Jesús Migrante

Jesús Migrante

Tere Becker

Y los buenos me preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te dimos de comer? ¿Cuándo tuviste sed y te dimos de beber? ¿Alguna vez tuviste que salir de tu país y te recibimos en nuestra casa, o te vimos sin ropa y te dimos qué ponerte?No recordamos que hayas estado enfermo, o en la cárcel, y que te hayamos visitado.” Yo, el Rey, les diré: “Lo que ustedes hicieron para ayudar a una de las personas menos importantes de este mundo, a quienes yo considero como hermanos, es como si lo hubieran hecho para mí.

Mateo 25:37-40

María Aura había caminado, nadado, corrido, escapado y llorado no sabe ya cuántos días. El peso de su mochila en la espalda se compensaba un poco con el de su abdomen dilatado a poco más de seis  meses de gestación. Llego a Chiapas exhausta, con su piel morena enrojecida por el sol, con el cabello revuelto en una coleta amarrada en la nuca. Salió de Colombia un mes antes, escapando del peligro, luego de que Ángel, el padre de su bebé, hubiera desaparecido en medio del fuego cruzado entre la guerrilla y la policía.

Sus pies hinchados latían dentro de sus tenis sucios, como si tuviera el corazón en las plantas. Caminaba hacia el frente como por inercia, sin tener un rumbo fijo pero con la esperanza de encontrar algo o a alguien que la socorriera. Ni siquiera sabía dónde estaba, lo único que sabía era que hacía ya un par de horas había visto un letrero que indicaba que había llegado al municipio de Chilón. El dinero y el agua ya hacía rato que se le habían acabado, sus labios estaban secos y el paladar se pegaba a su lengua. Recordaba constantemente el llanto de su mamá y su bendición al despedirla. Habría deseado quedarse a su lado, pero temía por su vida y la de su bebé, por si los hombres que habían acabado con Ángel buscaran silenciarla.

Sus pasos eran cada vez más lentos, sus piernas y brazos le pesaban. De pronto, comenzó a sentir la mirada oscurecerse y como si agua helada le escurriera en la nuca… Luego, despertó encima de un montón de tablas apiladas. Confundida, quiso incorporarse pero la cabeza le dolía.

Los ojos castaños de José la recibieron, su sonrisa amplia era enmarcada por un rostro de bronce y un cabello negro, opaco y lleno de aserrín.

—¡Ya despertaste! Qué susto me diste —dijo, mientras sus manos laboriosa volvían a tallar las tablas de madera —. ¿Ya desayunaste? Seguro que no. ¿De dónde vienes?

—Soy colombiana —dijo—. De Cali.

Esos nombres le parecieron a José completamente extraños. Aún así se acercó y le extendió la mano.

—Soy José López, de Belén, Chiapas — ¿Cuánto tienes?—preguntó mirando su abdomen.

—¡Ah! Voy para siete meses.

Luego desvío la mirada para no seguir hablando, mientras en su mente, repasaba la historia de los motivos y cada situación a los que se enfrentó hasta llegar ahí. Se levantó lentamente, buscando con la mirada su mochila, que aguardaba encima de un montón de palos. La tomó y la acomodó en su espalda.

—Muchas gracias y disculpe la molestia—. Luego, se encaminó hacia la salida.

—¡No, no, no! ¿Cómo gracias? Son 10 pesos. ¡Ah, no te creas! No, ya viene mi tía con algo pa’ comer. Espérate un rato —dijo José, con una sonrisa amplia—. Mira, mientras échate un trago de pozol, es de la mañana pero todavía está bueno.

El jarro contenía un líquido blancuzco y espeso y era la primera vez que ella miraba y probaba algo así pero, aunque era un sabor extraño para ella, aquello le pareció delicioso y fresco.

En tanto esperaba, María Aura tomó una escoba y empezó a barrer la carpintería. Juntó el aserrín, los sobrantes de madera y se sentó en una banca que estaba afuera. Mientras miraba el camino, pensaba en lo mucho que había dejado atrás, en aquellas vecinas que la criticaban por ser una madre sola, en el dolor de haber perdido a Ángel. Se sentía sola, pero hablaba con su bebé y eso la hacía sentirse mejor.

“Ríe, chinito, se ríe y yo lloro porque el chino ríe si mí…”, tarareaba de vez en cuando una canción, mientras se acariciaba la panza.

Luego llego Isabel, la tía de José, con tortillas, frijoles y queso. La miró con extrañeza, y su mirada fue interceptada por la sonrisa tenue de María Aura, a quien llamó su atención la falda de flores y el calzado de plástico. Pasaron unos segundos y sin decir nada, Isabel entró a la carpintería. María Aura no se atrevía a entrar, no sabía qué reacción tendría la tía de José, le pareció una mujer seria y eso la puso nerviosa. Escuchó que ambos hablaban en una lengua que ella no conocía y entonces José la llamó.

—No es de aquí, no sabemos qué mañas tenga —musitó Isabel mientras ella entraba. Dejó la bolsa y salió nuevamente.

Luego de compartir la comida, José le ofreció quedarse en la carpintería y cuidar por unos días, al menos mientras planeaba qué rumbo tomar. María Aura vio esa propuesta como la más grande bendición que podría tener justo en ese momento y, aunque con algo de temor y reticencia, aceptó.

Los días que planeaba quedarse se convirtieron en varias semanas, en las que no fue nada complicado que los ojos de José López se enredaran entre los cabellos crespos de aquella mulata colombiana. Las pláticas vespertinas eran largas, después del café de olla. Aunque Isabel de vez en vez seguía refunfuñando y murmurando, igual que todo el pueblo, porque Belén es una comunidad pequeña, llena de laderas y árboles altos de coníferas, donde el viento corre fuerte, igual que las noticias.

La negrita, como le decían, levantaba sospechas, miradas y suspicacias. Unos decían que era bruja, que su hijo era del malo. Otros que ya conocía a José López desde antes, que el bebé era suyo, que seguro lo envolvió con amarres.

Pero había una niña en el pueblo a quien sólo le parecía curiosa su cabellera, y hasta pasaba cerca de la carpintería diario, sólo para verla. Raquel, de trece años, cuidaba ovejas, apacentaba el rebaño desde la casa hasta el monte y de regreso. Y procuraba pasar frente a la carpintería tan seguido como podía, y así fue que se hizo su amiga.

Era ya diciembre y el frío calaba fuerte en todo el municipio de Chilón, cuyo paisaje lucía desdibujado por tanta bruma. José cargó su burro con palos, para ir a venderlos entre las casas. Con el clima, se auguraba una buena venta pues todos querían mantener el fogón encendido. Mientras jalaba al burro, María Aura lo miraba alejarse por el camino de piedras y tierra, y volvió adentro. Fue entonces cuando el primer dolor le atravesó la cadera. Pensó que sería por el frío, pues aún faltaban dos semanas para dar a luz. Así que se cubrió con un chamarro de lana que tenía José y se acostó sobre las maderas. Poco a poco el dolor fue cediendo pero no pasó media hora cuando regresó de una manera más fuerte. Entonces comenzó a preocuparse. Estaba sola de nuevo, completamente sola. Se cubrió bien el chamarro y se puso en posición fetal sobre las tablas. Aún así, el frío acrecentaba el dolor que circundaba su cadera y su abdomen. Los dolores eran cada vez más constantes y ella en su corazón sólo rogaba porque José regresara lo más pronto posible.

Fue entonces cuando Raquel entró. La miró acostada de lado, sudando a pesar del frío y sus ojos se dilataron pues, aunque ella nunca había parido, había estado cerca en los partos de su mamá y sus tías. Le dijo a María Aura que no se preocupara, que iba por ayuda, pero al encaminarse a la puerta, llegó Isabel. Como de costumbre frunció el ceño. Le dijo a Raquel que pusiera agua a calentar en el fogón de atrás, y que trajera un mecate gordo. Luego, se sacó la enagua de manta que usaba debajo de la falda de flores y la hizo pedazos. Ayudó a María Aura a incorporarse, colgó el lazo de la viga con ayuda de Raquel y la sentó en cuclillas.

—Ahora sí, negrita, ¡le vas a pujar con harta juerza! Agárrese —le dijo mientras acomodaba su reboso al rededor de la panza de María Aura, a manera de cinturón. Afuera de la carpintería, el rebaño de Raquel esperaba, balando fuerte, como si presintieran que algo especial estaba ocurriendo.

María Aura, colgándose del mecate, pujaba con todas sus fuerzas y mientras lo hacía, recordaba a su madre, a Cali y a Ángel. Sus lágrimas grandes y brillantes rodeaban en sus mejillas hasta esconderse en la comisura de sus anchos labios.

De pronto, el silencio se hizo. Hasta los balidos cesaron por unos minutos. Y ese silencio enmarcado por la oscuridad de la montaña de pronto fue roto por el llanto potente de un pequeño, mulato como su madre.

José, que regresaba en el burro ya sin carga, alcanzó a oír hasta la loma y apuró el paso. Pero como el burro estaba cansado, se bajó y comenzó correr y a jalarlo.

Cuando llegó, el bebé estaba entre los trapos, en los brazos de María Aura, que lloraba y mostraba su blanca y hermosa sonrisa como nunca antes lo había hecho. José López se llevó las manos a la cabeza y, antes de que nadie viera, se limpió un par de lágrimas fugitivas.

—Es un niño —dijo Isabel, sonriendo por primera vez frente a María Aura—. Nació sano, fíjate y en la mera Navidad.

—¿Cómo se va a llamar? —preguntó José.

María Aura sólo sonrió.

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