Historia de Navidad

Historia de Navidad

Fabiola Morales Gasca

Odio la Navidad, me parece una temporada espantosa donde el dinero se gasta a manos llenas sin sentido alguno, tiempo de compras innecesarias, ropa espantosa con colores de duende y donde nos engañamos dando el amor que deberíamos darnos durante el resto año. Ante la pregunta de los compañeros ¿A ti qué te gusta de la Navidad? Obvio que tengo que fingir siempre. Nadie quiere ser identificado como el famoso personaje cascarrabias y quejumbroso inventado por el Doctor Seuss.

—¿A ti qué te gusta de la Navidad?—Me vuelve a repetir insistente Nora ante mi letal silencio.

— Yo amo la cena, los regalos, el arbolito de navidad con sus alegres adornos navideños y por supuesto las vacaciones— dice uno de mis compañeros con una “alegría contagiosa”.

Y si lo menciono entre comillas es porque por más que busco las razones precisas para entusiasmarme, no lo logro. Que felicidad es poder escabullirme de mi salón y lanzarme a las calles lejos de su detestable espíritu navideño. Anhelo desaparecer o ser invisible como un fantasma caminando entre ellos. Deseo atravesar paredes y no hablar con nadie. 

—Ese Camilo, eres un pendejo. Vale nada que estés en el cuadro de honor, lo buey no se te quita— Me grita uno de mis compañeros cuando me ve salir de la escuela. Pienso que el pendejo es él mientras camino aprisa rumbo a la salida.

—¡Déjalo! ¿No ves que es un puto? —Acelero el paso, no quiero problemas.

Tal vez si no fuera tan flaco le partía toda su madre, tía y hasta abuela. Siento una rabia infinita. Alcanzo a ver a Nora  agitando su mano y sonriéndome. Lamento mucho no despedirme. Quiero evitar problemas, no quiero hacer el ridículo frente a ella. Ya tendré tiempo de escribirle un mensaje.

—¡Mariquita!¡Mariquita! —Es lo único que escucho en coro hasta desaparecer de la calle.

En el autobús me replanteo la pregunta: ¿Qué me gusta de la Navidad? Pienso en el brillo de las luces de bengala, en su hermoso chispoteo de fuego. Pienso en los colores de las piñatas, en los dulces dentro de sus entrañas, en los aguinaldos atiborrados de cacahuates. Cierro los ojos para susurrar el antiguo canto de las posadas navideñas. Me agrada mucho el latín Pater de cælis, Deus, miserére nobis./Fili, Redémptor mundi./Sancta María. Ora pro nobis./Mater Christi./Mater Ecclésiæ./Mater Misericordiae./Mater divínæ grátiæ./Mater puríssima./Mater castíssima. Ora pro nobis. Ora pro nobis ¿Quién caramba sabe latín en estos días? Sólo los ancianos que cantan mientras las lenguas extensas de las veladoras al pedir posada les iluminan sus rostros esperanzados. Sé que en la escuela y en mi casa me ven como el bicho raro porque me niego a hablar mucho. Yo sólo hablo lo preciso. Me niego a convivir con la gente. Si obtengo buenas calificaciones es porque no me queda de otra. Mi padre es estricto, siempre está pendiente de mis calificaciones para tener pretexto de ponerme a trabajar en la fábrica dónde él está, porque según así me enseñaré a ser hombre. No entiende que si me niego a hablar es porque no hay nada interesante que decir o  escuchar, no hablo con personas que dicen que no les gusta leer, considero que los libros son el mejor refugio para los solitarios como yo. Aunque tengo pocos en casa, me gusta sacarlos de la pequeña biblioteca escolar, así es como he leído algunas cosas interesantes. Esteban dice que jamás me voy a coger una chava si me la paso hablando de libros, que esas son cosas de puto, pero supongo que eso no es importante. Ni tan importante como la Navidad que celebramos cada año en casa.

Madre siempre quiso tener hijas, pero no pudo. Sólo tuvo al inútil de mi hermano y a mí.  Esteban no apoya en nada, es una réplica pequeña de mi padre, un exigente en todo, siempre tomando cervezas y rascándose la panza. Aunque la verdad es que yo no quiero saber nada de cosas de mujeres, soy el que paso más tiempo con ella y como quiero mucho a mamá la apoyo lo más que puedo. ¡Camilo acompáñame al mercado! Veme a traer Cilantro. Compra la tortilla. Ayúdame a subir el garrafón. Por favor compra papel aluminio. Carga el gas. ¡Vigila que no se queme la sopa!…  Son las conversaciones entre mi madre y yo. Ella apenas si me escucha cuando le hablo de la escuela, la pobre ni siquiera terminó la secundaria porque se jodió el asunto cuando conoció a mi padre y la embarazó. Siento mucha pena por ella. Cuando me llega a preguntar que cómo voy o cómo me siento, prefiero evadir la respuesta. No vale la pena angustiarla ante mi falta de amigos.

Decir diciembre no significa nada, sólo es permanecer en casa aburrido, ayudando a madre. Enojado porque Esteban no hace nada y se la pasa molestándome. “¡Maricón! Le voy a decir a papá que te lleve con una mujer para que te enseñe a ser hombre. Te hace falta conocer un burdel”. Maricón es su palabra favorita para describirme y fastidiar, como si necesitara ser hombre para entender que mamá está agotada. Cuando son vacaciones tengo mucho quehacer doméstico no como él que nada más se la pasa viendo porno y jalándosela frente a la computadora. Mi padre exige a madre que guise para un ejército. Ajá, el ejército de gorrones de tíos, primos, hasta sus esposas y novias incapaces de apoyar. Para mí la cena significa vueltas con madre al mercado, montones de gente que compra en los puestos como si fuese el fin del mundo y cargar bolsas y bolsas en la incomodidad del transporte público hasta llegar a casa. Luego allá todo es una chinga porque ni hermano ni padre ayudan. Yo veo tan cansada a madre que busco complacerla en todo. Navidad siempre pone las cosas peores, siempre peores conforme pasan los años ¡Cómo quisiera que ardiera el mundo en estos días!  

¡Camilo ayuda! Grita papá como loco. Pelar papas, hervir la fruta, cocer el pavo, hace ensaladas, freír chiles es insoportable. Me alegra no ser mujer, seguramente ya hubiera enloquecido, con razón a mi padre le gusta hacerse el tonto en el baño mientras cae la noche y empieza a llegar su familia mientras madre hace todo. Él nunca prepara algo es incapaz de levantar su propio plato, lo odio. Cuando los tíos llegan a dar el abrazo, padre se esponja como  guajolote mientras su orgullo se engrandece invitando a cada uno a sentarse a la mesa. Como si no supiéramos que sólo llegan a gorrear la cena. Cuando todo está servido y están sentados, observamos la televisión y la celebración en distintos lugares del mundo. Me gusta imaginar que celebro feliz con luces de bengala y villancicos en un algún lugar remoto con Nora, claro yo nunca obligaría a ella a servirme. Nunca sería tan vil como lo es mi padre con madre.

Con mi padre siempre hay que esperar lo inesperado. Es tan voluble y frágil en su ego “Adriana, sirve más refresco”, “Tú Camilo, trae hielo”, ”Órale, maricón, apúrate, ayuda a tu madre”. Siempre escuchando sus quejas “¿Qué hice para merecer un hijo amanerado? Eso pasa cuando las madres consienten mucho a sus hijos ¡Ahí están las consecuencias Adriana! Eso pasa por tenerlo pegado a tus faldas”…  Y entre quejas y burlas me toca siempre acarrear no sólo desde la cocina al comedor la comida para atiborrar a su fastidiosa familia sino además llevarme las bromas pesadas de tíos y primos. Yo soy siempre su botana. Cada navidad es igual. Este año no pinta nada diferente, todos beben y comen hasta el cansancio. Una a una las botellas de alcohol se acaban. Mis tíos y mi padre se enfurecen por nada, se pelean por cosas del pasado, por su amarga infancia, por la casa de la abuela, por una herencia inexistente y mal gastada. Se gritan, se maldicen, se rompen no sólo las cosas que se hallan a su paso sino la poca moral y ánimo existente. Madre y yo guardamos silencio, los dejamos hablar como los locos que son, ella siempre dice que “a chillidos de marrano, oídos de carnicero, o lo que es lo mismo a boca de borracho oídos de cantinero” y se la aplicamos bien, deprimidos nos volvemos sombra en la pared y desaparecemos aunque los platos y vasos sucios esperen agotados sobre el mantel navideño que con tanta ilusión se puso horas atrás.

Estoy cansado de tanta pendejada, de que siempre terminemos encerrados en nuestra habitación con el espíritu tan vacío después de haber trabajado tanto. Estoy cansado de que no tengamos una noche tranquila comiendo aunque sea algo sencillo y sin presión alguna. Estoy harto de que me griten que soy un marica, que Esteban desaparezca para largarse con alguna de sus novias para demostrar su hombría y nos deje a nosotros el paquete de cuidar a la familia de mi padre. Me niego a ser responsable de ellos. Estoy exhausto de limpiar, de ver a mi madre llorar en silencio, despreciada y arrinconada en su propia casa. Estoy harto ¡No puedo más! Cierro todas las ventanas aunque la casa huela a vomito de borrachos, a odio recalcitrante. Decidido voy a la cocina, abro las parrillas de la estufa en su máxima potencia y espero un prudente tiempo. ¡Al carajo todo! Quiero una blanca navidad. Enciendo las luces de bengala mientras me repito una y otra vez ¿A ti qué te gusta de la Navidad?

Foto de una noche invisible

Foto de una noche invisible

Rosa Vázquez del Mercado

El paseo inició al ir a  recoger a mi papá cerca del Bosque de Chapultepec, circulamos por la Avenida Reforma justo cuando colores ocres, naranjas y grises teñían el cielo hasta tornarse en la oscuridad de la noche.  Miramos por la ventana los adornos luminosos que subían y bajaban de intensidad, los faroles bañados con nieve artificial colgados de los postes. Gritábamos  unos y otros.  “¡Miren, ahí se ve la estrella de Belén!  ¡Allá vienen bajando las estrellas con los tres Reyes Magos!”.

Mis padres planeaban el evento con anticipación, llegado el día, mamá esperaba pacientemente el atardecer para  subir a sus siete hijos al “lanchón”.  Así apodábamos al Oldsmobile 59 color vino  que se movía como lancha a la deriva, en el que viajábamos acomodados como en un plato de flautas. El paseo consistía en circular por la iluminada avenida de la Reforma, llegar a la Alameda Central, pasar por el mercado a espaldas de Bellas Artes para comprar el pino, musgo y heno para el nacimiento,  una piñata para la posada y culminar en los churros de El Moro. 

Al llegar a la Alameda Central, descendimos para caminar entre la romería buscando el escenario perfecto para la foto del recuerdo. Los nueve, tomados de la mano, yo en quinta posición, caminamos en fila india entre la multitud, topándonos con camellos, caballos y elefantes de fantasía, pastores, belenes, piñatas y arbolitos con esferas iluminados de colores. Vimos uno que otro trineo con renos de largos cuernos en forma de ramas y Santa Clauses panzones con mejillas rojas y largas barbas blancas de algodón.

Mi mamá eligió el espacio para la foto.  Le  gustó uno que tenía el elefante, el camello y el caballo que montaban los Reyes Magos para llegar a Belén. Con ayuda de los mismísimos Melchor, Gaspar y Baltazar, subimos al escenario elegido, nos acomodamos por estaturas en la banca, los más pequeños  en el regazo de los grandes y los magos a nuestro lado mostrando sus brillantes capas. Esperamos la señal del fotógrafo para sonreír a la cámara al tiempo que la luz del flash nos encandilaba por unos segundos.

El dulce olor de azúcar y de galletas nos hizo  detenernos para pedir a papá que nos comprara golosinas.  Cucuruchos de galletitas recién salidas del comal y cuatro palitos de algodón rosa de azúcar compartimos entre todos. 

Siguiendo las instrucciones de mi madre,  nos tomamos de la mano y avanzamos como una serpiente entre la multitud. Se escuchaba música, risas y gritos.  A través de los altavoces colocados en lo alto de los postes del parque, se invitó al pueblo guadalupano al desfile en la explanada principal.  Papá y mamá se estresaron con el ajetreo,  nos contuvieron alrededor de un árbol mientras pasaba la gente hacia la explanada. Se escuchó música a todo volumen y  exclamaciones de admiración por las luces de los fuegos artificiales que explotaron en el cielo.

Yo moría de ganas de ver lo que estaba sucediendo, la curiosidad me hizo brincar, pero no alcancé a ver nada.  Vi una rama fácil de trepar y no lo pensé dos veces, salté, subí hasta  alcanzar a ver el espectáculo.  Me acomodé en la rama  hipnotizada por la música y las luces, emocionada al ver bailar y cantar a enormes muñecas, osos de peluche y soldaditos muy derechitos con su tambor. También salió un trenecito lleno de regalos que giraba sonando campanas mientras caía nieve sobre su pista. Canté desde el árbol con ellos “Campana sobre campana y sobre campana una”. Aplaudí contagiada por la alegría de la gente. Cuando terminó la música, miré  hacia abajo y ya no estaba mi familia junto al árbol.  Traté de divisarlos entre ese mar de gente pero solo vi  globeros con enormes racimos,  señores cargando palillos de esponjado algodón rosa de azúcar, muchas luces y disfraces.  Grité desde la altura con mucho miedo: ¡papá!, ¡mamá!   Entré en pánico, sentí que la panza se me subió hasta el corazón.  Alcancé a ver que a un lado de la explanada había una mesa con bocinas.  Una señora con un gafete colgado al cuello y un megáfono en la  mano animaba al público a bailar en el centro de la pista junto al enorme árbol navideño. 

Bajé del árbol temblando, me encontré con un camino a la derecha y otro a la izquierda,  no supe cual me llevaría hacia la señora del megáfono.  Canté en silencio dirigiendo mi dedo índice: “De tin marín, de don pingüé…”.  Tomé el camino ganador entre codazos y empujones hasta llegar a la señora, me paré frente a ella y sollozando solo atiné a decir:  

—Estoy perdida.  

Entre la música y el bullicio, después de responder a sus preguntas, entre uno y otro sollozo, se escuchó el anuncio:

—Atención, aquí tenemos a una niña extraviada.  Viste falda a cuadros y suéter azul.  Dice tener siete años y llamarse Vicenta. Su padre se llama Atanasio y su madre Juana.

Y luego, mirándome a mí, me indicó:

—Siéntate aquí, ojalá aparezcan tus padres.

Como niña abandonada me senté en la silla, me apretaba las manos,  no podía dejar de llorar, no me gustó que la señora dijera “ojalá aparezcan” esa posibilidad me aterraba.  Finalmente, vi llegar a mi mamá con la cara descompuesta. Se  acercó corriendo, me regañó, me metió un buen pellizco en el brazo al mismo tiempo que me abrazó.

—¡Te dije que no te separaras! —Me reprochó— ¿Por qué siempre desobedeces?

No se dio cuenta que yo estaba pálida y más asustada que ella.  Mi papá me miró apenado, me tomó de la mano y me paró junto a mis hermanos, unos asustados y otros cansados.  La señora del megáfono me cuestionó: 

—¿Son tus papás?

Mi madre enfureció.

—¿Qué no ve que la niña me está abrazando? ¡Claro que es mi hija! Mire, nos la tomaron hace rato, aquí está  Vicenta en la foto familiar.

—Pues sea más cuidadosa con sus hijos, ¡no sabe cuántos niños se pierden y no aparecen nunca más!

Caminamos al lanchón, mi mamá me jaloneó para meterme al asiento de atrás, mi papá me miraba con cierta vergüenza.

—Todos tus hermanos son obedientes.  Tú eres la única que no obedeces. ¡No pareces mi hija!

Subimos al lanchón, dentro del coche se escuchaban gritos y quejas. Yo seguía llorando. Mis hermanos pequeños se quejaban porque no fuimos a comprar el árbol y el nacimiento. Los más grandes porque no fuimos a comer churros con chocolate a El Moro.  Mis papás discutían, mi mamá le reclamaba que la culpa había sido de él, de su estúpida idea de escondernos para darme un escarmiento por desobedecer cuando me subí al árbol.    

Así concluyó aquel paseo en diciembre de 1967. Nadie más recuerda esa noche sin árbol, sin nacimiento, sin piñata y sin churros de El Moro. Aunque han pasado varios años, yo aún evoco esa noche como la traición interna, el momento en que fui señalada como “la oveja negra”. Fue una noche invisible a ojos de los demás. Conservo esa foto,  a pesar de que ese recuerdo sigue quebrándome el alma.

Luces de Navidad

Luces de Navidad

Ana Pérez

Las luces del árbol se apagaron súbitamente. El estruendo de un rayo cayendo en uno de los cerros cercanos, retumbó en los huesos. Una lluvia torrencial canceló los planes del pavo y del tradicional brindis de cada año, para agradecer las bendiciones recibidas.

Siempre era la primera en el brindis. La niña pequeña de casa. Un remolino enano que daba vueltas y vueltas, mientras los adultos corrían de un lado a otro adornando la casa, colocando guirnaldas en las paredes, formando arcos en los que colgaban brillantes esferas y flores de nochebuena rojísimas. El mundo giraba a un ritmo acelerado, mientras se paraba frente al árbol de navidad, embelesada por los foquitos amarillos que lo iluminaban todo. Encontraba entonces una mirada curiosa, devuelta por su reflejo en las esferas, con su carita redondeada y puesta de cabeza, con sus deditos acortando la distancia entre ellos y la esfera que se mecía suavemente frente a ella. Y al fondo, el grito desesperado de su madre. Que no tocara nada, que lo podía romper.

Se confinaba entonces al sillón de una sola plaza. Sus piernas pequeñas no alcanzaban siquiera a colgar por el borde del asiento, apenas quedaban afuera sus piecitos, que chocaba uno contra otro al compás de los villancicos que escuchaba en el radio viejo de la abuela, mientras veía la Nochebuena seguir su curso.

Papá construía una pirámide de leña para la fogata que encendería más tarde con sus niños, en la que asarían salchichas y bombones incrustados en varitas de madera que previamente ya había lijado para retirar todas las astillas que los pudieran lastimar. Su par de hermanos vestían de gala el comedor, con la vajilla que solo salía de la alacena precisamente en esas fechas, con cuidado de no dejar caer nada, porque las que vendían ya no salían igual de resistentes.

Mamá y la abuela parecían mover el mundo a otro ritmo; danzaban en la cocina, del fregadero a la estufa, sacando las tapaderas del horno, porque ahí es dónde van guardadas, y su nariz percibía aromas de guayaba, mandarina, caña y el olor de la cena casi lista, despertaba su apetito que parecía gritar desde lo más profundo del intestino.

Los recuerdos se desvanecen al sentir sus uñas clavarse en la tapicería del sillón. La tela ya no es la misma, pero su madera guarda memorias tan profundas.

Quizá han sido 5 o 20 minutos los que lleva sentada en medio de la oscuridad. Se detiene a ver a través de la ventana, hay luces encendidas del otro lado de la calle. Se levanta del viejo sillón para buscar fusibles nuevos en el cajón izquierdo del gabinete blanco, donde papá los tomaba cada vez que le pedía que lo ayudara a crear luz cuando algún corto se la llevaba. Jamás prestó atención cuando le explicaba cómo debían colocarse.

Sale al patio delantero y va al fondo de la fila de plantas que mamá dejó de regar en los últimos meses. Las hojas que restan en las macetas se mecen sin oponer resistencia a las corrientes gélidas que las abrasan. Tirita un poco e intenta convencerse de que no hace frío, buscando a tientas en la oscuridad la caja de la luz.

Termina de recorrer la pared, reconociéndola con la yema de los dedos, sin que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Abre la caja de fusibles más por casualidad y explora en su interior. Siente el pequeño tubito, el que tiene la forma de aquellos fusibles escondidos en su mano izquierda y lo arranca sin pensar nada. Un chispazo relumbra entre sus dedos. Los ojos por fin enfocan.

Creo que la primera parte de la explicación de papá, definitivamente incluía que debía bajar la pastilla de la luz.Piensa.

El dolor baila sobre la punta de sus dedos, reptando rápidamente a la parte más escondida de sus recuerdos. Abre cajas de memorias con la leyenda CUIDADO, FRÁGIL y se congela admirándolos. Sus hermanos riendo alrededor de la fogata, mientras el frío la arrinconaba en los brazos de mamá como un boxeador contra las cuerdas y ella la cubría, mitad con su cuerpo, mitad con el rebozo color café en el que había arropado a sus tres criaturas. Y al fondo encuentra la risa de papá, sirviendo un poco más de sidra rosada en la copa que le entregará a mamá y una vez que la deja en su mano, acariciaba su pequeño rostro, sonriendo, con el reflejo de las llamas titilando en sus oscuros ojos cafés.

Detiene una lágrima que se fuga por el extremo de sus ojos. Baja la pastilla de la luz y acaricia nuevamente la pared hasta llegar a la caja de fusibles, donde inserta, tal pieza de rompecabezas, uno de los fusibles nuevos que se habían arropado en su mano. Cierra, levanta la pastilla, entra.

Es Nochebuena, la lluvia continua afuera. No habrá brindis ni cena. No hay quién encienda la leña.

Los focos en el árbol se iluminan lentamente. Mientras las demás luces siguen dormidas, se detiene a admirar las esferas en el árbol. Desearía escuchar la voz de mamá diciendo que no toque nada. La Navidad es muy frágil: se rompe con la primera silla vacía.

Jesús Migrante

Jesús Migrante

Tere Becker

Y los buenos me preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te dimos de comer? ¿Cuándo tuviste sed y te dimos de beber? ¿Alguna vez tuviste que salir de tu país y te recibimos en nuestra casa, o te vimos sin ropa y te dimos qué ponerte?No recordamos que hayas estado enfermo, o en la cárcel, y que te hayamos visitado.” Yo, el Rey, les diré: “Lo que ustedes hicieron para ayudar a una de las personas menos importantes de este mundo, a quienes yo considero como hermanos, es como si lo hubieran hecho para mí.

Mateo 25:37-40

María Aura había caminado, nadado, corrido, escapado y llorado no sabe ya cuántos días. El peso de su mochila en la espalda se compensaba un poco con el de su abdomen dilatado a poco más de seis  meses de gestación. Llego a Chiapas exhausta, con su piel morena enrojecida por el sol, con el cabello revuelto en una coleta amarrada en la nuca. Salió de Colombia un mes antes, escapando del peligro, luego de que Ángel, el padre de su bebé, hubiera desaparecido en medio del fuego cruzado entre la guerrilla y la policía.

Sus pies hinchados latían dentro de sus tenis sucios, como si tuviera el corazón en las plantas. Caminaba hacia el frente como por inercia, sin tener un rumbo fijo pero con la esperanza de encontrar algo o a alguien que la socorriera. Ni siquiera sabía dónde estaba, lo único que sabía era que hacía ya un par de horas había visto un letrero que indicaba que había llegado al municipio de Chilón. El dinero y el agua ya hacía rato que se le habían acabado, sus labios estaban secos y el paladar se pegaba a su lengua. Recordaba constantemente el llanto de su mamá y su bendición al despedirla. Habría deseado quedarse a su lado, pero temía por su vida y la de su bebé, por si los hombres que habían acabado con Ángel buscaran silenciarla.

Sus pasos eran cada vez más lentos, sus piernas y brazos le pesaban. De pronto, comenzó a sentir la mirada oscurecerse y como si agua helada le escurriera en la nuca… Luego, despertó encima de un montón de tablas apiladas. Confundida, quiso incorporarse pero la cabeza le dolía.

Los ojos castaños de José la recibieron, su sonrisa amplia era enmarcada por un rostro de bronce y un cabello negro, opaco y lleno de aserrín.

—¡Ya despertaste! Qué susto me diste —dijo, mientras sus manos laboriosa volvían a tallar las tablas de madera —. ¿Ya desayunaste? Seguro que no. ¿De dónde vienes?

—Soy colombiana —dijo—. De Cali.

Esos nombres le parecieron a José completamente extraños. Aún así se acercó y le extendió la mano.

—Soy José López, de Belén, Chiapas — ¿Cuánto tienes?—preguntó mirando su abdomen.

—¡Ah! Voy para siete meses.

Luego desvío la mirada para no seguir hablando, mientras en su mente, repasaba la historia de los motivos y cada situación a los que se enfrentó hasta llegar ahí. Se levantó lentamente, buscando con la mirada su mochila, que aguardaba encima de un montón de palos. La tomó y la acomodó en su espalda.

—Muchas gracias y disculpe la molestia—. Luego, se encaminó hacia la salida.

—¡No, no, no! ¿Cómo gracias? Son 10 pesos. ¡Ah, no te creas! No, ya viene mi tía con algo pa’ comer. Espérate un rato —dijo José, con una sonrisa amplia—. Mira, mientras échate un trago de pozol, es de la mañana pero todavía está bueno.

El jarro contenía un líquido blancuzco y espeso y era la primera vez que ella miraba y probaba algo así pero, aunque era un sabor extraño para ella, aquello le pareció delicioso y fresco.

En tanto esperaba, María Aura tomó una escoba y empezó a barrer la carpintería. Juntó el aserrín, los sobrantes de madera y se sentó en una banca que estaba afuera. Mientras miraba el camino, pensaba en lo mucho que había dejado atrás, en aquellas vecinas que la criticaban por ser una madre sola, en el dolor de haber perdido a Ángel. Se sentía sola, pero hablaba con su bebé y eso la hacía sentirse mejor.

“Ríe, chinito, se ríe y yo lloro porque el chino ríe si mí…”, tarareaba de vez en cuando una canción, mientras se acariciaba la panza.

Luego llego Isabel, la tía de José, con tortillas, frijoles y queso. La miró con extrañeza, y su mirada fue interceptada por la sonrisa tenue de María Aura, a quien llamó su atención la falda de flores y el calzado de plástico. Pasaron unos segundos y sin decir nada, Isabel entró a la carpintería. María Aura no se atrevía a entrar, no sabía qué reacción tendría la tía de José, le pareció una mujer seria y eso la puso nerviosa. Escuchó que ambos hablaban en una lengua que ella no conocía y entonces José la llamó.

—No es de aquí, no sabemos qué mañas tenga —musitó Isabel mientras ella entraba. Dejó la bolsa y salió nuevamente.

Luego de compartir la comida, José le ofreció quedarse en la carpintería y cuidar por unos días, al menos mientras planeaba qué rumbo tomar. María Aura vio esa propuesta como la más grande bendición que podría tener justo en ese momento y, aunque con algo de temor y reticencia, aceptó.

Los días que planeaba quedarse se convirtieron en varias semanas, en las que no fue nada complicado que los ojos de José López se enredaran entre los cabellos crespos de aquella mulata colombiana. Las pláticas vespertinas eran largas, después del café de olla. Aunque Isabel de vez en vez seguía refunfuñando y murmurando, igual que todo el pueblo, porque Belén es una comunidad pequeña, llena de laderas y árboles altos de coníferas, donde el viento corre fuerte, igual que las noticias.

La negrita, como le decían, levantaba sospechas, miradas y suspicacias. Unos decían que era bruja, que su hijo era del malo. Otros que ya conocía a José López desde antes, que el bebé era suyo, que seguro lo envolvió con amarres.

Pero había una niña en el pueblo a quien sólo le parecía curiosa su cabellera, y hasta pasaba cerca de la carpintería diario, sólo para verla. Raquel, de trece años, cuidaba ovejas, apacentaba el rebaño desde la casa hasta el monte y de regreso. Y procuraba pasar frente a la carpintería tan seguido como podía, y así fue que se hizo su amiga.

Era ya diciembre y el frío calaba fuerte en todo el municipio de Chilón, cuyo paisaje lucía desdibujado por tanta bruma. José cargó su burro con palos, para ir a venderlos entre las casas. Con el clima, se auguraba una buena venta pues todos querían mantener el fogón encendido. Mientras jalaba al burro, María Aura lo miraba alejarse por el camino de piedras y tierra, y volvió adentro. Fue entonces cuando el primer dolor le atravesó la cadera. Pensó que sería por el frío, pues aún faltaban dos semanas para dar a luz. Así que se cubrió con un chamarro de lana que tenía José y se acostó sobre las maderas. Poco a poco el dolor fue cediendo pero no pasó media hora cuando regresó de una manera más fuerte. Entonces comenzó a preocuparse. Estaba sola de nuevo, completamente sola. Se cubrió bien el chamarro y se puso en posición fetal sobre las tablas. Aún así, el frío acrecentaba el dolor que circundaba su cadera y su abdomen. Los dolores eran cada vez más constantes y ella en su corazón sólo rogaba porque José regresara lo más pronto posible.

Fue entonces cuando Raquel entró. La miró acostada de lado, sudando a pesar del frío y sus ojos se dilataron pues, aunque ella nunca había parido, había estado cerca en los partos de su mamá y sus tías. Le dijo a María Aura que no se preocupara, que iba por ayuda, pero al encaminarse a la puerta, llegó Isabel. Como de costumbre frunció el ceño. Le dijo a Raquel que pusiera agua a calentar en el fogón de atrás, y que trajera un mecate gordo. Luego, se sacó la enagua de manta que usaba debajo de la falda de flores y la hizo pedazos. Ayudó a María Aura a incorporarse, colgó el lazo de la viga con ayuda de Raquel y la sentó en cuclillas.

—Ahora sí, negrita, ¡le vas a pujar con harta juerza! Agárrese —le dijo mientras acomodaba su reboso al rededor de la panza de María Aura, a manera de cinturón. Afuera de la carpintería, el rebaño de Raquel esperaba, balando fuerte, como si presintieran que algo especial estaba ocurriendo.

María Aura, colgándose del mecate, pujaba con todas sus fuerzas y mientras lo hacía, recordaba a su madre, a Cali y a Ángel. Sus lágrimas grandes y brillantes rodeaban en sus mejillas hasta esconderse en la comisura de sus anchos labios.

De pronto, el silencio se hizo. Hasta los balidos cesaron por unos minutos. Y ese silencio enmarcado por la oscuridad de la montaña de pronto fue roto por el llanto potente de un pequeño, mulato como su madre.

José, que regresaba en el burro ya sin carga, alcanzó a oír hasta la loma y apuró el paso. Pero como el burro estaba cansado, se bajó y comenzó correr y a jalarlo.

Cuando llegó, el bebé estaba entre los trapos, en los brazos de María Aura, que lloraba y mostraba su blanca y hermosa sonrisa como nunca antes lo había hecho. José López se llevó las manos a la cabeza y, antes de que nadie viera, se limpió un par de lágrimas fugitivas.

—Es un niño —dijo Isabel, sonriendo por primera vez frente a María Aura—. Nació sano, fíjate y en la mera Navidad.

—¿Cómo se va a llamar? —preguntó José.

María Aura sólo sonrió.

Mayita

Mayita

Por Verónica Miranda

A sus tiernos nueve años, Mayita vendía chicles en los convoys del metro, los ofrecía elevando su voz lo más que podía describiendo los deliciosos sabores y la presentación.

Aproveche, señor, señora, joven, señorita, se va a llevar un paquete de chicles marca Sonric’s con los dulces y frescos sabores de: zarzamora, hierbabuena, menta y canela. No pierda la oportunidad, no son piratas. ¡Llévelos, llévelos, sólo a cinco pesitos!

La cara de la niña estaba sucia, pero era linda, tenía una sonrisa desdentada muy tierna. Llevaba el cabello lacio atado con una dona de estambre. Traía los pies desnudos, un pantalón desgastado y una playera con una estampa de Hello Kitty descolorida. A ella le gustaba observar a las niñas de su edad que iban de la mano de sus padres. Suspiraba hondo mientras cambiaba de vagón y pensaba en lo “chido” que sería tener papás y no a esas personas que se decían sus tíos, pero no eran más que unos explotadores. 

La conocí en la estación Mixiuhca del metro, ahí hacía su parada todas las tardes y después se iba.  Por eso, anoche veinticuatro de diciembre, me extrañó verla. Eran en punto de las doce y teníamos la encomienda de revisar que nadie se quedara en los pasillos de la estación. Me tocaba la guardia y no tenía prisa por terminar rápido, así es que caminé por todos los pasillos, por las escaleras de entrada y transbordo.  Los trabajadores de la limpieza aún no hacían su llegada, puedo decir que hice mi rondín únicamente con el ojo vigía de las cámaras de seguridad.  Caminé por el andén y me percaté de que en la escultura de piedra que está precisamente a la mitad, ahí, debajo de la imagen que representa a una mujer recibiendo a un neonato, ahí estaba en posición fetal la pequeña Mayita. Dormía profundamente, pero la tuve que despertar. Brincó del susto y corrió en busca de la salida, la seguí mientras le decía que ya estaba todo cerrado, pero que daría parte a mis compañeros para que la llevaran con sus padres. Ella me explicó que no tenía padres y que sus “tíos” la iban a regañar muy feo por no llegar a casa. Escuché un ruido y mi instinto me hizo voltear y la perdí de vista. Fueron unos segundos, no sé cómo pasó, la niña se había escapado, al menos eso pensé. Me tomó media hora más y entre los monitoristas y dos compañeros no la localizamos. Dimos parte y salimos a cubrir nuestro turno.

Hay muchas historias de vidas que suceden en el metro: están las de los suicidas, los lanza objetos, los rateros, los esquizofrénicos, los vendedores y un largo etcétera que no acabaríamos nunca. Pero la historia de Mayita se quedó en mi corazón… Sucedió que esta tarde, después de entregar mi turno, tuve oportunidad de ver las grabaciones de las cámaras de vigilancia, ahí estaba Mayita en grabaciones de días pasados, cuando llegaba a la estación Mixiuhca del metro y se recargaba primero en la gran estatua, después acariciaba la figura maternal y al final se recostaba en el piso hasta que alguien la despertara o bien, ella misma “desaparecía” por decirlo así.  Me las han mostrado varias veces y no les hago entender lo que yo mismo presencié y que ante las cámaras se difumina, se pierde.

Sucedió algo que mis ojos se negaran a decir que lo vieron, o al menos que no fueron producto de una alucinación.  En Navidad abrimos la estación a las siete de la mañana, pero vamos revisando desde una hora antes que todo esté bien. He sido testigo de un milagro. Encontré a Mayita. Claramente la vi parada frente a la estatua y acarició de forma tierna a la mujer de piedra y fue entonces que aquella escultura tomó forma y vida para levantar a la niña hasta su pecho, darle un beso de amor y posarla con ella en esa imagen pétrea. Allí están, son como madre e hija, son la forma de vida que el escultor quiso expresar con sus delineados, son la imagen sensitiva de esta ciudad. Quién sabe si Mayita baje mañana a vender sus chicles en los trenes del metro, ya la estuve llamando pero sólo la veo sonreír con su dentadura chimuela dibujada en la piedra de la estatua de la estación Mixiuhca del metro.

Blanca Navidad

Blanca Navidad

Por Marcia Ramos Lozoya

La noción del tiempo a veces hace estragos entre lo que he amado y el tiempo que he perdido colocando cada esfera, dándole sentido a los doce meses que pasaron y comprobando que aquel viejo propósito se ha derrumbado como nuevamente la estrella que justamente ha caído de la punta del árbol. Pensé que un abrazo sería suficiente para unir en un lazo, la orfandad entre un padre y su hija, pero yo sabía que no.

—Es que se lo dije, se lo dije mil veces.

—Pero, escucha a la niña.

—¡No ves que es toda una mujer!

—Le dije que no me causara problemas, ¡carajo! yo la recomendé

—Ya te dijo que no fue su intención.

—Es que nunca es su intención.

Con esas últimas palabras, cogí mi maleta y me alejé lo más que pude de casa. Cada navidad iba con la incertidumbre, el miedo en el temblor de las rodillas y la mirada sostenida en el pavo que hace mucho no disfruto. Como negarle a mi madre la asistencia de su única hija a la cena de navidad. Cargo con el peso de ser su único orgullo y a veces felicidad, no puedo evitar apretar los labios y no reclamarle a mi padre que me trate así. Aunque entre con un abrazo a su casa como una bandera blanca en medio de la guerra.  

—Hay que guardarle al Sr. Hernández, no olvides el relleno y los romeritos.

—Pero ¿no le vamos a dar a tus hermanas y tus sobrinos?

—No, ellos hicieron su propia cena.

—¿Y qué hay del señor que te ayudó a arreglar el carro?

—No, mujer, entiende, esto es para mi jefe.

—Es que no sé si va a alcanzar, quiero que Gloria se lleve algo.

—Todavía… Después de la vergüenza que me hizo pasar. Es que me parece increíble.

—¿Qué es increíble?

—¿Cómo trataste al Sr. Hernández? Es que no parece que te crié junto con tu madre.

—Quizás aprendí del mejor.

—Controla a tu hija, porque yo creo que ni mía es.

—Ya me voy.

—No, mija, espérate. Ándale.

—No, creo que aquí no soy bienvenida.

—Pero, es tu casa.

—Mi casa no es, es de tu esposo y de su jefe.

—Esta chamaca parece que no le pagué sus estudios.

Madre se enjuaga las lágrimas derramando Axion en cada plato y cubriendo el coraje con el estropajo. Dice que la comida mucho tiempo pegada se vuelve cochambre y que hay que tallar bien, borrar todo y acomodar cada plato limpio. Repite que sucio es mejor que se quede remojando y guarda silencio. La ayudo a secar, me toca el hombro y me pide que lo perdone. Pero, yo no puedo, no quiero y no debo.

Es que mi padre no entendió cuando le expliqué que cuando salí de la oficina, su jefe me dijo que me daba “raite” y que al cabo ya sabía dónde vivía. Para no ser grosera, accedí y mientras miraba como el semáforo cambiaba de color en completo silencio, su jefe puso su mano sobre mi pierna. La cual yo retiré y jaló de mi mano para ponerla sobre su pene flácido. “¿Qué no te gusta?” dijo, mientras me mostraba sus dientes en una larga sonrisa. Di un grito hondo y saqué la navaja que tenía en mi bolso por cualquier cosa porque a veces ser mujer se trata de que cualquier cosa mala te puede pasar. Le di una puñalada en medio de la mano y me bajé corriendo. Al día siguiente, mi padre me marcó furioso y reclamó que estaría endeudado por mi culpa.

Años después, mamá llama por teléfono para invitarme a pasar la cena a su lado hasta dijo que podía llevar a mi novia. Entonces, comprendo que mi padre ha muerto y que es una blanca navidad.

Tamales de carne enchilada

Tamales de carne enchilada

Por Fernanda Meraz

Veo a Yola sobre sus rodillas, empinada en una tina grande que reposa en el piso. Bate a mano la masa de maíz. Pienso que el homenaje se pasa de dramático. ¿Qué buscará con esa devoción? Una cosa es hacer tamales y otra que sean al estilo abuela villista.

Es la segunda vez en dos décadas que nos juntamos las tres a preparar tamales. Y en casa de Yola, eso es nuevo. La primera fue diez años después de que papá murió. No nos atrevimos antes. Asiduas a la cocina, es claro que no somos. Yola sí, pero lo cierto es que no prepara sus delicias para invitarnos. Debo decir para invitarme a mí. Sé que a Emma la busca de vez en cuando para verse.

En mi retórica mental, siento que Yola y yo nos amamos profundamente, pero ella prefiere quererme de lejos. Tengo un par de sospechas sobre la causa, aunque son elucubraciones mías, motivadas por mis propias culpas.

La causa que encuentro más clara es de la época en que murió papá. Ese año entre las tres asumimos los cuidados de su deteriorada salud. Padecía insuficiencia renal y en enero había sufrido una caída que ocasionó la fractura de dos costillas. A sus ochenta años durmió sentado varias semanas por el dolor que le causaba respirar acostado. Se recuperó, pero la fragilidad de su cuerpo aumentó. Debido a los cuidados que necesitaba, papá se mudó a una residencia para ancianos. Fue una decisión difícil, sobre todo hablarlo con papá. Entre todos nos esforzamos para convencernos de que era la mejor opción: tendría enfermeras las veinticuatro horas, una dieta muy cuidada, actividades de estimulación, médico especialista. ¡Qué más puedo pedir!, exclamó papá.

Todavía hoy recuerdo el lugar y lucho por expulsar la sordidez de mi memoria. Repaso todo lo bueno, como una checklist de autoconvencimiento: la sala en el segundo piso donde charlábamos; el balcón con vista al jardín en el que le gustaba que camináramos ida y vuelta un montón de veces; el jardín mismo con su gran fresno y multitud de bugambilias en donde nos sentábamos, bajo la sombrilla de la mesa blanca, algunas mañanas soleadas; la habitación con sus muebles y objetos preciados: el silloncito de lectura, los álbumes de fotos, los retratos de mamá, la cama individual, que no era la suya, con el odiado barandal (recuerdo deprimente que se ha colado entre lo bueno). Otro malo: los entrepaños del clóset llenos de paquetes de pañales, papel higiénico, toallitas húmedas y medicamentos.

Fueron meses de dedicación y cercanía con mi padre. Había echado al saco de la basura viejas heridas y resentimientos contra él. En su fragilidad lo amé como no lo había hecho antes. Y él también me amó mucho, con plena confianza y entrega.

Una embolia cerebral lo condujo al quirófano la mañana del 24 de diciembre. El día anterior había amanecido aletargado, arrastraba la lengua al hablar y sus movimientos eran torpes. Después de estudios y análisis clínicos, el neurólogo nos habló de la suerte de que el coágulo pudiera operarse. Así lo creímos. Pasamos Nochebuena en la sala de espera de cuidados intensivos. La angustia me carcomía, estoy segura que a mis hermanas también, pero nos mantuvimos bromeando, riendo al recordar anécdotas con papá y su ingenio para poner apodos. Ya en su vejez, entre nosotras a él le decíamos Suri, por la manera en que inesperadamente detenía la marcha y observaba a su alrededor como un vigía. Un auténtico suricato.

A las cuatro de la mañana, tomamos turnos para entrar a verlo. Era una criatura minúscula con la cabeza vendada y enchufado a tubos y aparatos que piaban lastimeros. Con mis manos cubiertas de latex sujeté los dedos lánguidos de su huesuda mano amoratada. Solo sentí frío. Cuarenta y ocho horas en cuidados intensivos. Dos días en la sala de espera, a ratos en la gélida cafetería del hospital. Me aparté un momento de mis hermanas para llamar a Gina, nuestra amiga y vecina de la infancia. Siempre juntas. Papá se muere, dije entre mocos y toses de llanto desbocado, creo que debes venir a despedirte. Te advierto que mis hermanas no saben, pero tienes derecho. Pasé por ella al amanecer, la dejé en la puerta del hospital y me fui. Vagué horas por la ciudad, sin rumbo. Entrada la noche regresé, mi padre había muerto.

No me ofrezco a batir la masa a sabiendas de que Yola me dirá lo mismo que mamá solía responder: tú no porque eres zurda y la cortas. Echo un vistazo a la cocina y veo que ya ha preparado varios guisos; sin carne, por supuesto. Desde hace tiempo si ella es vegetariana, el mundo también. Me pregunto cómo sabrá esa masa sin caldo de cerdo. ¿Y sin carne enchilada?, si de eso se tratan los tamales estilo Suri. En fin.

            —Yola, ¿pongo a remojar las hojas de maíz?

            —No hace falta, eso lo hice ayer. Mejor sírvenos un mezcal.

            —¡Ya vas! ¡Buah!, no hay tobalá, el que más me gusta.

            Apenas lo digo y me arrepiento.

           — A mí me encanta el espadín. Pruébalo, está muy bueno.

            —Sí, lo sé. Perdona, sonó a reclamo pero no fue mi intención. ¿No haremos los famosos tamales de carne en chile colorado? Me hubieras dicho y yo la hago.

            —No hacía falta, Emma la va a traer. Ya no debe tardar.

Preparo la mesa para envolver los tamales. Al centro el espacio para la tina de masa. Alrededor las cacerolas con los guisados, cucharas para cada quien y un par de recipientes con las hojas remojadas.

Emma entra, me sorprende que no llama a la puerta sino que usa su propia llave. Detrás de ella, Gina. ¿Gina viene a preparar tamales?, me digo, ¡qué sorpresa! Todas saltamos de júbilo, nos abrazamos y nos decimos cuánta alegría nos da volver a estar juntas.

          —Sírvenos más mezcal, Lú, dice Yola, anda, que quiero brindar por ti.

           — Y mira, no hay homenaje sin carne enchilada, dice Emma mostrando un paquete con el guiso.

            Levantamos nuestras copas y es Gina quien dice: ¡Salud! Porque estamos juntas para homenajear a papá esta Nochebuena.

Constelaciones

Constelaciones

Por Karla Barajas

—¡Saca al Buitre de la sala! Va a orinar y acabamos de lavar los sillones —gritó el tío Miguel.

—¿A dónde, papá? A la calle no. El taquero roba perritos para su negocio. ¿Y si lo ponen en el trompo de carne al pastor? —le respondió Nadia.

—Los vecinos le temen. Augura muerte con su aullido. Recuerdas cómo ladró la noche en que murió tu… Mételo junto con los otros perros. Apúrale, Nadia, van a llegar tus abuelitos, tías y primos —regañó tío Miguel.

—Miriam, ayúdame —Nadia me requirió apurada.

Nadia heredó la receta de pierna de cerdo al horno, tamales e incluso del mixiote. Le tocaba ser anfitriona de la cena de Navidad ese año, como tenía 16, mi mamá y yo la ayudamos con las compras y a hacer comida. La familia es bien criticona, así que dijimos: “Si nos dan el dinero, podemos solas hasta con la ponzoña”. De ahí salió para las uñas de la prima y el planchado de nuestro cabello. Yo tenía 14. La cena era para ella un infierno en el paraíso; quería entregarse a la glotonería mientras la preparaba. Salivaba al meter la carne al horno e inhalar el olor de la mistela.

—Se requiere un espíritu bien fuerte para deshebrar el quesillo sin tragárselo a escondidas. Ayúdame con eso, acabo de ponerme las uñas, Miriam.

—En la cocina me dan comida, no cualquiera, la mejor. Piensan que estoy desnutrida—. Nadia torció los labios y dio palmaditas en mi estómago antes de irse a corretear a su perro rebelde.

De su madre sacó la facilidad para robustecer y recetas para bajar de peso. Años de práctica y dietas, como la de la luna, licuados de nopal con piña y perejil por la mañana, purgantes y el famoso té de “Las tres bailarinas”, que a tía Azucena le ocasionó problemas con el control de esfínteres y siguió recomendando en cada reunión. Nadia descubrió su secreto porque la tía corrió al baño más de una vez, le pasó calzones limpios y encontró algunos manchados en la basura y con aflicción lavaba otros. No fue a un médico.

Nadia contó cosas terribles, quizás por ser adolescente o chismosa, tal vez porque la tía agarraba las fiestas para quejarse de su hija mayor o la chantajeaba con que iba a morir por los corajes que le hacía pasar, los cuales eran: se rehusaba a cuidar a sus hermanos todas las tardes y limpiar la casa, los otros dos hijos eran haraganes. De todas maneras, algunos familiares la culparon de la muerte de la tía Azucena. Hasta cuchicheaban cuando Nadia estaba cerca: “Por su culpa murió”.

—Ve a la tienda y compra los hielos para el refresco —me ordenó Nadia, al regresar.

—Oye, te quedó muy buena la ensalada de manzana —le dije.

—No la probé —contestó fastidiada.

—La tía no te regañará por tus atracones —le respondí e intenté meterle una cucharada a la fuerza. Nadia la aventó. Los perros escaparon del cuarto, uno lamió el piso. Los pequeños pelearon por la cuchara.

—Ya no me cuida mi mamita. Dios la tenga en su santa gloria, la pobrecita. Si hubiera ido al doctor, hacía años que no visitaba al ginecólogo ni a ningún especialista. Le daba pena. La enfermedad se perdona a las viejitas, pero no a alguien de 40 años. Los médicos le indicaron, sin importar la dolencia, Doña Azucena, baje de peso’. No le creían, lloriqueaba diciendo: ‘es hereditaria, mi mamá era de huesos grandes, mis tías, sobrinas… mi hija’ —dijo con un tono cargado de cansancio y resentimiento.

—Yo no y casi ninguno de los primos o primas. ‘Las gordibuenas’ agarran cuerpazos, con dietas y ejercicio. Piernotas y chamorros identifican a nuestro linaje —le dije con sarcasmo. Las mías son flacas y peludas.

—Papá se burla: Piernotas, chamorros, ¿acaso son cerdos? Esas eran las conversaciones de adultos, doble sentido, bromas hirientes que me lastimaban —me dijo Nadia como si me estuviera regañando.

—Las demás disfrutamos comida gratis y abundante, nos vale eso de los kilos. Esperamos con ansias las piñatas en las que hay dinero, chocolates y paletas baratas; los alcohólicos, el alcohol, los niños, la pirotecnia y luego de los juegos artificiales, gozar del cielo y las constelaciones. Inventar nombres a las estrellas, imaginar las líneas blancas que se unen como si fueran un linaje. Tu mamá me daba muñecas y dulces —le dije.

Pero sí me daba cuenta de que para los chismosos Navidad es una convención de adictos al chisme y les gustaba comerse a la prima, porque la tía Azucena la ponía en charola de plata.

Quitando a los sensibles hasta los perros son felices, levantan migajas o rascan nuestras piernas. Disfruto las posadas. Abrazar a los abuelos y a la familia junta. Cantar; Zagales pastores… mientras quemamos chispita. Además, de chicas estrenamos ropa. Bueno, vamos a la paca y agarramos trapitos de segunda, tercera o cuarta mano. Recibimos regalos de los abuelos y algunos tíos.

Ese año, mi prima se puso bien buena. Entró al gimnasio, empezó una dieta. “Es todo gracias a la genética familiar, ya te va a tocar embarnecer”, me explicaba mi madre. “Tu tía Azucena tenía un cuerpo como el de Lyn May, antes de tener a Nadia. Luego sus pies se le hincharon como patas de elefante y la gordura le fue subiendo hasta los cachetes”. También Nadia me contaba esa leyenda, pero ni ella ni yo recordábamos o encontrábamos esos cuerpos de vedettes en las fotografías de su juventud. Me daba igual, pero me preocupaba mi prima, no podía comer ni una papita sin que la regañaran, incluso ahora con su mamacita muerta.

La razón más importante del cambio físico de Nadia fue la pérdida de mi tía Azucena. Mientras cocinábamos, confesó que en el funeral se iba a atascar de tamalitos y café. Las mujeres los sacaban de la paila y ella estaba por comerse el tercero, casi hirviendo, cuando el espíritu de su mamá movió la cabeza de un lado a otro para impedirlo. En ese momento, el Buitre lloró y no paraba. Una vecina se puso a rezar.

—Supe que era mi difunta madre por el olor a talco Maja y porque frente a mí había una especie de sombra con la complexión exacta de ella. Sentí su presencia y esa sensación de inseguridad, de me va a regañar o reclamar algo —dijo Nadia con voz quebrada.

—La tía nunca fue mala. Me entregaba muñecas cada año. La crees así para no cargar con la culpa de su muerte —le respondí con cierto disgusto.

—No es mi imaginación. El perro sollozó desde un día antes de la muerte y siguió siete días. Se hizo de mala fama porque cuando murió el carnicero que le regalaba sus huesitos, también lloró una semana y empezó un día antes. El pobre especuló que se le había atorado el hueso y por eso se quejaba. Se corrió el rumor.

—¿Nadia, es cierto?

—Tal vez. Los suyos no parecen aullidos, se escuchan como una mujer que sufre y se lamenta a escondidas en un cuarto vacío, que en su situación de soledad se alimenta del dolor.

—Debes ir a las constelaciones familiares. Te ayudarán a sanar tu linaje materno y la relación de odio y amor con tu difunta madre. ¿De qué murió la tía?

—Miriam, no sé. La familia cuida de sus enfermos, pero aquí no nos dio tiempo de despedirnos. Se murió y ya.

—¡Nadie muere y ya!

—Tal vez la mató la diabetes, algún tratamiento de belleza, se inyectó biopolímeros en los labios y no sé qué ácido para quemar las lonjas.

—O un coraje como decía —le contesté.

—O el esfuerzo por ir a clases de zumba. También sospecho que fue alguna pastilla que se metió, el Piñolep o productos raros.

La tía, desde que Nadia era chiquita, la purgaba para que no engordara. Una vez me quiso dar una cucharada de aceite y hui. Esto que voy a contar no lo repitas. Dice Nadia que era bulímica, desde chiquita, su mamá la cachó y le pegó. Le dio malos consejos, que era mejor no comer, ella siguió con su problema, estaba enferma. La internaron, eso nunca lo contaron en la familia, hay mucho que callan, una se entera. Regañaron a la tía y las mandaron a la nutrióloga y a la psicóloga. Nada más llevaron a Nadia, un tiempo.

La tía Azucena la culpaba de ser gorda, de que la hacía enojar y por eso le dio diabetes e hipertensión. Nadia se sentía culpable. Diría que eso de que su mamá la vigilaba después de muerta, era exageración, o locura, sin embargo, en la cena pasó algo que nos puso la piel chinita.

—Qué importa si subo de peso o bajo. Estoy enferma y no quiero quemarme la garganta por el vómito. Ni pretendo contar calorías o hacer chistes pendejos de mi cuerpo, porque sí lo quiero y es mío —dijo Nadia, quien oyó eso de Camila Cabello y se inspiró. Aunque la tía tenía traumas, quería a Nadia, por eso la cuidaba.

La prima agarró papitas de la mesa, se sirvió un vasito de mistela, chocolate, se metió un puño de cacahuates y siguió picando de todo. El tío, espantado, la mandó a traer más botana.

—Hijita, pon patitas envinagradas.

—Déjala comer, al rato que siga sirviendo. Ayúdale, Miriam —indicó mi mamá recién llegada del salón de belleza.

La prima se metía tostadas y botanas. Acabó la ensalada rusa y tomó varios vasos de refresco. Absorta en el vacío, como si alguien la observara, dejó la tostada a la mitad. Pálida, su nariz ancha se abría y cerraba. Corrió al baño. “Esta va a vomitar” deduje y la seguí. Puse mi oído pegado a la pared, como dije, mi familia es chismosa. Junto a mí estaban mis sobrinitos, poniendo la oreja en la puerta del baño y hasta los perros que se salieron del cuarto tenían las narices metidas en las ranuras. Por más que hacía señas de que se fueran, me ignoraban. La luz se apagó. La música a todo volumen dentro de la casa paró, también la del arbolito de navidad.

Nos salvaron las velitas para pedir posada. Le toqué y abrimos por la fuerza, percibimos una sombra oscura alrededor de la prima abrazada a la taza de baño. El perro empezó con sus ruidos raros. Se me revolvió el estómago.

La luz volvió. El Buitre seguía bramando junto con los cachorros de la casa y de los vecinos. Escuchamos decir “¡Adiós, mamá!” mientras bajaba la palanca. La prima había vomitado, dijo que al principio la invadió el miedo, luego hizo las paces con su mamá. Los niños corrieron y contaron que el espíritu de la tía Azucena estaba con nosotros. Mi mamá gritó que era un milagro, su hermana estaba ahí en un día tan importante, lleno de unión familiar.

Del baño salió Nadia a dar su testimonio, luego de lavarse las manos.

—Sentí a mi madre, sabe que algunos me culpan de su muerte y dice que eso está mal. Ella me ama y no se podía ir sin decirme que no fue mi culpa. Me quiere y espera que ustedes también lo hagan y me dejen de criticar y al cuerpo de los demás.

Si no fuera por la presencia de la sombra y el perro que no dejaba de aullar diría que fue mentira. Sin embargo, en la mesa ya no se habla del peso, dietas y cirugías, seguimos buscando constelaciones en el cielo. Así sanamos.

El árbol de manzanas

El árbol de manzanas

Por Catalina Ishtar

 Se acercó al árbol y tomó entre sus manos la que se veía más crujiente para después girarla tres veces y separarla del tallo.

Chris podía sentir el frío navideño al acercarse a la ventana. Se levantó tarde; ese día tendría guardia. Tomó un pan tostado de la mesa, puso un poco de salsa de raíz de rábano picante y colocó la lengua entre el diente y el labio en señal de protesta al encontrar migas de pan de centeno en la mantequilla. Deslizó el cortaquesos sobre las tostadas, las aderezó con cuatro rodajas de pepinillos y se sirvió un vaso grande de leche con un 3% de grasa. Al dar un sorbo al café, notó una creciente sensibilidad en los dientes, probablemente causada por la cafeína.

—Te has terminado la leche.

—Sí, lo sé. En veinte minutos puedo manejar hacia el supermercado; mi turno comienza hasta las 7 p.m. —Salió de la casa con cuatro capas de ropa, impermeable, casco y estrenando las muñequeras que Lia le había regalado en su cumpleaños.

Durante dos décadas, recorrió en bicicleta el trayecto hacia su trabajo, memorizando cada rincón del camino hacia el supermercado. Ingresó a la escuela de policía a los diecinueve años y no existía nada que anhelara más que usar el uniforme. No tuvo tiempo de rebelarse; su juventud no había sido fácil, pero últimamente, desde la detención de ese joven palestino, sentía la necesidad de replantear lo que consideraba correcto.

A los dieciséis años, Yussef ya ostentaba una barba notablemente prominente para su juventud, pero que armonizaba con sus raíces árabes. Aunque había nacido en Lund, sus padres provenían de Palestina, confiriéndole a Yussef una identidad física y cultural marcadamente distinta. A pesar de haber venido al mundo en Suecia, cada vez que afirmaba ser sueco, experimentaba una incómoda sensación que lo llevaba a desentrañar el origen de sus rasgos. La senda de las pandillas, inaugurada por su hermano, pronto también se extendió hacia él.

A pesar de que la policía sueca tenía serios lineamientos sobre no intervenir mucho en disputas entre pandillas, Chris ese día hacía rondines por Rosengård en respuesta a una llamada de violencia doméstica, suceso típico en fechas navideñas. Las calles de uno de los barrios más peligrosos de Suecia, lleno de puntiagudas flores secas “hasthov” y ladrillos antiguos del arquitecto Thorsten Roos, servían de escenografía para mostrar el cuerpo desangrado de Yussef. Chris se acercó al chico mientras llamaba por la radio y se percató con tristeza lo joven que era.

Camino al supermercado vio cómo un coche perdía el control y chocó contra un poste, bajó de la bicicleta y corrió a ayudarlo. Estuvo ahí hasta que la ambulancia llegó, olvidó la leche en el césped de la acera y cuando regresó a casa tomó el camino corto porque quería robar una de las manzanas del árbol atemporal que su vecino tenía al frente de la casa. La escondió en su chamarra y siguió su camino.

La cena de Navidad se convirtió en una comida, ya que tenía que comenzar su turno a las 7 p.m. Era la primera vez que no pasaba Navidad con su familia y también la primera vez que la familia de Yussef no pasaba la Navidad con él.

Sentado en la mesa observando a los invitados, su mirada perdida, no quería hablar de más sobre ningún tema. Se había acostumbrado a no compartir información de su trabajo. El vino caliente navideño, el olor del arenque con clavo, cóctel de camarones, tostadas con salmón, galletas de jengibre, pan de azafrán. Escuchaba atento las historias navideñas que contaban, ¿quiénes eran esas personas invitadas a su mesa? No dejaba de pensar en el futuro que pudo tener ese chico. Lia tomó su mano, sabía cuando pretendía estar pero fallaba. Apretó su mano y se acercó un poco hacia ella susurrándole al oído:

—Hoy robé una manzana de Lars.

Dime, Niño, de quién eres

Dime, Niño, de quién eres

Por Crista Aun

Con su hijo en brazos y envuelta en una nevasca, la joven entra al cuarto donde vive. La multitud enfrascada en compras de último minuto, la cantidad de pesebres navideños y la algarabía de las fiestas incrementaron su agobio. Pone a la criatura sobre el colchón; a su lado, vacía la bolsa de friselina que le obsequiaron. De entre las prendas rescata un cobertor. Arropa al pequeño. La impresión del infantil pingüino con bufanda y gorra es insuficiente para aclarar su mente. Sus dientes castañetean, tiene los labios partidos, las manos entumecidas y el estómago vacío. El bebé llora. Le ofrece pecho, es inútil. Lo mece cantando como hacía con sus muñecas:  Dime, Niño, de quién eres, todo vestidito de blanco. Dime, Niño, de quién eres, todo vestidito de blanco.

El viento silba entre las copas de los árboles y los cristales se escarchan. El calentador no enciende, tampoco la bombilla del techo.  

Recorre el cuarto de lado a lado. Su desesperación se acumula tanto como la nieve en las calles. Se mira al espejo, odia el paño en las mejillas, lo opaco en su mirada, la incertidumbre, la imposibilidad de volver en el tiempo. Como los destellos de las luces multicolor que iluminan los escaparates, recuerda el rostro de su abuela, el calor de hogar y las risas de las que algún día gozó. Los berridos la exasperan. La frazada le calienta los brazos y aprieta al bebé. La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va. Y nosotros nos iremos y no volveremos más. Es ella quien no tiene a dónde volver, el hambre y la violencia la obligaron a huir sobre vagones oxidados. Hunde la nariz en la cobija y cubre el rostro del niño. No lo besa. El olor a polvo la insulta, la suavidad de la prenda aviva su impotencia. Lo abraza con fuerza.

Sentada en la orilla del colchón, se balancea absorta. La humedad le recorre la espalda como una gélida caricia. La pegajosa canción no se desprende de sus labios: Dime, Niño, de quién eres, y si te llamas Jesús. Soy amor en el pesebre, y sufrimiento en la cruz. La repite sin advertir el paso del tiempo; después, conforme la noche se pone y la nieve blanquea la ciudad, se la susurra con la cara húmeda y los labios temblorosos. Resuenen con alegría los cánticos de mi tierra. Por fin silencio. Su mundo reducido al insignificante cuarto de paredes desnudas y alacena vacía. Los huesos le duelen, la cama cruje. Y viva el Niño de Dios, que nació en Nochebuena. El sueño la vence acurrucada junto al pequeño.   

Despierta sobresaltada. La luz de la calle apenas la ilumina. El viento golpea la ventana y el villancico retumba en su mente como un castigo. Soy de la Virgen María y del Espíritu Santo. 

Abre la frazada. El niño está tibio, duerme sereno. Feliz navidad, le desea, esfumando los pensamientos que la invadieron durante la víspera.

Ponche y máscaras

Ponche y máscaras

Por Vilma Domínguez

Roberto lleva en la mano una botella de vino, Julia, con la cabeza baja apresura el paso, intenta seguirle, pero el cuerpo alargado del hombre, de piernas flacas y ágiles lo hace imposible. El frío es húmedo y la mujer estuvo a punto de caer en varias ocasiones sin que él lo notara.

   —Sabes que odio llegar tarde, mi jefe de seguro está en la oficina, tendré que presentarte con todos—. Dijo Roberto, al entrar en el elevador.

   —Puedo regresar.

   —No seas tonta, saben que te invité y pasaría toda la fiesta disculpándote.

    Cuando abrieron la puerta de cristal, Julia sintió el eco de voces dirigirse hacia ellos.

    —¡Qué bueno que llegaste, cabrón! Estos están más serios que en misa.

    —Mucho gusto, soy el licenciado Romero.

    —Claro, mi esposa Julia.

     Caminaron por la oficina decorada con muérdagos, pinos, santas y otros personajes. Paraban en cada grupo y seguido del entusiasta recibimiento, en algún punto, alguien se presentaba con Julia y Roberto asentía: mi esposa. Después de varias vueltas, la mujer tomó un vaso con ponche y se sentó en una de las sillas.

     En casa, Roberto era de lo más antipático, amanecía enojado, comía enojado y se acostaba refunfuñando, pero ahí era un hombre ligero, casi correspondía su levedad al cuerpo de junco con el que llevaba diez años casada. Ese era un extraño, porque ella no lo conoció feliz y fue cambiando con el paso del matrimonio. Julia se casó sabiendo que no era un príncipe, ni siquiera un buen conocido. Aceptó su propuesta, cansada de escuchar los lamentos de su ahora difunta madre. Mi única hija, solterona, qué estaré pagando yo. Esa era la cantaleta que crecía en casa desde que cumplió veinticinco años. A los treinta y tres, entró de la mano con el desteñido de Roberto y dos años después murió su madre, con una sonrisa que confundía a todo el que se acercaba al féretro.

     Dejó la silla para tomar unos bocadillos y regresó a su puesto, desde esa esquina aquello era una obra de teatro, Roberto contaba chistes, abrazaba a sus colegas y hasta cantaba canciones que nunca le había escuchado, de hecho, en casa, el silencio era casi ley, Julia prendía la radio cinco minutos después de que se cerraba la puerta, eso le daba la seguridad de que Roberto había alcanzado el camión en la esquina y que no lo volvería a ver hasta las dos de la tarde, a las tres y media repetía el gesto y así día tras día. Cuando en ánimos de mejorar la convivencia, es esos momentos que uno piensa que carga la buena racha, se le ocurría prender la radio, él, sin explicación, alargaba su esquelética mano dándole fin al intento. Por todo aquello, Julia abría muy grandes los ojos, como esferas plateadas y se hacía más chiquita sobre la silla.

    —Me llamo Claudia, soy la contadora ¿gusta algo más fuerte? Las fiestas de Navidad se extienden hasta la madrugada y un traguito las hace llevaderas. Nadie se va si no sale el jefe, no es regla, pero a él le gusta dejar el ambiente prendido y luego soltarnos, eso es lo que cada año repite, ya lo verá. Siempre nos preguntamos ¿Por qué nos desaira la esposa del “Chispa”? ¿Sabe que le dicen así? Es de buena fe, nos cambia el humor cada que llega. Entonces, ¿un traguito? Tenemos mezcal y vino.

    —Si, gracias. Vino por favor.

   Claudia regresó con un vaso hasta el tope para ella y otro para Julia. No tenían mucho de qué hablar, Julia fue maestra pocos años y desde que se casó pasaba el tiempo en casa atendiendo a Roberto; Claudia hizo unos intentos más y terminó por disculparse para hacer una llamada.

    En su silla, con el espectáculo que el “Chispa” le ofrecía, los pensamientos de la mujer iban y veían agitando el vino que fermentaba su sangre ¿Para qué le había propuesto matrimonio si con ella todo era amargura y silencio? ¿Cuántos años más le esperaban de lo mismo? ¿O era una nueva etapa en la que él le revelaba su verdadero yo y ahora pondrían la música a todo volumen? Imposible, aquel extraño solo le mostraba que era feliz, que le hizo un favor y que mientras ella vivía de puntitas, él se comía el mundo a carcajadas.

    Después del esfuerzo de Claudia  por integrarla no hubo otros, las pocas mujeres evitaban su mirada y los hombres pasaban de largo por miedo a que les bajara el alcohol con su presencia sombría. Dieron las once, la una, las dos, y se cumplió el oráculo. El jefe de Roberto, un pequeño regordete rojo de borracho, pronunció su discurso, agradeció a cada uno y en especial “Al Chispa”, porque sin él la Navidad no sería la misma, luego se disculpó: “Ya los encaminé, ahora los suelto para que la pasen mejor, sin el lobo en la casa”.

     Para ese entonces, Julia se había servido varios vasos más y Roberto, pasados unos minutos, se acercó a su lado.

    —Ya nos vamos. Mínimo despídete, has pasado toda la noche con tu jeta. 

    Salieron del edificio y regresaron sobre sus pasos, ahora, un poco tambaleantes, pero con la misma distancia, él delante de Julia cortando el viento. Mientras caminaban en las calles solitarias, Julia sintió el hueco en el estómago que puede dejar el silencio, no pasaban coches y la mayoría de las personas dormían a esa hora. Roberto giró la llave y sin cambiarse se dirigió a la cama. Julia, por su parte, vibraba, sentía como si los años a su lado se le hubieran regresado al cuerpo. Tomó una maleta pequeña, metió en ella lo importante y dejó la casa en busca de todos los sonidos que el tiempo junto a Roberto le habían quitado.

Social media & sharing icons powered by UltimatelySocial