Tamales de carne enchilada

Tamales de carne enchilada

Por Fernanda Meraz

Veo a Yola sobre sus rodillas, empinada en una tina grande que reposa en el piso. Bate a mano la masa de maíz. Pienso que el homenaje se pasa de dramático. ¿Qué buscará con esa devoción? Una cosa es hacer tamales y otra que sean al estilo abuela villista.

Es la segunda vez en dos décadas que nos juntamos las tres a preparar tamales. Y en casa de Yola, eso es nuevo. La primera fue diez años después de que papá murió. No nos atrevimos antes. Asiduas a la cocina, es claro que no somos. Yola sí, pero lo cierto es que no prepara sus delicias para invitarnos. Debo decir para invitarme a mí. Sé que a Emma la busca de vez en cuando para verse.

En mi retórica mental, siento que Yola y yo nos amamos profundamente, pero ella prefiere quererme de lejos. Tengo un par de sospechas sobre la causa, aunque son elucubraciones mías, motivadas por mis propias culpas.

La causa que encuentro más clara es de la época en que murió papá. Ese año entre las tres asumimos los cuidados de su deteriorada salud. Padecía insuficiencia renal y en enero había sufrido una caída que ocasionó la fractura de dos costillas. A sus ochenta años durmió sentado varias semanas por el dolor que le causaba respirar acostado. Se recuperó, pero la fragilidad de su cuerpo aumentó. Debido a los cuidados que necesitaba, papá se mudó a una residencia para ancianos. Fue una decisión difícil, sobre todo hablarlo con papá. Entre todos nos esforzamos para convencernos de que era la mejor opción: tendría enfermeras las veinticuatro horas, una dieta muy cuidada, actividades de estimulación, médico especialista. ¡Qué más puedo pedir!, exclamó papá.

Todavía hoy recuerdo el lugar y lucho por expulsar la sordidez de mi memoria. Repaso todo lo bueno, como una checklist de autoconvencimiento: la sala en el segundo piso donde charlábamos; el balcón con vista al jardín en el que le gustaba que camináramos ida y vuelta un montón de veces; el jardín mismo con su gran fresno y multitud de bugambilias en donde nos sentábamos, bajo la sombrilla de la mesa blanca, algunas mañanas soleadas; la habitación con sus muebles y objetos preciados: el silloncito de lectura, los álbumes de fotos, los retratos de mamá, la cama individual, que no era la suya, con el odiado barandal (recuerdo deprimente que se ha colado entre lo bueno). Otro malo: los entrepaños del clóset llenos de paquetes de pañales, papel higiénico, toallitas húmedas y medicamentos.

Fueron meses de dedicación y cercanía con mi padre. Había echado al saco de la basura viejas heridas y resentimientos contra él. En su fragilidad lo amé como no lo había hecho antes. Y él también me amó mucho, con plena confianza y entrega.

Una embolia cerebral lo condujo al quirófano la mañana del 24 de diciembre. El día anterior había amanecido aletargado, arrastraba la lengua al hablar y sus movimientos eran torpes. Después de estudios y análisis clínicos, el neurólogo nos habló de la suerte de que el coágulo pudiera operarse. Así lo creímos. Pasamos Nochebuena en la sala de espera de cuidados intensivos. La angustia me carcomía, estoy segura que a mis hermanas también, pero nos mantuvimos bromeando, riendo al recordar anécdotas con papá y su ingenio para poner apodos. Ya en su vejez, entre nosotras a él le decíamos Suri, por la manera en que inesperadamente detenía la marcha y observaba a su alrededor como un vigía. Un auténtico suricato.

A las cuatro de la mañana, tomamos turnos para entrar a verlo. Era una criatura minúscula con la cabeza vendada y enchufado a tubos y aparatos que piaban lastimeros. Con mis manos cubiertas de latex sujeté los dedos lánguidos de su huesuda mano amoratada. Solo sentí frío. Cuarenta y ocho horas en cuidados intensivos. Dos días en la sala de espera, a ratos en la gélida cafetería del hospital. Me aparté un momento de mis hermanas para llamar a Gina, nuestra amiga y vecina de la infancia. Siempre juntas. Papá se muere, dije entre mocos y toses de llanto desbocado, creo que debes venir a despedirte. Te advierto que mis hermanas no saben, pero tienes derecho. Pasé por ella al amanecer, la dejé en la puerta del hospital y me fui. Vagué horas por la ciudad, sin rumbo. Entrada la noche regresé, mi padre había muerto.

No me ofrezco a batir la masa a sabiendas de que Yola me dirá lo mismo que mamá solía responder: tú no porque eres zurda y la cortas. Echo un vistazo a la cocina y veo que ya ha preparado varios guisos; sin carne, por supuesto. Desde hace tiempo si ella es vegetariana, el mundo también. Me pregunto cómo sabrá esa masa sin caldo de cerdo. ¿Y sin carne enchilada?, si de eso se tratan los tamales estilo Suri. En fin.

            —Yola, ¿pongo a remojar las hojas de maíz?

            —No hace falta, eso lo hice ayer. Mejor sírvenos un mezcal.

            —¡Ya vas! ¡Buah!, no hay tobalá, el que más me gusta.

            Apenas lo digo y me arrepiento.

           — A mí me encanta el espadín. Pruébalo, está muy bueno.

            —Sí, lo sé. Perdona, sonó a reclamo pero no fue mi intención. ¿No haremos los famosos tamales de carne en chile colorado? Me hubieras dicho y yo la hago.

            —No hacía falta, Emma la va a traer. Ya no debe tardar.

Preparo la mesa para envolver los tamales. Al centro el espacio para la tina de masa. Alrededor las cacerolas con los guisados, cucharas para cada quien y un par de recipientes con las hojas remojadas.

Emma entra, me sorprende que no llama a la puerta sino que usa su propia llave. Detrás de ella, Gina. ¿Gina viene a preparar tamales?, me digo, ¡qué sorpresa! Todas saltamos de júbilo, nos abrazamos y nos decimos cuánta alegría nos da volver a estar juntas.

          —Sírvenos más mezcal, Lú, dice Yola, anda, que quiero brindar por ti.

           — Y mira, no hay homenaje sin carne enchilada, dice Emma mostrando un paquete con el guiso.

            Levantamos nuestras copas y es Gina quien dice: ¡Salud! Porque estamos juntas para homenajear a papá esta Nochebuena.

5 comentarios

  1. Delia Beatriz González

    Fernanda, es un cuento profundo, delicado. Tiene exquisitos detalles de espacios, personajes y sus sentimientos. Como argentina no puedo imaginar el sabor de esos tamales, aunque los tuyos lograron derrotar el dolor de la muerte.
    Te admiro profundamente, y amo tu escritura.

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