Dime, Niño, de quién eres
Por Crista Aun
Con su hijo en brazos y envuelta en una nevasca, la joven entra al cuarto donde vive. La multitud enfrascada en compras de último minuto, la cantidad de pesebres navideños y la algarabía de las fiestas incrementaron su agobio. Pone a la criatura sobre el colchón; a su lado, vacía la bolsa de friselina que le obsequiaron. De entre las prendas rescata un cobertor. Arropa al pequeño. La impresión del infantil pingüino con bufanda y gorra es insuficiente para aclarar su mente. Sus dientes castañetean, tiene los labios partidos, las manos entumecidas y el estómago vacío. El bebé llora. Le ofrece pecho, es inútil. Lo mece cantando como hacía con sus muñecas: Dime, Niño, de quién eres, todo vestidito de blanco. Dime, Niño, de quién eres, todo vestidito de blanco.
El viento silba entre las copas de los árboles y los cristales se escarchan. El calentador no enciende, tampoco la bombilla del techo.
Recorre el cuarto de lado a lado. Su desesperación se acumula tanto como la nieve en las calles. Se mira al espejo, odia el paño en las mejillas, lo opaco en su mirada, la incertidumbre, la imposibilidad de volver en el tiempo. Como los destellos de las luces multicolor que iluminan los escaparates, recuerda el rostro de su abuela, el calor de hogar y las risas de las que algún día gozó. Los berridos la exasperan. La frazada le calienta los brazos y aprieta al bebé. La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va. Y nosotros nos iremos y no volveremos más. Es ella quien no tiene a dónde volver, el hambre y la violencia la obligaron a huir sobre vagones oxidados. Hunde la nariz en la cobija y cubre el rostro del niño. No lo besa. El olor a polvo la insulta, la suavidad de la prenda aviva su impotencia. Lo abraza con fuerza.
Sentada en la orilla del colchón, se balancea absorta. La humedad le recorre la espalda como una gélida caricia. La pegajosa canción no se desprende de sus labios: Dime, Niño, de quién eres, y si te llamas Jesús. Soy amor en el pesebre, y sufrimiento en la cruz. La repite sin advertir el paso del tiempo; después, conforme la noche se pone y la nieve blanquea la ciudad, se la susurra con la cara húmeda y los labios temblorosos. Resuenen con alegría los cánticos de mi tierra. Por fin silencio. Su mundo reducido al insignificante cuarto de paredes desnudas y alacena vacía. Los huesos le duelen, la cama cruje. Y viva el Niño de Dios, que nació en Nochebuena. El sueño la vence acurrucada junto al pequeño.
Despierta sobresaltada. La luz de la calle apenas la ilumina. El viento golpea la ventana y el villancico retumba en su mente como un castigo. Soy de la Virgen María y del Espíritu Santo.
Abre la frazada. El niño está tibio, duerme sereno. Feliz navidad, le desea, esfumando los pensamientos que la invadieron durante la víspera.