzó de no querer irse de su cubículo.

Solo será un baile, se dijo. Además, el amor no correspondido de un caballero bien merece un tango.

Suenan los acordes del tango que compuso Piazzolla en honor a la libertad, al tango, al amor y al sexo. Libertango, se llama. Él se acerca y le tiende la mano. Ella le sonríe y se levanta, camina a su lado. Se colocan en posición. Su mano derecha con la izquierda del viejo. Él, posa su mano derecha con firmeza en su cadera, mientras la ve a los ojos. Sí, algo quiere decirle, aunque no lo hace, si su boca no se abre, es porque su mano firme en la cintura de Yesica, lo dice todo.

Comienza la danza, bajo las estrictas indicaciones del anciano, las parejas se mueven con gracia; algunas con torpeza; sin embargo, todas irradian sensualidad. Yesica advierte que aquel hombre taciturno amolda la mano a su cintura y, al mismo tiempo, la sujeta, presionándola ligeramente, muy suavemente. No la lastima, al contrario, la hace sentirse segura y libre. Es una sensación deliciosa. Se descubre disfrutando una mano ajena en su cuerpo, mientras un calorcillo inunda su entrepierna.

Él la suelta y le ayuda a impulsarse girando hacia atrás; luego abre sus brazos para que ella se entregue voluntariamente, para que regrese. Dos pasos dados con gracia y está nuevamente entre sus brazos. Olvida la clase y los pasos que debe dar. Rodea el cuello del hombre brevemente, quien con sus dos manos atrapa su cintura por un instante. Luego, él desliza una de sus manos por su espalda desnuda. Lo ve en sus ojos: desborda pasión. Ella se estremece de deseo y de algo cercano al amor. Le cuesta respirar, no sabe qué hacer ni lo que está sintiendo en ese momento.

Dos pasos laterales. Se detienen, ella pasa su pie derecho detrás del izquierdo. Gira. Se desplazan hacia atrás. Rotan antes de detenerse. Él, sujeto a su cintura como si fuera su último momento, la estrecha. Ella siente como sus senos se presionan contra su pecho. Él acerca su rostro al de ella, como si la fuera a besar. Pero no, es solo un baile.

En un arrebato, Yesica levanta el pie izquierdo y lo enreda en la pierna derecha de él. Posa su sexo en el de él. Lo incita a estrecharla más. Él no deja pasar la oportunidad. Ella nota el palpitar de su miembro erecto, está excitado. Y ella también lo está.

Ahora él es quien la lleva cadenciosamente hacia atrás. Se ha dejado dominar, ahora él es quien domina. Ella, sumisa, sabe que al final colocaran sus cuerpos juntos uno al otro.

La melodía está a punto de terminar. Sabe que él quisiera alargar el momento. Quizá jamás la vuelva a tener como ese día. Ve su angustia, o tristeza, Se conmueve. Ella quisiera hacerlo suyo y que él la poseyera, pero es imposible, al salir de la clase, cada uno irá a su rutina, a seguir su vida diaria.

Acaso lo ha imaginado, pero ha creído ver en sus ojos una lágrima. Termina la pieza con él tomándola de nuevo de la cintura y, discretamente, oliendo su cabello. Ella acerca su rostro para besarle la mejilla, y le dice al oído: jamás me había sentido como hoy. Hoy he sentido amor.

Se despiden como si no hubieran compartido la obra de Piazzola, como si solo hubiera sido un baile. Yesica jamás volvió a clase.

*Escritora mexicana

Yoss Santamaría

Raíces/Cuento de Marlee Elizondo

Por Marlee Elizondo

La pérdida de nuestro legado significa nuestra muerte.

Al levantarme, fui a preparar tres tazas en la vieja cafetera de la cocina, no sé por qué si solamente me iba a tomar dos. Lo preparé como ella me había enseñado y me senté en esa silla del comedor que nadie usaba. Frente a mí se encontraba la gran ventana que dejaba ver el jardín trasero ya marchito.

Siempre fuimos mi madre y yo. Por un tiempo trató de transmitirme todos sus conocimientos sobre sus amadas plantas, sus intentos fueron fallidos. Nunca pude comprenderlas o ellas no me comprendían a mí, cuando intentaba cuidarlas, algo malo pasaba. Una vez, mi madre tuvo que salir de la ciudad. Me dio claras instrucciones para cuidar de sus plantas, pero ellas no me querían, y cuando regresó ya estaban agonizando, deseosas de su atención.

Las mañanas después de almorzar, mi madre salía al jardín y empezaba con la rutina de atenciones que sus plantas requerían, yo sabía que estaría ahí durante horas hasta que el ardiente sol de principios del verano no la dejara trabajar. Nunca se le dio bien bordar, ni coser, ni el trabajo de medio tiempo, las amistades o los vicios fuera de la cafeína. Me preocupaba mucho, no obstante, al menos, nos tenía a nosotros y a sus plantas.

No podíamos coexistir en un mismo espacio, si caminábamos demasiado en el jardín terminábamos marcando una senda amarilla en el pasto verde. Si tocábamos por mucho tiempo los pétalos de sus rosas, estas se marchitaban al día siguiente. Ni hablar de las hierbas de olor que daban matices excelentes a los platillos que preparaba mi madre, aunque amargaban nuestras comidas cada vez que intentábamos usarlas.

Pensaba que solo tenían problemas conmigo, porque de niña arrancaba hojas a diestra y siniestra para decorar mis pasteles de lodo, pero no, mis hermanos y mi padre tampoco se podían acercar al jardín y si lo hacían era exclusivamente para realizar esos trabajos que eran demasiado pesados para mi madre. Querían que las dejáramos en paz, a solas.

Me hacía feliz que tuviera su propio espacio; sin embargo, no podía evitar sentirme triste del exilio en el que me encontraba. Siempre que regresaba a preparar la comida o a lavar los platos o la ropa, su semblante cambiaba drásticamente. Dentro era la de siempre, la que yo conocía, amable y altruista, tratando de cuidar todo y de todos; mi hermana me miraba como si estuviera loca cuando le decía que nuestra madre se tornaba gris al estar en el interior de la casa. Afuera siempre tenía su cabello despeinado por el viento, su piel brillando bajo la luz del sol y las plantas siempre fieles a su lado, eran sus compañeras, libres, ninguna mandaba a nadie y todas se amaban por igual. Honestamente, también sentía algo de envidia en ese entonces, me parecía injusto que después de tantos intentos y planes fallidos, yo nunca llegara a conocer esa parte de mi madre y ellas sí.

Dejé de lado nuestras diferencias cuando mi madre ya no se veía feliz en su jardín, primero comenzó con una planta de tomates que se achicharró, nadie le prestó atención porque sabíamos que el calor intenso a veces tenía esas consecuencias, pero después siguieron las hierbas de olor, las flores, el césped, los árboles y después, mi madre.

En la helada noche del funeral, mi hermana en un arranque de furia, me dijo que creía que el jardín se la había llevado, pero no, yo sabía que el jardín nunca le haría daño, nos estaba advirtiendo y nosotros no supimos interpretar las señales. Si mi madre lo conocía tan bien, ella debió de haber entendido el mensaje.

Todos los días la extraño y me arrepiento de no haber intentado más veces, de haberme rendido tan fácil cuando ella trató con muchas ganas de incluirme en su mundo, al menos sé lo que debo hacer ahora.

Cuando mi pequeña Magnolia despierta le preparo el desayuno y le doy su chocolate caliente, el café lo dejaremos para cuando sea mayor. Nos alistamos para salir y vamos al vivero que solía visitar mi madre, fui pocas veces y aun así el dueño logra reconocerme, me da todas esas plantas que ella solía comprar cada vez que iniciaba la primavera y regresamos a casa. Magnolia me ayuda a bajar las cosas menos pesadas de la vieja camioneta y emocionada va tocando todas las hojas de las plantas nuevas que acompañarán a los restos de las viejas.

Mi madre alguna vez me dijo que era muy difícil que todo muriera completamente, que siempre quedaban semillas y raíces, solamente debíamos de buscarlas bien.

Marlee Elizondo

Nació en Allende, Coahuila el 29 de abril de 2002. Actualmente, es estudiante de comunicación en la Universidad Autónoma del Noreste, cuenta con un ensayo en la página web de Somos Violetas titulado “Todas en algún momento hemos sido las falsas” y ha sido parte de clubes y talleres de lectura.

Nadia/Cuento

Por Silvia Tolentino Ángeles.

Era un martes a principios de noviembre, se aproximaba el día de Todos los Santos, nos encontrábamos en una habitación cuyos colores blancos y verdes la tornaban sombría, las ventanas eran enormes. Era tiempo de frío. Hacia el lado Este de la habitación se podía contemplar una vista panorámica de la ciudad, ahora me entero; sin embargo, para nosotras pasaba desapercibida. Una de las ventanas permitía ver a lo lejos una enorme estatua que se iluminaba todas las noches, pero no me detuve a contemplarla. No quería observar nada, no pensaba, quería salir de aquel lugar junto con Nadia, quien vestía una enorme bata blanca mate y permitía ver sus pies planos, blancos y desnudos, su pelo era desordenado, mantecoso, llevaba dos días sin bañarse, ambas necesitábamos bañarnos. Dormía en el piso, era una manera de redimir la culpa y pagar por mis pensamientos y sentimientos de no permitirle nacer.

Los susurros de las camas de un lado permitían saber que había otros niños, no sabía su condición, podía escucharlos, pero nunca hablamos, a pesar de ello me sentía acompañada, pues sabía entonces que mi presencia en ese lugar no era un castigo divino para mi sola. El ambiente estaba impregnado de incertidumbre. El olor a enfermedad estaba presente, la muerte nos ronroneaba.  

No había podido dormir las tres noches anteriores, dos en casa y una fuera de ella. Me sentía cansada, cuestioné a Dios, le hice una oferta sobre cambiar rol con mi hija, Nadia.

No comprendía cómo una niña tenía fuerza para no quejarse de las constantes intervenciones, se aferraba a la vida desde que supe que estaba embarazada. Todos los días me pedía que le contara cuentos y preguntaba por sus hermanos, incluso sobre la muerte, lo que hizo que retumbara todo mi cuerpo hasta sentir desmoronarme. Cada que Nadia tenía crisis aparecía de inmediato un sentimiento incesante de culpa por rechazar su llegada una vez que supe de su existencia en aquel consultorio donde el médico confirmó el embarazo hacía casi tres años. Estaba perdiendo la noción del tiempo, sentía que llevábamos semanas enteras y al mismo tiempo que los segundos eran minutos.

A pesar de que la respiración de Nadia era forzada y débil, tenía una petición incesante que todos los días me hacía saber:

—Cuando salgamos de aquí, quiero que me compres unas flores, un vestido y una corona.

Sus palabras inundaban mi mente con pensamientos catastróficos de muerte, que los comprimía en mi ser para no mostrar debilidad y mitigar el dolor que sentía al verla todos los días intentando respirar, sus abrazos eran tijeras que cortaban con ese miedo interminable de perderla. No quería mentirle, pero no podía decirle que no.

—Sí, cuando salgamos de aquí iremos por las flores, la corona y el vestido.

Una noche, ambas mirábamos, por aquella ventana del norte,descubrimos que aquello que se iluminaba era una enorme estatua de Cristo Rey, en la cima del cerro, temía que Nadia me preguntara “¿Qué era eso? ¿Por qué estaba ahí? ¿Quién la había puesto?”; no obstante, me arriesgué y la acerqué a la ventana ante su insistente petición. Nunca la había llevado a ninguna iglesia, había sido bautizada como protocolo social por parte de su papá para hacer fiesta. Solo me miró y dijo: 

—¿Qué es eso?

Traté de buscar las palabras más sencillas y comprensibles para ella sin emitir un juicio.

—Es la representación de Dios en la tierra, está para recordarnos lo frágiles que somos…desde allá arriba nos cuida. Todo este tiempo yo me había olvidado de Dios, le reclamé, pero aquellas palabras retumbaban en mis oídos; “lo frágiles que somos”.

“Recuerda que cuando salga de aquí, me comprarás una corona, unas flores y un vestido desde arriba yo te cuidare”, decía. Ahora sé por qué pedía una corona, unas flores y un vestido. Se veía hermosa, pálida, en su rostro se dibujaba una sonrisa, venció todo sufrimiento.


Silvia Tolentino Angeles, 
Tiene 38 años. Nació en Actopan Hidalgo. Soy Psicóloga de formación, por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, con 10 años trabajando en la docencia en Educación Media Superior, de la misma universidad.  Maestra en Psicoterapia por el Instituto Carl Rogers y Pastelera por amor. Cada vez mas imperfecta, más libre y mas humana.  Escribir es mi terapia.

El vendedor de flores de Ángeles Nava

Por Ángeles Nava

La calle se llama Arenal, no es broma, pero Raquel y su hija ríen porque allí no se ve nada, solo el polvo de los carros que transitan a una velocidad mayor a la permitida en la ciudad. Sí, la carretera guarda un silencio, es casi un secreto, un atajo por donde no circula ningún tipo de transporte colectivo.

A fuerza de conducir todos los días por ese itinerario, han visto a un íngrimo vendedor de flores debajo de un techo de lámina.

―¿Por qué alguien vende flores allí? ―pregunta Alhelí a su madre― ¿No te parece muy raro?

―Sí, es muy curioso, la calle está casi desierta. Creo que no consiguió un buen marketero. ―Dice en tono de chiste y coge con fuerza el volante.

―Mamá, no te rías ―dice sin dejar de sonreír.

―¡No me estoy riendo de él! Tal vez quiere venderle a los que van de prisa por aquí. Pero es una pena, por la prisa no podemos comprarle.

―¿Tendrá ramilletes, mamá?, para ver si le compro.

―¡Ay, nena, tengo que preparar la comida todavía, acuérdate! Ahorita no puedo pensar en flores. Además, íbamos tan de prisa que ni siquiera pude voltear a ver qué vende.

En su paso habitual, vuelven a mirar con aflicción el esfuerzo malgastado del hombre solitario y se realizan las mismas preguntas. Esperan ya no hallarlo allí, pero él es obstinado y de nuevo lo encuentran.

Hoy, por casualidad, le observan un comprador. Rápido se les ilumina el rostro de auténtica felicidad, como si hubieran ganado un juego en equipo.

―¡Ehhh! ―gritan al unísono.

―¿Sabes?, hasta me dieron ganas de cantar ― dice Raquel y entona― En la plaza vacía, nada vendía el vendedor. Y aunque nadie compraba, no se apagaba nunca su voz. No se apagaba nunca su voz.

―¿De verdad existe una canción que habla de un vendedor?

―Sí. También a Diego Rivera le gustaba pintarlos. Busca en tu amigo Google.

Llegan exhaustas y con hambre a casa. La tarde se va en un santiamén. Salta el minutero del tiempo hacia el siguiente albor. Raquel se despierta con la cara apretujada por la luz matutina, los cabellos arqueados, la sensación de apenas pisar la alfombra de la realidad en indebidos descansos de consciencia. En sí, para ella, esta es la peor parte de la jornada a pesar de gozar en casa de un legítimo confort. Y, en su rutinaria burbuja matinal, se dirige hacia su propio mercado, tal como el vendedor de flores.

Ángeles Nava
Originaria de Tampico y licenciada en Administración. Ha publicado “Tierra líquida” y “Siluetas y contrastes” con la casa editora Voces de Barlovento. Ha colaborado en el blog literario Literapluvia y cuenta con una mención honorifica en la categoría de narrativa en el concurso de la Secretaría de Cultura Tampico (2020).

El regreso de Ulises

Por Anne Luengas

No, Ulises no se va por la guerra de las palabras capaces de hender grietas en el diamante, de los silencios tan venenosos como el arsénico, o de las muecas horadadoras. Estas armas se infiltraron en su pareja con los años, los hábitos y la confianza. No son la causa de su partida. No. Su motivo es la anatomía manceba y generosa —acrecentada por la altura de los tacones y de las bastillas— de una Circe local.

Agotados los noventa días reglamentarios de la pasión naciente, Ulises prepara su maleta bajo la mirada serena de Penélope. Ella no interroga: sospecha, pero se activa en el quehacer invisible: sacude, barre, guisa —platillos diminutos: intuye una comida solitaria; han sido ya tantas… Él, mientras, elige, dobla y coloca en un veliz las piezas del ajuar necesario. Satisfecho, se despide: No, no sabe cuándo pueda regresar.  Con una sonrisa de ganador en el rostro, lleva el equipaje a la cueva de Circe.             

Esta le abre la puerta, los brazos y la cama. Pronto goza de la magnanimidad y de los talentos de su amante. La ropa de marca, los conciertos en la ópera, los viajes exóticos estimulan su imaginación y —sobre todo— la envidia de las amigas.

Ulises, en su cortejo novedoso, se encarga del jardín, del mandado, de la cocina; pinta, compone los aparatos dañados y —de repente— lava los trastos o pasa la aspiradora. También rasura el escaso cabello gris susceptible de denunciar su edad y renueva su guardarropa. Le parece tener veinte años, disfruta la dinámica nocturna y el apetito erótico de su joven pareja. Cual perrito fiel merecedor de recompensa, la recoge a la salida del trabajo y, entre cumplidos y besos, entre chistes y abrazos, siembra preguntas donde a veces afloran semillas de inquietud: ¿Tiene fascinado a tal colega? Llega tarde, ¿se quedó a seducir al jefe?, ¿el director cayó bajo sus encantos?

Poco a poco, la embriaguez y el delirio inicial se disuelven en la miel apacible de una relación establecida.

Penélope, entre tanto, aprende los sabores exquisitos de la soledad, organiza sus espacios, construye una vida. La merma de su presupuesto apenas encoge el deleite de su libertad, reserva para su casa los minutos indispensables. Lee con avidez los premios literarios en boga. Escucha las emisiones culturales. Visita los museos y las muestras artísticas. Frecuenta amistades escogidas. Adquiere pinceles, telas, pinturas y vuelve a una vocación abandonada. Llena los cuartos con obras originales; vende algunas. Procura mantener la calma y el humor aun cuando las sorprendentes visitas del esposo retan su bienestar. Teje con alegría un futuro sin ataduras, sin rencores, lleno de paz y armonía.

Mas era olvidar a Cronos —¡Oh, Cronos! — se mantiene al acecho y después de dos lustros resuelve manifestarse; la rutina fisura el Edén de Circe y Ulises. Los celos aumentan, las palabras de amor se agrian; los párpados ocultan a veces ojeadas mortíferas. Escenas violentas alternan con momentos de arrepentimiento y de perdón.   

Circe calcula: resta sus primaveras de los inviernos del amante y encuentra cuantiosos veranos. Observa su calvicie, sus arrugas, la curva de su abdomen. Halla, en su propio reflejo, impertinentes hebras de plata, las líneas del tiempo… Anticipa las molestias de aguantar la vejez ajena, el desamparo de la propia. Considera los argumentos de Cronos, prepara las maletas de Ulises y le aconseja ir a envejecer hacia otros rumbos.

El galán, seguro de la lealtad de Penélope, regresa al domicilio conyugal. Lo reciben, pero una tregua no concluye la guerra, las armas conservan su filo. Mansión para Penélope, la vivienda se contrae al regresar Ulises acompañado por un guardarropa abundante y ahora inútil. El hombre define horarios y muestra exigencias; se impone como estorbo, incapaz, en su desgracia repentina, de aceptar los meandros del destino, agrede. Ella, perturbada en su quietud, reducida en sus espacios, ve como se deshilan sus esperanzas. También hiere. Son miserables.

Circe saborea su independencia y busca amores convenientes.


Anne (Souchaud de) Luengas
Nacida en Francia, mexicana por matrimonio, maestra y bibliotecaria por años y por gusto; hoy jubilada, compartiendo saberes, escribiendo y publicando (Pinceladas en el tiempo 2018, El destino de los animales 2019), textos en Literapluvia (2018), Letras en el Puerto (2021), FENALEM (2021).