Ponche y máscaras

Ponche y máscaras

Por Vilma Domínguez

Roberto lleva en la mano una botella de vino, Julia, con la cabeza baja apresura el paso, intenta seguirle, pero el cuerpo alargado del hombre, de piernas flacas y ágiles lo hace imposible. El frío es húmedo y la mujer estuvo a punto de caer en varias ocasiones sin que él lo notara.

   —Sabes que odio llegar tarde, mi jefe de seguro está en la oficina, tendré que presentarte con todos—. Dijo Roberto, al entrar en el elevador.

   —Puedo regresar.

   —No seas tonta, saben que te invité y pasaría toda la fiesta disculpándote.

    Cuando abrieron la puerta de cristal, Julia sintió el eco de voces dirigirse hacia ellos.

    —¡Qué bueno que llegaste, cabrón! Estos están más serios que en misa.

    —Mucho gusto, soy el licenciado Romero.

    —Claro, mi esposa Julia.

     Caminaron por la oficina decorada con muérdagos, pinos, santas y otros personajes. Paraban en cada grupo y seguido del entusiasta recibimiento, en algún punto, alguien se presentaba con Julia y Roberto asentía: mi esposa. Después de varias vueltas, la mujer tomó un vaso con ponche y se sentó en una de las sillas.

     En casa, Roberto era de lo más antipático, amanecía enojado, comía enojado y se acostaba refunfuñando, pero ahí era un hombre ligero, casi correspondía su levedad al cuerpo de junco con el que llevaba diez años casada. Ese era un extraño, porque ella no lo conoció feliz y fue cambiando con el paso del matrimonio. Julia se casó sabiendo que no era un príncipe, ni siquiera un buen conocido. Aceptó su propuesta, cansada de escuchar los lamentos de su ahora difunta madre. Mi única hija, solterona, qué estaré pagando yo. Esa era la cantaleta que crecía en casa desde que cumplió veinticinco años. A los treinta y tres, entró de la mano con el desteñido de Roberto y dos años después murió su madre, con una sonrisa que confundía a todo el que se acercaba al féretro.

     Dejó la silla para tomar unos bocadillos y regresó a su puesto, desde esa esquina aquello era una obra de teatro, Roberto contaba chistes, abrazaba a sus colegas y hasta cantaba canciones que nunca le había escuchado, de hecho, en casa, el silencio era casi ley, Julia prendía la radio cinco minutos después de que se cerraba la puerta, eso le daba la seguridad de que Roberto había alcanzado el camión en la esquina y que no lo volvería a ver hasta las dos de la tarde, a las tres y media repetía el gesto y así día tras día. Cuando en ánimos de mejorar la convivencia, es esos momentos que uno piensa que carga la buena racha, se le ocurría prender la radio, él, sin explicación, alargaba su esquelética mano dándole fin al intento. Por todo aquello, Julia abría muy grandes los ojos, como esferas plateadas y se hacía más chiquita sobre la silla.

    —Me llamo Claudia, soy la contadora ¿gusta algo más fuerte? Las fiestas de Navidad se extienden hasta la madrugada y un traguito las hace llevaderas. Nadie se va si no sale el jefe, no es regla, pero a él le gusta dejar el ambiente prendido y luego soltarnos, eso es lo que cada año repite, ya lo verá. Siempre nos preguntamos ¿Por qué nos desaira la esposa del “Chispa”? ¿Sabe que le dicen así? Es de buena fe, nos cambia el humor cada que llega. Entonces, ¿un traguito? Tenemos mezcal y vino.

    —Si, gracias. Vino por favor.

   Claudia regresó con un vaso hasta el tope para ella y otro para Julia. No tenían mucho de qué hablar, Julia fue maestra pocos años y desde que se casó pasaba el tiempo en casa atendiendo a Roberto; Claudia hizo unos intentos más y terminó por disculparse para hacer una llamada.

    En su silla, con el espectáculo que el “Chispa” le ofrecía, los pensamientos de la mujer iban y veían agitando el vino que fermentaba su sangre ¿Para qué le había propuesto matrimonio si con ella todo era amargura y silencio? ¿Cuántos años más le esperaban de lo mismo? ¿O era una nueva etapa en la que él le revelaba su verdadero yo y ahora pondrían la música a todo volumen? Imposible, aquel extraño solo le mostraba que era feliz, que le hizo un favor y que mientras ella vivía de puntitas, él se comía el mundo a carcajadas.

    Después del esfuerzo de Claudia  por integrarla no hubo otros, las pocas mujeres evitaban su mirada y los hombres pasaban de largo por miedo a que les bajara el alcohol con su presencia sombría. Dieron las once, la una, las dos, y se cumplió el oráculo. El jefe de Roberto, un pequeño regordete rojo de borracho, pronunció su discurso, agradeció a cada uno y en especial “Al Chispa”, porque sin él la Navidad no sería la misma, luego se disculpó: “Ya los encaminé, ahora los suelto para que la pasen mejor, sin el lobo en la casa”.

     Para ese entonces, Julia se había servido varios vasos más y Roberto, pasados unos minutos, se acercó a su lado.

    —Ya nos vamos. Mínimo despídete, has pasado toda la noche con tu jeta. 

    Salieron del edificio y regresaron sobre sus pasos, ahora, un poco tambaleantes, pero con la misma distancia, él delante de Julia cortando el viento. Mientras caminaban en las calles solitarias, Julia sintió el hueco en el estómago que puede dejar el silencio, no pasaban coches y la mayoría de las personas dormían a esa hora. Roberto giró la llave y sin cambiarse se dirigió a la cama. Julia, por su parte, vibraba, sentía como si los años a su lado se le hubieran regresado al cuerpo. Tomó una maleta pequeña, metió en ella lo importante y dejó la casa en busca de todos los sonidos que el tiempo junto a Roberto le habían quitado.

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