Mayita

Mayita

Por Verónica Miranda

A sus tiernos nueve años, Mayita vendía chicles en los convoys del metro, los ofrecía elevando su voz lo más que podía describiendo los deliciosos sabores y la presentación.

Aproveche, señor, señora, joven, señorita, se va a llevar un paquete de chicles marca Sonric’s con los dulces y frescos sabores de: zarzamora, hierbabuena, menta y canela. No pierda la oportunidad, no son piratas. ¡Llévelos, llévelos, sólo a cinco pesitos!

La cara de la niña estaba sucia, pero era linda, tenía una sonrisa desdentada muy tierna. Llevaba el cabello lacio atado con una dona de estambre. Traía los pies desnudos, un pantalón desgastado y una playera con una estampa de Hello Kitty descolorida. A ella le gustaba observar a las niñas de su edad que iban de la mano de sus padres. Suspiraba hondo mientras cambiaba de vagón y pensaba en lo “chido” que sería tener papás y no a esas personas que se decían sus tíos, pero no eran más que unos explotadores. 

La conocí en la estación Mixiuhca del metro, ahí hacía su parada todas las tardes y después se iba.  Por eso, anoche veinticuatro de diciembre, me extrañó verla. Eran en punto de las doce y teníamos la encomienda de revisar que nadie se quedara en los pasillos de la estación. Me tocaba la guardia y no tenía prisa por terminar rápido, así es que caminé por todos los pasillos, por las escaleras de entrada y transbordo.  Los trabajadores de la limpieza aún no hacían su llegada, puedo decir que hice mi rondín únicamente con el ojo vigía de las cámaras de seguridad.  Caminé por el andén y me percaté de que en la escultura de piedra que está precisamente a la mitad, ahí, debajo de la imagen que representa a una mujer recibiendo a un neonato, ahí estaba en posición fetal la pequeña Mayita. Dormía profundamente, pero la tuve que despertar. Brincó del susto y corrió en busca de la salida, la seguí mientras le decía que ya estaba todo cerrado, pero que daría parte a mis compañeros para que la llevaran con sus padres. Ella me explicó que no tenía padres y que sus “tíos” la iban a regañar muy feo por no llegar a casa. Escuché un ruido y mi instinto me hizo voltear y la perdí de vista. Fueron unos segundos, no sé cómo pasó, la niña se había escapado, al menos eso pensé. Me tomó media hora más y entre los monitoristas y dos compañeros no la localizamos. Dimos parte y salimos a cubrir nuestro turno.

Hay muchas historias de vidas que suceden en el metro: están las de los suicidas, los lanza objetos, los rateros, los esquizofrénicos, los vendedores y un largo etcétera que no acabaríamos nunca. Pero la historia de Mayita se quedó en mi corazón… Sucedió que esta tarde, después de entregar mi turno, tuve oportunidad de ver las grabaciones de las cámaras de vigilancia, ahí estaba Mayita en grabaciones de días pasados, cuando llegaba a la estación Mixiuhca del metro y se recargaba primero en la gran estatua, después acariciaba la figura maternal y al final se recostaba en el piso hasta que alguien la despertara o bien, ella misma “desaparecía” por decirlo así.  Me las han mostrado varias veces y no les hago entender lo que yo mismo presencié y que ante las cámaras se difumina, se pierde.

Sucedió algo que mis ojos se negaran a decir que lo vieron, o al menos que no fueron producto de una alucinación.  En Navidad abrimos la estación a las siete de la mañana, pero vamos revisando desde una hora antes que todo esté bien. He sido testigo de un milagro. Encontré a Mayita. Claramente la vi parada frente a la estatua y acarició de forma tierna a la mujer de piedra y fue entonces que aquella escultura tomó forma y vida para levantar a la niña hasta su pecho, darle un beso de amor y posarla con ella en esa imagen pétrea. Allí están, son como madre e hija, son la forma de vida que el escultor quiso expresar con sus delineados, son la imagen sensitiva de esta ciudad. Quién sabe si Mayita baje mañana a vender sus chicles en los trenes del metro, ya la estuve llamando pero sólo la veo sonreír con su dentadura chimuela dibujada en la piedra de la estatua de la estación Mixiuhca del metro.

Blanca Navidad

Blanca Navidad

Por Marcia Ramos Lozoya

La noción del tiempo a veces hace estragos entre lo que he amado y el tiempo que he perdido colocando cada esfera, dándole sentido a los doce meses que pasaron y comprobando que aquel viejo propósito se ha derrumbado como nuevamente la estrella que justamente ha caído de la punta del árbol. Pensé que un abrazo sería suficiente para unir en un lazo, la orfandad entre un padre y su hija, pero yo sabía que no.

—Es que se lo dije, se lo dije mil veces.

—Pero, escucha a la niña.

—¡No ves que es toda una mujer!

—Le dije que no me causara problemas, ¡carajo! yo la recomendé

—Ya te dijo que no fue su intención.

—Es que nunca es su intención.

Con esas últimas palabras, cogí mi maleta y me alejé lo más que pude de casa. Cada navidad iba con la incertidumbre, el miedo en el temblor de las rodillas y la mirada sostenida en el pavo que hace mucho no disfruto. Como negarle a mi madre la asistencia de su única hija a la cena de navidad. Cargo con el peso de ser su único orgullo y a veces felicidad, no puedo evitar apretar los labios y no reclamarle a mi padre que me trate así. Aunque entre con un abrazo a su casa como una bandera blanca en medio de la guerra.  

—Hay que guardarle al Sr. Hernández, no olvides el relleno y los romeritos.

—Pero ¿no le vamos a dar a tus hermanas y tus sobrinos?

—No, ellos hicieron su propia cena.

—¿Y qué hay del señor que te ayudó a arreglar el carro?

—No, mujer, entiende, esto es para mi jefe.

—Es que no sé si va a alcanzar, quiero que Gloria se lleve algo.

—Todavía… Después de la vergüenza que me hizo pasar. Es que me parece increíble.

—¿Qué es increíble?

—¿Cómo trataste al Sr. Hernández? Es que no parece que te crié junto con tu madre.

—Quizás aprendí del mejor.

—Controla a tu hija, porque yo creo que ni mía es.

—Ya me voy.

—No, mija, espérate. Ándale.

—No, creo que aquí no soy bienvenida.

—Pero, es tu casa.

—Mi casa no es, es de tu esposo y de su jefe.

—Esta chamaca parece que no le pagué sus estudios.

Madre se enjuaga las lágrimas derramando Axion en cada plato y cubriendo el coraje con el estropajo. Dice que la comida mucho tiempo pegada se vuelve cochambre y que hay que tallar bien, borrar todo y acomodar cada plato limpio. Repite que sucio es mejor que se quede remojando y guarda silencio. La ayudo a secar, me toca el hombro y me pide que lo perdone. Pero, yo no puedo, no quiero y no debo.

Es que mi padre no entendió cuando le expliqué que cuando salí de la oficina, su jefe me dijo que me daba “raite” y que al cabo ya sabía dónde vivía. Para no ser grosera, accedí y mientras miraba como el semáforo cambiaba de color en completo silencio, su jefe puso su mano sobre mi pierna. La cual yo retiré y jaló de mi mano para ponerla sobre su pene flácido. “¿Qué no te gusta?” dijo, mientras me mostraba sus dientes en una larga sonrisa. Di un grito hondo y saqué la navaja que tenía en mi bolso por cualquier cosa porque a veces ser mujer se trata de que cualquier cosa mala te puede pasar. Le di una puñalada en medio de la mano y me bajé corriendo. Al día siguiente, mi padre me marcó furioso y reclamó que estaría endeudado por mi culpa.

Años después, mamá llama por teléfono para invitarme a pasar la cena a su lado hasta dijo que podía llevar a mi novia. Entonces, comprendo que mi padre ha muerto y que es una blanca navidad.

Tamales de carne enchilada

Tamales de carne enchilada

Por Fernanda Meraz

Veo a Yola sobre sus rodillas, empinada en una tina grande que reposa en el piso. Bate a mano la masa de maíz. Pienso que el homenaje se pasa de dramático. ¿Qué buscará con esa devoción? Una cosa es hacer tamales y otra que sean al estilo abuela villista.

Es la segunda vez en dos décadas que nos juntamos las tres a preparar tamales. Y en casa de Yola, eso es nuevo. La primera fue diez años después de que papá murió. No nos atrevimos antes. Asiduas a la cocina, es claro que no somos. Yola sí, pero lo cierto es que no prepara sus delicias para invitarnos. Debo decir para invitarme a mí. Sé que a Emma la busca de vez en cuando para verse.

En mi retórica mental, siento que Yola y yo nos amamos profundamente, pero ella prefiere quererme de lejos. Tengo un par de sospechas sobre la causa, aunque son elucubraciones mías, motivadas por mis propias culpas.

La causa que encuentro más clara es de la época en que murió papá. Ese año entre las tres asumimos los cuidados de su deteriorada salud. Padecía insuficiencia renal y en enero había sufrido una caída que ocasionó la fractura de dos costillas. A sus ochenta años durmió sentado varias semanas por el dolor que le causaba respirar acostado. Se recuperó, pero la fragilidad de su cuerpo aumentó. Debido a los cuidados que necesitaba, papá se mudó a una residencia para ancianos. Fue una decisión difícil, sobre todo hablarlo con papá. Entre todos nos esforzamos para convencernos de que era la mejor opción: tendría enfermeras las veinticuatro horas, una dieta muy cuidada, actividades de estimulación, médico especialista. ¡Qué más puedo pedir!, exclamó papá.

Todavía hoy recuerdo el lugar y lucho por expulsar la sordidez de mi memoria. Repaso todo lo bueno, como una checklist de autoconvencimiento: la sala en el segundo piso donde charlábamos; el balcón con vista al jardín en el que le gustaba que camináramos ida y vuelta un montón de veces; el jardín mismo con su gran fresno y multitud de bugambilias en donde nos sentábamos, bajo la sombrilla de la mesa blanca, algunas mañanas soleadas; la habitación con sus muebles y objetos preciados: el silloncito de lectura, los álbumes de fotos, los retratos de mamá, la cama individual, que no era la suya, con el odiado barandal (recuerdo deprimente que se ha colado entre lo bueno). Otro malo: los entrepaños del clóset llenos de paquetes de pañales, papel higiénico, toallitas húmedas y medicamentos.

Fueron meses de dedicación y cercanía con mi padre. Había echado al saco de la basura viejas heridas y resentimientos contra él. En su fragilidad lo amé como no lo había hecho antes. Y él también me amó mucho, con plena confianza y entrega.

Una embolia cerebral lo condujo al quirófano la mañana del 24 de diciembre. El día anterior había amanecido aletargado, arrastraba la lengua al hablar y sus movimientos eran torpes. Después de estudios y análisis clínicos, el neurólogo nos habló de la suerte de que el coágulo pudiera operarse. Así lo creímos. Pasamos Nochebuena en la sala de espera de cuidados intensivos. La angustia me carcomía, estoy segura que a mis hermanas también, pero nos mantuvimos bromeando, riendo al recordar anécdotas con papá y su ingenio para poner apodos. Ya en su vejez, entre nosotras a él le decíamos Suri, por la manera en que inesperadamente detenía la marcha y observaba a su alrededor como un vigía. Un auténtico suricato.

A las cuatro de la mañana, tomamos turnos para entrar a verlo. Era una criatura minúscula con la cabeza vendada y enchufado a tubos y aparatos que piaban lastimeros. Con mis manos cubiertas de latex sujeté los dedos lánguidos de su huesuda mano amoratada. Solo sentí frío. Cuarenta y ocho horas en cuidados intensivos. Dos días en la sala de espera, a ratos en la gélida cafetería del hospital. Me aparté un momento de mis hermanas para llamar a Gina, nuestra amiga y vecina de la infancia. Siempre juntas. Papá se muere, dije entre mocos y toses de llanto desbocado, creo que debes venir a despedirte. Te advierto que mis hermanas no saben, pero tienes derecho. Pasé por ella al amanecer, la dejé en la puerta del hospital y me fui. Vagué horas por la ciudad, sin rumbo. Entrada la noche regresé, mi padre había muerto.

No me ofrezco a batir la masa a sabiendas de que Yola me dirá lo mismo que mamá solía responder: tú no porque eres zurda y la cortas. Echo un vistazo a la cocina y veo que ya ha preparado varios guisos; sin carne, por supuesto. Desde hace tiempo si ella es vegetariana, el mundo también. Me pregunto cómo sabrá esa masa sin caldo de cerdo. ¿Y sin carne enchilada?, si de eso se tratan los tamales estilo Suri. En fin.

            —Yola, ¿pongo a remojar las hojas de maíz?

            —No hace falta, eso lo hice ayer. Mejor sírvenos un mezcal.

            —¡Ya vas! ¡Buah!, no hay tobalá, el que más me gusta.

            Apenas lo digo y me arrepiento.

           — A mí me encanta el espadín. Pruébalo, está muy bueno.

            —Sí, lo sé. Perdona, sonó a reclamo pero no fue mi intención. ¿No haremos los famosos tamales de carne en chile colorado? Me hubieras dicho y yo la hago.

            —No hacía falta, Emma la va a traer. Ya no debe tardar.

Preparo la mesa para envolver los tamales. Al centro el espacio para la tina de masa. Alrededor las cacerolas con los guisados, cucharas para cada quien y un par de recipientes con las hojas remojadas.

Emma entra, me sorprende que no llama a la puerta sino que usa su propia llave. Detrás de ella, Gina. ¿Gina viene a preparar tamales?, me digo, ¡qué sorpresa! Todas saltamos de júbilo, nos abrazamos y nos decimos cuánta alegría nos da volver a estar juntas.

          —Sírvenos más mezcal, Lú, dice Yola, anda, que quiero brindar por ti.

           — Y mira, no hay homenaje sin carne enchilada, dice Emma mostrando un paquete con el guiso.

            Levantamos nuestras copas y es Gina quien dice: ¡Salud! Porque estamos juntas para homenajear a papá esta Nochebuena.

Constelaciones

Constelaciones

Por Karla Barajas

—¡Saca al Buitre de la sala! Va a orinar y acabamos de lavar los sillones —gritó el tío Miguel.

—¿A dónde, papá? A la calle no. El taquero roba perritos para su negocio. ¿Y si lo ponen en el trompo de carne al pastor? —le respondió Nadia.

—Los vecinos le temen. Augura muerte con su aullido. Recuerdas cómo ladró la noche en que murió tu… Mételo junto con los otros perros. Apúrale, Nadia, van a llegar tus abuelitos, tías y primos —regañó tío Miguel.

—Miriam, ayúdame —Nadia me requirió apurada.

Nadia heredó la receta de pierna de cerdo al horno, tamales e incluso del mixiote. Le tocaba ser anfitriona de la cena de Navidad ese año, como tenía 16, mi mamá y yo la ayudamos con las compras y a hacer comida. La familia es bien criticona, así que dijimos: “Si nos dan el dinero, podemos solas hasta con la ponzoña”. De ahí salió para las uñas de la prima y el planchado de nuestro cabello. Yo tenía 14. La cena era para ella un infierno en el paraíso; quería entregarse a la glotonería mientras la preparaba. Salivaba al meter la carne al horno e inhalar el olor de la mistela.

—Se requiere un espíritu bien fuerte para deshebrar el quesillo sin tragárselo a escondidas. Ayúdame con eso, acabo de ponerme las uñas, Miriam.

—En la cocina me dan comida, no cualquiera, la mejor. Piensan que estoy desnutrida—. Nadia torció los labios y dio palmaditas en mi estómago antes de irse a corretear a su perro rebelde.

De su madre sacó la facilidad para robustecer y recetas para bajar de peso. Años de práctica y dietas, como la de la luna, licuados de nopal con piña y perejil por la mañana, purgantes y el famoso té de “Las tres bailarinas”, que a tía Azucena le ocasionó problemas con el control de esfínteres y siguió recomendando en cada reunión. Nadia descubrió su secreto porque la tía corrió al baño más de una vez, le pasó calzones limpios y encontró algunos manchados en la basura y con aflicción lavaba otros. No fue a un médico.

Nadia contó cosas terribles, quizás por ser adolescente o chismosa, tal vez porque la tía agarraba las fiestas para quejarse de su hija mayor o la chantajeaba con que iba a morir por los corajes que le hacía pasar, los cuales eran: se rehusaba a cuidar a sus hermanos todas las tardes y limpiar la casa, los otros dos hijos eran haraganes. De todas maneras, algunos familiares la culparon de la muerte de la tía Azucena. Hasta cuchicheaban cuando Nadia estaba cerca: “Por su culpa murió”.

—Ve a la tienda y compra los hielos para el refresco —me ordenó Nadia, al regresar.

—Oye, te quedó muy buena la ensalada de manzana —le dije.

—No la probé —contestó fastidiada.

—La tía no te regañará por tus atracones —le respondí e intenté meterle una cucharada a la fuerza. Nadia la aventó. Los perros escaparon del cuarto, uno lamió el piso. Los pequeños pelearon por la cuchara.

—Ya no me cuida mi mamita. Dios la tenga en su santa gloria, la pobrecita. Si hubiera ido al doctor, hacía años que no visitaba al ginecólogo ni a ningún especialista. Le daba pena. La enfermedad se perdona a las viejitas, pero no a alguien de 40 años. Los médicos le indicaron, sin importar la dolencia, Doña Azucena, baje de peso’. No le creían, lloriqueaba diciendo: ‘es hereditaria, mi mamá era de huesos grandes, mis tías, sobrinas… mi hija’ —dijo con un tono cargado de cansancio y resentimiento.

—Yo no y casi ninguno de los primos o primas. ‘Las gordibuenas’ agarran cuerpazos, con dietas y ejercicio. Piernotas y chamorros identifican a nuestro linaje —le dije con sarcasmo. Las mías son flacas y peludas.

—Papá se burla: Piernotas, chamorros, ¿acaso son cerdos? Esas eran las conversaciones de adultos, doble sentido, bromas hirientes que me lastimaban —me dijo Nadia como si me estuviera regañando.

—Las demás disfrutamos comida gratis y abundante, nos vale eso de los kilos. Esperamos con ansias las piñatas en las que hay dinero, chocolates y paletas baratas; los alcohólicos, el alcohol, los niños, la pirotecnia y luego de los juegos artificiales, gozar del cielo y las constelaciones. Inventar nombres a las estrellas, imaginar las líneas blancas que se unen como si fueran un linaje. Tu mamá me daba muñecas y dulces —le dije.

Pero sí me daba cuenta de que para los chismosos Navidad es una convención de adictos al chisme y les gustaba comerse a la prima, porque la tía Azucena la ponía en charola de plata.

Quitando a los sensibles hasta los perros son felices, levantan migajas o rascan nuestras piernas. Disfruto las posadas. Abrazar a los abuelos y a la familia junta. Cantar; Zagales pastores… mientras quemamos chispita. Además, de chicas estrenamos ropa. Bueno, vamos a la paca y agarramos trapitos de segunda, tercera o cuarta mano. Recibimos regalos de los abuelos y algunos tíos.

Ese año, mi prima se puso bien buena. Entró al gimnasio, empezó una dieta. “Es todo gracias a la genética familiar, ya te va a tocar embarnecer”, me explicaba mi madre. “Tu tía Azucena tenía un cuerpo como el de Lyn May, antes de tener a Nadia. Luego sus pies se le hincharon como patas de elefante y la gordura le fue subiendo hasta los cachetes”. También Nadia me contaba esa leyenda, pero ni ella ni yo recordábamos o encontrábamos esos cuerpos de vedettes en las fotografías de su juventud. Me daba igual, pero me preocupaba mi prima, no podía comer ni una papita sin que la regañaran, incluso ahora con su mamacita muerta.

La razón más importante del cambio físico de Nadia fue la pérdida de mi tía Azucena. Mientras cocinábamos, confesó que en el funeral se iba a atascar de tamalitos y café. Las mujeres los sacaban de la paila y ella estaba por comerse el tercero, casi hirviendo, cuando el espíritu de su mamá movió la cabeza de un lado a otro para impedirlo. En ese momento, el Buitre lloró y no paraba. Una vecina se puso a rezar.

—Supe que era mi difunta madre por el olor a talco Maja y porque frente a mí había una especie de sombra con la complexión exacta de ella. Sentí su presencia y esa sensación de inseguridad, de me va a regañar o reclamar algo —dijo Nadia con voz quebrada.

—La tía nunca fue mala. Me entregaba muñecas cada año. La crees así para no cargar con la culpa de su muerte —le respondí con cierto disgusto.

—No es mi imaginación. El perro sollozó desde un día antes de la muerte y siguió siete días. Se hizo de mala fama porque cuando murió el carnicero que le regalaba sus huesitos, también lloró una semana y empezó un día antes. El pobre especuló que se le había atorado el hueso y por eso se quejaba. Se corrió el rumor.

—¿Nadia, es cierto?

—Tal vez. Los suyos no parecen aullidos, se escuchan como una mujer que sufre y se lamenta a escondidas en un cuarto vacío, que en su situación de soledad se alimenta del dolor.

—Debes ir a las constelaciones familiares. Te ayudarán a sanar tu linaje materno y la relación de odio y amor con tu difunta madre. ¿De qué murió la tía?

—Miriam, no sé. La familia cuida de sus enfermos, pero aquí no nos dio tiempo de despedirnos. Se murió y ya.

—¡Nadie muere y ya!

—Tal vez la mató la diabetes, algún tratamiento de belleza, se inyectó biopolímeros en los labios y no sé qué ácido para quemar las lonjas.

—O un coraje como decía —le contesté.

—O el esfuerzo por ir a clases de zumba. También sospecho que fue alguna pastilla que se metió, el Piñolep o productos raros.

La tía, desde que Nadia era chiquita, la purgaba para que no engordara. Una vez me quiso dar una cucharada de aceite y hui. Esto que voy a contar no lo repitas. Dice Nadia que era bulímica, desde chiquita, su mamá la cachó y le pegó. Le dio malos consejos, que era mejor no comer, ella siguió con su problema, estaba enferma. La internaron, eso nunca lo contaron en la familia, hay mucho que callan, una se entera. Regañaron a la tía y las mandaron a la nutrióloga y a la psicóloga. Nada más llevaron a Nadia, un tiempo.

La tía Azucena la culpaba de ser gorda, de que la hacía enojar y por eso le dio diabetes e hipertensión. Nadia se sentía culpable. Diría que eso de que su mamá la vigilaba después de muerta, era exageración, o locura, sin embargo, en la cena pasó algo que nos puso la piel chinita.

—Qué importa si subo de peso o bajo. Estoy enferma y no quiero quemarme la garganta por el vómito. Ni pretendo contar calorías o hacer chistes pendejos de mi cuerpo, porque sí lo quiero y es mío —dijo Nadia, quien oyó eso de Camila Cabello y se inspiró. Aunque la tía tenía traumas, quería a Nadia, por eso la cuidaba.

La prima agarró papitas de la mesa, se sirvió un vasito de mistela, chocolate, se metió un puño de cacahuates y siguió picando de todo. El tío, espantado, la mandó a traer más botana.

—Hijita, pon patitas envinagradas.

—Déjala comer, al rato que siga sirviendo. Ayúdale, Miriam —indicó mi mamá recién llegada del salón de belleza.

La prima se metía tostadas y botanas. Acabó la ensalada rusa y tomó varios vasos de refresco. Absorta en el vacío, como si alguien la observara, dejó la tostada a la mitad. Pálida, su nariz ancha se abría y cerraba. Corrió al baño. “Esta va a vomitar” deduje y la seguí. Puse mi oído pegado a la pared, como dije, mi familia es chismosa. Junto a mí estaban mis sobrinitos, poniendo la oreja en la puerta del baño y hasta los perros que se salieron del cuarto tenían las narices metidas en las ranuras. Por más que hacía señas de que se fueran, me ignoraban. La luz se apagó. La música a todo volumen dentro de la casa paró, también la del arbolito de navidad.

Nos salvaron las velitas para pedir posada. Le toqué y abrimos por la fuerza, percibimos una sombra oscura alrededor de la prima abrazada a la taza de baño. El perro empezó con sus ruidos raros. Se me revolvió el estómago.

La luz volvió. El Buitre seguía bramando junto con los cachorros de la casa y de los vecinos. Escuchamos decir “¡Adiós, mamá!” mientras bajaba la palanca. La prima había vomitado, dijo que al principio la invadió el miedo, luego hizo las paces con su mamá. Los niños corrieron y contaron que el espíritu de la tía Azucena estaba con nosotros. Mi mamá gritó que era un milagro, su hermana estaba ahí en un día tan importante, lleno de unión familiar.

Del baño salió Nadia a dar su testimonio, luego de lavarse las manos.

—Sentí a mi madre, sabe que algunos me culpan de su muerte y dice que eso está mal. Ella me ama y no se podía ir sin decirme que no fue mi culpa. Me quiere y espera que ustedes también lo hagan y me dejen de criticar y al cuerpo de los demás.

Si no fuera por la presencia de la sombra y el perro que no dejaba de aullar diría que fue mentira. Sin embargo, en la mesa ya no se habla del peso, dietas y cirugías, seguimos buscando constelaciones en el cielo. Así sanamos.

El árbol de manzanas

El árbol de manzanas

Por Catalina Ishtar

 Se acercó al árbol y tomó entre sus manos la que se veía más crujiente para después girarla tres veces y separarla del tallo.

Chris podía sentir el frío navideño al acercarse a la ventana. Se levantó tarde; ese día tendría guardia. Tomó un pan tostado de la mesa, puso un poco de salsa de raíz de rábano picante y colocó la lengua entre el diente y el labio en señal de protesta al encontrar migas de pan de centeno en la mantequilla. Deslizó el cortaquesos sobre las tostadas, las aderezó con cuatro rodajas de pepinillos y se sirvió un vaso grande de leche con un 3% de grasa. Al dar un sorbo al café, notó una creciente sensibilidad en los dientes, probablemente causada por la cafeína.

—Te has terminado la leche.

—Sí, lo sé. En veinte minutos puedo manejar hacia el supermercado; mi turno comienza hasta las 7 p.m. —Salió de la casa con cuatro capas de ropa, impermeable, casco y estrenando las muñequeras que Lia le había regalado en su cumpleaños.

Durante dos décadas, recorrió en bicicleta el trayecto hacia su trabajo, memorizando cada rincón del camino hacia el supermercado. Ingresó a la escuela de policía a los diecinueve años y no existía nada que anhelara más que usar el uniforme. No tuvo tiempo de rebelarse; su juventud no había sido fácil, pero últimamente, desde la detención de ese joven palestino, sentía la necesidad de replantear lo que consideraba correcto.

A los dieciséis años, Yussef ya ostentaba una barba notablemente prominente para su juventud, pero que armonizaba con sus raíces árabes. Aunque había nacido en Lund, sus padres provenían de Palestina, confiriéndole a Yussef una identidad física y cultural marcadamente distinta. A pesar de haber venido al mundo en Suecia, cada vez que afirmaba ser sueco, experimentaba una incómoda sensación que lo llevaba a desentrañar el origen de sus rasgos. La senda de las pandillas, inaugurada por su hermano, pronto también se extendió hacia él.

A pesar de que la policía sueca tenía serios lineamientos sobre no intervenir mucho en disputas entre pandillas, Chris ese día hacía rondines por Rosengård en respuesta a una llamada de violencia doméstica, suceso típico en fechas navideñas. Las calles de uno de los barrios más peligrosos de Suecia, lleno de puntiagudas flores secas “hasthov” y ladrillos antiguos del arquitecto Thorsten Roos, servían de escenografía para mostrar el cuerpo desangrado de Yussef. Chris se acercó al chico mientras llamaba por la radio y se percató con tristeza lo joven que era.

Camino al supermercado vio cómo un coche perdía el control y chocó contra un poste, bajó de la bicicleta y corrió a ayudarlo. Estuvo ahí hasta que la ambulancia llegó, olvidó la leche en el césped de la acera y cuando regresó a casa tomó el camino corto porque quería robar una de las manzanas del árbol atemporal que su vecino tenía al frente de la casa. La escondió en su chamarra y siguió su camino.

La cena de Navidad se convirtió en una comida, ya que tenía que comenzar su turno a las 7 p.m. Era la primera vez que no pasaba Navidad con su familia y también la primera vez que la familia de Yussef no pasaba la Navidad con él.

Sentado en la mesa observando a los invitados, su mirada perdida, no quería hablar de más sobre ningún tema. Se había acostumbrado a no compartir información de su trabajo. El vino caliente navideño, el olor del arenque con clavo, cóctel de camarones, tostadas con salmón, galletas de jengibre, pan de azafrán. Escuchaba atento las historias navideñas que contaban, ¿quiénes eran esas personas invitadas a su mesa? No dejaba de pensar en el futuro que pudo tener ese chico. Lia tomó su mano, sabía cuando pretendía estar pero fallaba. Apretó su mano y se acercó un poco hacia ella susurrándole al oído:

—Hoy robé una manzana de Lars.