Historia de Navidad

Historia de Navidad

Fabiola Morales Gasca

Odio la Navidad, me parece una temporada espantosa donde el dinero se gasta a manos llenas sin sentido alguno, tiempo de compras innecesarias, ropa espantosa con colores de duende y donde nos engañamos dando el amor que deberíamos darnos durante el resto año. Ante la pregunta de los compañeros ¿A ti qué te gusta de la Navidad? Obvio que tengo que fingir siempre. Nadie quiere ser identificado como el famoso personaje cascarrabias y quejumbroso inventado por el Doctor Seuss.

—¿A ti qué te gusta de la Navidad?—Me vuelve a repetir insistente Nora ante mi letal silencio.

— Yo amo la cena, los regalos, el arbolito de navidad con sus alegres adornos navideños y por supuesto las vacaciones— dice uno de mis compañeros con una “alegría contagiosa”.

Y si lo menciono entre comillas es porque por más que busco las razones precisas para entusiasmarme, no lo logro. Que felicidad es poder escabullirme de mi salón y lanzarme a las calles lejos de su detestable espíritu navideño. Anhelo desaparecer o ser invisible como un fantasma caminando entre ellos. Deseo atravesar paredes y no hablar con nadie. 

—Ese Camilo, eres un pendejo. Vale nada que estés en el cuadro de honor, lo buey no se te quita— Me grita uno de mis compañeros cuando me ve salir de la escuela. Pienso que el pendejo es él mientras camino aprisa rumbo a la salida.

—¡Déjalo! ¿No ves que es un puto? —Acelero el paso, no quiero problemas.

Tal vez si no fuera tan flaco le partía toda su madre, tía y hasta abuela. Siento una rabia infinita. Alcanzo a ver a Nora  agitando su mano y sonriéndome. Lamento mucho no despedirme. Quiero evitar problemas, no quiero hacer el ridículo frente a ella. Ya tendré tiempo de escribirle un mensaje.

—¡Mariquita!¡Mariquita! —Es lo único que escucho en coro hasta desaparecer de la calle.

En el autobús me replanteo la pregunta: ¿Qué me gusta de la Navidad? Pienso en el brillo de las luces de bengala, en su hermoso chispoteo de fuego. Pienso en los colores de las piñatas, en los dulces dentro de sus entrañas, en los aguinaldos atiborrados de cacahuates. Cierro los ojos para susurrar el antiguo canto de las posadas navideñas. Me agrada mucho el latín Pater de cælis, Deus, miserére nobis./Fili, Redémptor mundi./Sancta María. Ora pro nobis./Mater Christi./Mater Ecclésiæ./Mater Misericordiae./Mater divínæ grátiæ./Mater puríssima./Mater castíssima. Ora pro nobis. Ora pro nobis ¿Quién caramba sabe latín en estos días? Sólo los ancianos que cantan mientras las lenguas extensas de las veladoras al pedir posada les iluminan sus rostros esperanzados. Sé que en la escuela y en mi casa me ven como el bicho raro porque me niego a hablar mucho. Yo sólo hablo lo preciso. Me niego a convivir con la gente. Si obtengo buenas calificaciones es porque no me queda de otra. Mi padre es estricto, siempre está pendiente de mis calificaciones para tener pretexto de ponerme a trabajar en la fábrica dónde él está, porque según así me enseñaré a ser hombre. No entiende que si me niego a hablar es porque no hay nada interesante que decir o  escuchar, no hablo con personas que dicen que no les gusta leer, considero que los libros son el mejor refugio para los solitarios como yo. Aunque tengo pocos en casa, me gusta sacarlos de la pequeña biblioteca escolar, así es como he leído algunas cosas interesantes. Esteban dice que jamás me voy a coger una chava si me la paso hablando de libros, que esas son cosas de puto, pero supongo que eso no es importante. Ni tan importante como la Navidad que celebramos cada año en casa.

Madre siempre quiso tener hijas, pero no pudo. Sólo tuvo al inútil de mi hermano y a mí.  Esteban no apoya en nada, es una réplica pequeña de mi padre, un exigente en todo, siempre tomando cervezas y rascándose la panza. Aunque la verdad es que yo no quiero saber nada de cosas de mujeres, soy el que paso más tiempo con ella y como quiero mucho a mamá la apoyo lo más que puedo. ¡Camilo acompáñame al mercado! Veme a traer Cilantro. Compra la tortilla. Ayúdame a subir el garrafón. Por favor compra papel aluminio. Carga el gas. ¡Vigila que no se queme la sopa!…  Son las conversaciones entre mi madre y yo. Ella apenas si me escucha cuando le hablo de la escuela, la pobre ni siquiera terminó la secundaria porque se jodió el asunto cuando conoció a mi padre y la embarazó. Siento mucha pena por ella. Cuando me llega a preguntar que cómo voy o cómo me siento, prefiero evadir la respuesta. No vale la pena angustiarla ante mi falta de amigos.

Decir diciembre no significa nada, sólo es permanecer en casa aburrido, ayudando a madre. Enojado porque Esteban no hace nada y se la pasa molestándome. “¡Maricón! Le voy a decir a papá que te lleve con una mujer para que te enseñe a ser hombre. Te hace falta conocer un burdel”. Maricón es su palabra favorita para describirme y fastidiar, como si necesitara ser hombre para entender que mamá está agotada. Cuando son vacaciones tengo mucho quehacer doméstico no como él que nada más se la pasa viendo porno y jalándosela frente a la computadora. Mi padre exige a madre que guise para un ejército. Ajá, el ejército de gorrones de tíos, primos, hasta sus esposas y novias incapaces de apoyar. Para mí la cena significa vueltas con madre al mercado, montones de gente que compra en los puestos como si fuese el fin del mundo y cargar bolsas y bolsas en la incomodidad del transporte público hasta llegar a casa. Luego allá todo es una chinga porque ni hermano ni padre ayudan. Yo veo tan cansada a madre que busco complacerla en todo. Navidad siempre pone las cosas peores, siempre peores conforme pasan los años ¡Cómo quisiera que ardiera el mundo en estos días!  

¡Camilo ayuda! Grita papá como loco. Pelar papas, hervir la fruta, cocer el pavo, hace ensaladas, freír chiles es insoportable. Me alegra no ser mujer, seguramente ya hubiera enloquecido, con razón a mi padre le gusta hacerse el tonto en el baño mientras cae la noche y empieza a llegar su familia mientras madre hace todo. Él nunca prepara algo es incapaz de levantar su propio plato, lo odio. Cuando los tíos llegan a dar el abrazo, padre se esponja como  guajolote mientras su orgullo se engrandece invitando a cada uno a sentarse a la mesa. Como si no supiéramos que sólo llegan a gorrear la cena. Cuando todo está servido y están sentados, observamos la televisión y la celebración en distintos lugares del mundo. Me gusta imaginar que celebro feliz con luces de bengala y villancicos en un algún lugar remoto con Nora, claro yo nunca obligaría a ella a servirme. Nunca sería tan vil como lo es mi padre con madre.

Con mi padre siempre hay que esperar lo inesperado. Es tan voluble y frágil en su ego “Adriana, sirve más refresco”, “Tú Camilo, trae hielo”, ”Órale, maricón, apúrate, ayuda a tu madre”. Siempre escuchando sus quejas “¿Qué hice para merecer un hijo amanerado? Eso pasa cuando las madres consienten mucho a sus hijos ¡Ahí están las consecuencias Adriana! Eso pasa por tenerlo pegado a tus faldas”…  Y entre quejas y burlas me toca siempre acarrear no sólo desde la cocina al comedor la comida para atiborrar a su fastidiosa familia sino además llevarme las bromas pesadas de tíos y primos. Yo soy siempre su botana. Cada navidad es igual. Este año no pinta nada diferente, todos beben y comen hasta el cansancio. Una a una las botellas de alcohol se acaban. Mis tíos y mi padre se enfurecen por nada, se pelean por cosas del pasado, por su amarga infancia, por la casa de la abuela, por una herencia inexistente y mal gastada. Se gritan, se maldicen, se rompen no sólo las cosas que se hallan a su paso sino la poca moral y ánimo existente. Madre y yo guardamos silencio, los dejamos hablar como los locos que son, ella siempre dice que “a chillidos de marrano, oídos de carnicero, o lo que es lo mismo a boca de borracho oídos de cantinero” y se la aplicamos bien, deprimidos nos volvemos sombra en la pared y desaparecemos aunque los platos y vasos sucios esperen agotados sobre el mantel navideño que con tanta ilusión se puso horas atrás.

Estoy cansado de tanta pendejada, de que siempre terminemos encerrados en nuestra habitación con el espíritu tan vacío después de haber trabajado tanto. Estoy cansado de que no tengamos una noche tranquila comiendo aunque sea algo sencillo y sin presión alguna. Estoy harto de que me griten que soy un marica, que Esteban desaparezca para largarse con alguna de sus novias para demostrar su hombría y nos deje a nosotros el paquete de cuidar a la familia de mi padre. Me niego a ser responsable de ellos. Estoy exhausto de limpiar, de ver a mi madre llorar en silencio, despreciada y arrinconada en su propia casa. Estoy harto ¡No puedo más! Cierro todas las ventanas aunque la casa huela a vomito de borrachos, a odio recalcitrante. Decidido voy a la cocina, abro las parrillas de la estufa en su máxima potencia y espero un prudente tiempo. ¡Al carajo todo! Quiero una blanca navidad. Enciendo las luces de bengala mientras me repito una y otra vez ¿A ti qué te gusta de la Navidad?

Foto de una noche invisible

Foto de una noche invisible

Rosa Vázquez del Mercado

El paseo inició al ir a  recoger a mi papá cerca del Bosque de Chapultepec, circulamos por la Avenida Reforma justo cuando colores ocres, naranjas y grises teñían el cielo hasta tornarse en la oscuridad de la noche.  Miramos por la ventana los adornos luminosos que subían y bajaban de intensidad, los faroles bañados con nieve artificial colgados de los postes. Gritábamos  unos y otros.  “¡Miren, ahí se ve la estrella de Belén!  ¡Allá vienen bajando las estrellas con los tres Reyes Magos!”.

Mis padres planeaban el evento con anticipación, llegado el día, mamá esperaba pacientemente el atardecer para  subir a sus siete hijos al “lanchón”.  Así apodábamos al Oldsmobile 59 color vino  que se movía como lancha a la deriva, en el que viajábamos acomodados como en un plato de flautas. El paseo consistía en circular por la iluminada avenida de la Reforma, llegar a la Alameda Central, pasar por el mercado a espaldas de Bellas Artes para comprar el pino, musgo y heno para el nacimiento,  una piñata para la posada y culminar en los churros de El Moro. 

Al llegar a la Alameda Central, descendimos para caminar entre la romería buscando el escenario perfecto para la foto del recuerdo. Los nueve, tomados de la mano, yo en quinta posición, caminamos en fila india entre la multitud, topándonos con camellos, caballos y elefantes de fantasía, pastores, belenes, piñatas y arbolitos con esferas iluminados de colores. Vimos uno que otro trineo con renos de largos cuernos en forma de ramas y Santa Clauses panzones con mejillas rojas y largas barbas blancas de algodón.

Mi mamá eligió el espacio para la foto.  Le  gustó uno que tenía el elefante, el camello y el caballo que montaban los Reyes Magos para llegar a Belén. Con ayuda de los mismísimos Melchor, Gaspar y Baltazar, subimos al escenario elegido, nos acomodamos por estaturas en la banca, los más pequeños  en el regazo de los grandes y los magos a nuestro lado mostrando sus brillantes capas. Esperamos la señal del fotógrafo para sonreír a la cámara al tiempo que la luz del flash nos encandilaba por unos segundos.

El dulce olor de azúcar y de galletas nos hizo  detenernos para pedir a papá que nos comprara golosinas.  Cucuruchos de galletitas recién salidas del comal y cuatro palitos de algodón rosa de azúcar compartimos entre todos. 

Siguiendo las instrucciones de mi madre,  nos tomamos de la mano y avanzamos como una serpiente entre la multitud. Se escuchaba música, risas y gritos.  A través de los altavoces colocados en lo alto de los postes del parque, se invitó al pueblo guadalupano al desfile en la explanada principal.  Papá y mamá se estresaron con el ajetreo,  nos contuvieron alrededor de un árbol mientras pasaba la gente hacia la explanada. Se escuchó música a todo volumen y  exclamaciones de admiración por las luces de los fuegos artificiales que explotaron en el cielo.

Yo moría de ganas de ver lo que estaba sucediendo, la curiosidad me hizo brincar, pero no alcancé a ver nada.  Vi una rama fácil de trepar y no lo pensé dos veces, salté, subí hasta  alcanzar a ver el espectáculo.  Me acomodé en la rama  hipnotizada por la música y las luces, emocionada al ver bailar y cantar a enormes muñecas, osos de peluche y soldaditos muy derechitos con su tambor. También salió un trenecito lleno de regalos que giraba sonando campanas mientras caía nieve sobre su pista. Canté desde el árbol con ellos “Campana sobre campana y sobre campana una”. Aplaudí contagiada por la alegría de la gente. Cuando terminó la música, miré  hacia abajo y ya no estaba mi familia junto al árbol.  Traté de divisarlos entre ese mar de gente pero solo vi  globeros con enormes racimos,  señores cargando palillos de esponjado algodón rosa de azúcar, muchas luces y disfraces.  Grité desde la altura con mucho miedo: ¡papá!, ¡mamá!   Entré en pánico, sentí que la panza se me subió hasta el corazón.  Alcancé a ver que a un lado de la explanada había una mesa con bocinas.  Una señora con un gafete colgado al cuello y un megáfono en la  mano animaba al público a bailar en el centro de la pista junto al enorme árbol navideño. 

Bajé del árbol temblando, me encontré con un camino a la derecha y otro a la izquierda,  no supe cual me llevaría hacia la señora del megáfono.  Canté en silencio dirigiendo mi dedo índice: “De tin marín, de don pingüé…”.  Tomé el camino ganador entre codazos y empujones hasta llegar a la señora, me paré frente a ella y sollozando solo atiné a decir:  

—Estoy perdida.  

Entre la música y el bullicio, después de responder a sus preguntas, entre uno y otro sollozo, se escuchó el anuncio:

—Atención, aquí tenemos a una niña extraviada.  Viste falda a cuadros y suéter azul.  Dice tener siete años y llamarse Vicenta. Su padre se llama Atanasio y su madre Juana.

Y luego, mirándome a mí, me indicó:

—Siéntate aquí, ojalá aparezcan tus padres.

Como niña abandonada me senté en la silla, me apretaba las manos,  no podía dejar de llorar, no me gustó que la señora dijera “ojalá aparezcan” esa posibilidad me aterraba.  Finalmente, vi llegar a mi mamá con la cara descompuesta. Se  acercó corriendo, me regañó, me metió un buen pellizco en el brazo al mismo tiempo que me abrazó.

—¡Te dije que no te separaras! —Me reprochó— ¿Por qué siempre desobedeces?

No se dio cuenta que yo estaba pálida y más asustada que ella.  Mi papá me miró apenado, me tomó de la mano y me paró junto a mis hermanos, unos asustados y otros cansados.  La señora del megáfono me cuestionó: 

—¿Son tus papás?

Mi madre enfureció.

—¿Qué no ve que la niña me está abrazando? ¡Claro que es mi hija! Mire, nos la tomaron hace rato, aquí está  Vicenta en la foto familiar.

—Pues sea más cuidadosa con sus hijos, ¡no sabe cuántos niños se pierden y no aparecen nunca más!

Caminamos al lanchón, mi mamá me jaloneó para meterme al asiento de atrás, mi papá me miraba con cierta vergüenza.

—Todos tus hermanos son obedientes.  Tú eres la única que no obedeces. ¡No pareces mi hija!

Subimos al lanchón, dentro del coche se escuchaban gritos y quejas. Yo seguía llorando. Mis hermanos pequeños se quejaban porque no fuimos a comprar el árbol y el nacimiento. Los más grandes porque no fuimos a comer churros con chocolate a El Moro.  Mis papás discutían, mi mamá le reclamaba que la culpa había sido de él, de su estúpida idea de escondernos para darme un escarmiento por desobedecer cuando me subí al árbol.    

Así concluyó aquel paseo en diciembre de 1967. Nadie más recuerda esa noche sin árbol, sin nacimiento, sin piñata y sin churros de El Moro. Aunque han pasado varios años, yo aún evoco esa noche como la traición interna, el momento en que fui señalada como “la oveja negra”. Fue una noche invisible a ojos de los demás. Conservo esa foto,  a pesar de que ese recuerdo sigue quebrándome el alma.

Luces de Navidad

Luces de Navidad

Ana Pérez

Las luces del árbol se apagaron súbitamente. El estruendo de un rayo cayendo en uno de los cerros cercanos, retumbó en los huesos. Una lluvia torrencial canceló los planes del pavo y del tradicional brindis de cada año, para agradecer las bendiciones recibidas.

Siempre era la primera en el brindis. La niña pequeña de casa. Un remolino enano que daba vueltas y vueltas, mientras los adultos corrían de un lado a otro adornando la casa, colocando guirnaldas en las paredes, formando arcos en los que colgaban brillantes esferas y flores de nochebuena rojísimas. El mundo giraba a un ritmo acelerado, mientras se paraba frente al árbol de navidad, embelesada por los foquitos amarillos que lo iluminaban todo. Encontraba entonces una mirada curiosa, devuelta por su reflejo en las esferas, con su carita redondeada y puesta de cabeza, con sus deditos acortando la distancia entre ellos y la esfera que se mecía suavemente frente a ella. Y al fondo, el grito desesperado de su madre. Que no tocara nada, que lo podía romper.

Se confinaba entonces al sillón de una sola plaza. Sus piernas pequeñas no alcanzaban siquiera a colgar por el borde del asiento, apenas quedaban afuera sus piecitos, que chocaba uno contra otro al compás de los villancicos que escuchaba en el radio viejo de la abuela, mientras veía la Nochebuena seguir su curso.

Papá construía una pirámide de leña para la fogata que encendería más tarde con sus niños, en la que asarían salchichas y bombones incrustados en varitas de madera que previamente ya había lijado para retirar todas las astillas que los pudieran lastimar. Su par de hermanos vestían de gala el comedor, con la vajilla que solo salía de la alacena precisamente en esas fechas, con cuidado de no dejar caer nada, porque las que vendían ya no salían igual de resistentes.

Mamá y la abuela parecían mover el mundo a otro ritmo; danzaban en la cocina, del fregadero a la estufa, sacando las tapaderas del horno, porque ahí es dónde van guardadas, y su nariz percibía aromas de guayaba, mandarina, caña y el olor de la cena casi lista, despertaba su apetito que parecía gritar desde lo más profundo del intestino.

Los recuerdos se desvanecen al sentir sus uñas clavarse en la tapicería del sillón. La tela ya no es la misma, pero su madera guarda memorias tan profundas.

Quizá han sido 5 o 20 minutos los que lleva sentada en medio de la oscuridad. Se detiene a ver a través de la ventana, hay luces encendidas del otro lado de la calle. Se levanta del viejo sillón para buscar fusibles nuevos en el cajón izquierdo del gabinete blanco, donde papá los tomaba cada vez que le pedía que lo ayudara a crear luz cuando algún corto se la llevaba. Jamás prestó atención cuando le explicaba cómo debían colocarse.

Sale al patio delantero y va al fondo de la fila de plantas que mamá dejó de regar en los últimos meses. Las hojas que restan en las macetas se mecen sin oponer resistencia a las corrientes gélidas que las abrasan. Tirita un poco e intenta convencerse de que no hace frío, buscando a tientas en la oscuridad la caja de la luz.

Termina de recorrer la pared, reconociéndola con la yema de los dedos, sin que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Abre la caja de fusibles más por casualidad y explora en su interior. Siente el pequeño tubito, el que tiene la forma de aquellos fusibles escondidos en su mano izquierda y lo arranca sin pensar nada. Un chispazo relumbra entre sus dedos. Los ojos por fin enfocan.

Creo que la primera parte de la explicación de papá, definitivamente incluía que debía bajar la pastilla de la luz.Piensa.

El dolor baila sobre la punta de sus dedos, reptando rápidamente a la parte más escondida de sus recuerdos. Abre cajas de memorias con la leyenda CUIDADO, FRÁGIL y se congela admirándolos. Sus hermanos riendo alrededor de la fogata, mientras el frío la arrinconaba en los brazos de mamá como un boxeador contra las cuerdas y ella la cubría, mitad con su cuerpo, mitad con el rebozo color café en el que había arropado a sus tres criaturas. Y al fondo encuentra la risa de papá, sirviendo un poco más de sidra rosada en la copa que le entregará a mamá y una vez que la deja en su mano, acariciaba su pequeño rostro, sonriendo, con el reflejo de las llamas titilando en sus oscuros ojos cafés.

Detiene una lágrima que se fuga por el extremo de sus ojos. Baja la pastilla de la luz y acaricia nuevamente la pared hasta llegar a la caja de fusibles, donde inserta, tal pieza de rompecabezas, uno de los fusibles nuevos que se habían arropado en su mano. Cierra, levanta la pastilla, entra.

Es Nochebuena, la lluvia continua afuera. No habrá brindis ni cena. No hay quién encienda la leña.

Los focos en el árbol se iluminan lentamente. Mientras las demás luces siguen dormidas, se detiene a admirar las esferas en el árbol. Desearía escuchar la voz de mamá diciendo que no toque nada. La Navidad es muy frágil: se rompe con la primera silla vacía.

Jesús Migrante

Jesús Migrante

Tere Becker

Y los buenos me preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te dimos de comer? ¿Cuándo tuviste sed y te dimos de beber? ¿Alguna vez tuviste que salir de tu país y te recibimos en nuestra casa, o te vimos sin ropa y te dimos qué ponerte?No recordamos que hayas estado enfermo, o en la cárcel, y que te hayamos visitado.” Yo, el Rey, les diré: “Lo que ustedes hicieron para ayudar a una de las personas menos importantes de este mundo, a quienes yo considero como hermanos, es como si lo hubieran hecho para mí.

Mateo 25:37-40

María Aura había caminado, nadado, corrido, escapado y llorado no sabe ya cuántos días. El peso de su mochila en la espalda se compensaba un poco con el de su abdomen dilatado a poco más de seis  meses de gestación. Llego a Chiapas exhausta, con su piel morena enrojecida por el sol, con el cabello revuelto en una coleta amarrada en la nuca. Salió de Colombia un mes antes, escapando del peligro, luego de que Ángel, el padre de su bebé, hubiera desaparecido en medio del fuego cruzado entre la guerrilla y la policía.

Sus pies hinchados latían dentro de sus tenis sucios, como si tuviera el corazón en las plantas. Caminaba hacia el frente como por inercia, sin tener un rumbo fijo pero con la esperanza de encontrar algo o a alguien que la socorriera. Ni siquiera sabía dónde estaba, lo único que sabía era que hacía ya un par de horas había visto un letrero que indicaba que había llegado al municipio de Chilón. El dinero y el agua ya hacía rato que se le habían acabado, sus labios estaban secos y el paladar se pegaba a su lengua. Recordaba constantemente el llanto de su mamá y su bendición al despedirla. Habría deseado quedarse a su lado, pero temía por su vida y la de su bebé, por si los hombres que habían acabado con Ángel buscaran silenciarla.

Sus pasos eran cada vez más lentos, sus piernas y brazos le pesaban. De pronto, comenzó a sentir la mirada oscurecerse y como si agua helada le escurriera en la nuca… Luego, despertó encima de un montón de tablas apiladas. Confundida, quiso incorporarse pero la cabeza le dolía.

Los ojos castaños de José la recibieron, su sonrisa amplia era enmarcada por un rostro de bronce y un cabello negro, opaco y lleno de aserrín.

—¡Ya despertaste! Qué susto me diste —dijo, mientras sus manos laboriosa volvían a tallar las tablas de madera —. ¿Ya desayunaste? Seguro que no. ¿De dónde vienes?

—Soy colombiana —dijo—. De Cali.

Esos nombres le parecieron a José completamente extraños. Aún así se acercó y le extendió la mano.

—Soy José López, de Belén, Chiapas — ¿Cuánto tienes?—preguntó mirando su abdomen.

—¡Ah! Voy para siete meses.

Luego desvío la mirada para no seguir hablando, mientras en su mente, repasaba la historia de los motivos y cada situación a los que se enfrentó hasta llegar ahí. Se levantó lentamente, buscando con la mirada su mochila, que aguardaba encima de un montón de palos. La tomó y la acomodó en su espalda.

—Muchas gracias y disculpe la molestia—. Luego, se encaminó hacia la salida.

—¡No, no, no! ¿Cómo gracias? Son 10 pesos. ¡Ah, no te creas! No, ya viene mi tía con algo pa’ comer. Espérate un rato —dijo José, con una sonrisa amplia—. Mira, mientras échate un trago de pozol, es de la mañana pero todavía está bueno.

El jarro contenía un líquido blancuzco y espeso y era la primera vez que ella miraba y probaba algo así pero, aunque era un sabor extraño para ella, aquello le pareció delicioso y fresco.

En tanto esperaba, María Aura tomó una escoba y empezó a barrer la carpintería. Juntó el aserrín, los sobrantes de madera y se sentó en una banca que estaba afuera. Mientras miraba el camino, pensaba en lo mucho que había dejado atrás, en aquellas vecinas que la criticaban por ser una madre sola, en el dolor de haber perdido a Ángel. Se sentía sola, pero hablaba con su bebé y eso la hacía sentirse mejor.

“Ríe, chinito, se ríe y yo lloro porque el chino ríe si mí…”, tarareaba de vez en cuando una canción, mientras se acariciaba la panza.

Luego llego Isabel, la tía de José, con tortillas, frijoles y queso. La miró con extrañeza, y su mirada fue interceptada por la sonrisa tenue de María Aura, a quien llamó su atención la falda de flores y el calzado de plástico. Pasaron unos segundos y sin decir nada, Isabel entró a la carpintería. María Aura no se atrevía a entrar, no sabía qué reacción tendría la tía de José, le pareció una mujer seria y eso la puso nerviosa. Escuchó que ambos hablaban en una lengua que ella no conocía y entonces José la llamó.

—No es de aquí, no sabemos qué mañas tenga —musitó Isabel mientras ella entraba. Dejó la bolsa y salió nuevamente.

Luego de compartir la comida, José le ofreció quedarse en la carpintería y cuidar por unos días, al menos mientras planeaba qué rumbo tomar. María Aura vio esa propuesta como la más grande bendición que podría tener justo en ese momento y, aunque con algo de temor y reticencia, aceptó.

Los días que planeaba quedarse se convirtieron en varias semanas, en las que no fue nada complicado que los ojos de José López se enredaran entre los cabellos crespos de aquella mulata colombiana. Las pláticas vespertinas eran largas, después del café de olla. Aunque Isabel de vez en vez seguía refunfuñando y murmurando, igual que todo el pueblo, porque Belén es una comunidad pequeña, llena de laderas y árboles altos de coníferas, donde el viento corre fuerte, igual que las noticias.

La negrita, como le decían, levantaba sospechas, miradas y suspicacias. Unos decían que era bruja, que su hijo era del malo. Otros que ya conocía a José López desde antes, que el bebé era suyo, que seguro lo envolvió con amarres.

Pero había una niña en el pueblo a quien sólo le parecía curiosa su cabellera, y hasta pasaba cerca de la carpintería diario, sólo para verla. Raquel, de trece años, cuidaba ovejas, apacentaba el rebaño desde la casa hasta el monte y de regreso. Y procuraba pasar frente a la carpintería tan seguido como podía, y así fue que se hizo su amiga.

Era ya diciembre y el frío calaba fuerte en todo el municipio de Chilón, cuyo paisaje lucía desdibujado por tanta bruma. José cargó su burro con palos, para ir a venderlos entre las casas. Con el clima, se auguraba una buena venta pues todos querían mantener el fogón encendido. Mientras jalaba al burro, María Aura lo miraba alejarse por el camino de piedras y tierra, y volvió adentro. Fue entonces cuando el primer dolor le atravesó la cadera. Pensó que sería por el frío, pues aún faltaban dos semanas para dar a luz. Así que se cubrió con un chamarro de lana que tenía José y se acostó sobre las maderas. Poco a poco el dolor fue cediendo pero no pasó media hora cuando regresó de una manera más fuerte. Entonces comenzó a preocuparse. Estaba sola de nuevo, completamente sola. Se cubrió bien el chamarro y se puso en posición fetal sobre las tablas. Aún así, el frío acrecentaba el dolor que circundaba su cadera y su abdomen. Los dolores eran cada vez más constantes y ella en su corazón sólo rogaba porque José regresara lo más pronto posible.

Fue entonces cuando Raquel entró. La miró acostada de lado, sudando a pesar del frío y sus ojos se dilataron pues, aunque ella nunca había parido, había estado cerca en los partos de su mamá y sus tías. Le dijo a María Aura que no se preocupara, que iba por ayuda, pero al encaminarse a la puerta, llegó Isabel. Como de costumbre frunció el ceño. Le dijo a Raquel que pusiera agua a calentar en el fogón de atrás, y que trajera un mecate gordo. Luego, se sacó la enagua de manta que usaba debajo de la falda de flores y la hizo pedazos. Ayudó a María Aura a incorporarse, colgó el lazo de la viga con ayuda de Raquel y la sentó en cuclillas.

—Ahora sí, negrita, ¡le vas a pujar con harta juerza! Agárrese —le dijo mientras acomodaba su reboso al rededor de la panza de María Aura, a manera de cinturón. Afuera de la carpintería, el rebaño de Raquel esperaba, balando fuerte, como si presintieran que algo especial estaba ocurriendo.

María Aura, colgándose del mecate, pujaba con todas sus fuerzas y mientras lo hacía, recordaba a su madre, a Cali y a Ángel. Sus lágrimas grandes y brillantes rodeaban en sus mejillas hasta esconderse en la comisura de sus anchos labios.

De pronto, el silencio se hizo. Hasta los balidos cesaron por unos minutos. Y ese silencio enmarcado por la oscuridad de la montaña de pronto fue roto por el llanto potente de un pequeño, mulato como su madre.

José, que regresaba en el burro ya sin carga, alcanzó a oír hasta la loma y apuró el paso. Pero como el burro estaba cansado, se bajó y comenzó correr y a jalarlo.

Cuando llegó, el bebé estaba entre los trapos, en los brazos de María Aura, que lloraba y mostraba su blanca y hermosa sonrisa como nunca antes lo había hecho. José López se llevó las manos a la cabeza y, antes de que nadie viera, se limpió un par de lágrimas fugitivas.

—Es un niño —dijo Isabel, sonriendo por primera vez frente a María Aura—. Nació sano, fíjate y en la mera Navidad.

—¿Cómo se va a llamar? —preguntó José.

María Aura sólo sonrió.

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