El árbol de manzanas

El árbol de manzanas

Por Catalina Ishtar

 Se acercó al árbol y tomó entre sus manos la que se veía más crujiente para después girarla tres veces y separarla del tallo.

Chris podía sentir el frío navideño al acercarse a la ventana. Se levantó tarde; ese día tendría guardia. Tomó un pan tostado de la mesa, puso un poco de salsa de raíz de rábano picante y colocó la lengua entre el diente y el labio en señal de protesta al encontrar migas de pan de centeno en la mantequilla. Deslizó el cortaquesos sobre las tostadas, las aderezó con cuatro rodajas de pepinillos y se sirvió un vaso grande de leche con un 3% de grasa. Al dar un sorbo al café, notó una creciente sensibilidad en los dientes, probablemente causada por la cafeína.

—Te has terminado la leche.

—Sí, lo sé. En veinte minutos puedo manejar hacia el supermercado; mi turno comienza hasta las 7 p.m. —Salió de la casa con cuatro capas de ropa, impermeable, casco y estrenando las muñequeras que Lia le había regalado en su cumpleaños.

Durante dos décadas, recorrió en bicicleta el trayecto hacia su trabajo, memorizando cada rincón del camino hacia el supermercado. Ingresó a la escuela de policía a los diecinueve años y no existía nada que anhelara más que usar el uniforme. No tuvo tiempo de rebelarse; su juventud no había sido fácil, pero últimamente, desde la detención de ese joven palestino, sentía la necesidad de replantear lo que consideraba correcto.

A los dieciséis años, Yussef ya ostentaba una barba notablemente prominente para su juventud, pero que armonizaba con sus raíces árabes. Aunque había nacido en Lund, sus padres provenían de Palestina, confiriéndole a Yussef una identidad física y cultural marcadamente distinta. A pesar de haber venido al mundo en Suecia, cada vez que afirmaba ser sueco, experimentaba una incómoda sensación que lo llevaba a desentrañar el origen de sus rasgos. La senda de las pandillas, inaugurada por su hermano, pronto también se extendió hacia él.

A pesar de que la policía sueca tenía serios lineamientos sobre no intervenir mucho en disputas entre pandillas, Chris ese día hacía rondines por Rosengård en respuesta a una llamada de violencia doméstica, suceso típico en fechas navideñas. Las calles de uno de los barrios más peligrosos de Suecia, lleno de puntiagudas flores secas “hasthov” y ladrillos antiguos del arquitecto Thorsten Roos, servían de escenografía para mostrar el cuerpo desangrado de Yussef. Chris se acercó al chico mientras llamaba por la radio y se percató con tristeza lo joven que era.

Camino al supermercado vio cómo un coche perdía el control y chocó contra un poste, bajó de la bicicleta y corrió a ayudarlo. Estuvo ahí hasta que la ambulancia llegó, olvidó la leche en el césped de la acera y cuando regresó a casa tomó el camino corto porque quería robar una de las manzanas del árbol atemporal que su vecino tenía al frente de la casa. La escondió en su chamarra y siguió su camino.

La cena de Navidad se convirtió en una comida, ya que tenía que comenzar su turno a las 7 p.m. Era la primera vez que no pasaba Navidad con su familia y también la primera vez que la familia de Yussef no pasaba la Navidad con él.

Sentado en la mesa observando a los invitados, su mirada perdida, no quería hablar de más sobre ningún tema. Se había acostumbrado a no compartir información de su trabajo. El vino caliente navideño, el olor del arenque con clavo, cóctel de camarones, tostadas con salmón, galletas de jengibre, pan de azafrán. Escuchaba atento las historias navideñas que contaban, ¿quiénes eran esas personas invitadas a su mesa? No dejaba de pensar en el futuro que pudo tener ese chico. Lia tomó su mano, sabía cuando pretendía estar pero fallaba. Apretó su mano y se acercó un poco hacia ella susurrándole al oído:

—Hoy robé una manzana de Lars.

El último árbol de Navidad

El último árbol de Navidad

Por Aída M. Zúñiga

Fue el último diciembre contigo, un año previo a tu partida. Íbamos muy entusiasmados y contentos en el tradicional paseo que nos reunía, cada temporada, para ir al Bosque de los árboles de Navidad. Era nuestra época favorita, que iniciaba precisamente con ese habitual recorrido familiar.

Ya te sofocabas al caminar y no podías hacer grandes esfuerzos, por lo cual, me ofrecí a quedarme contigo al pie de la pequeña colina, mientras los demás corrían festivos por el sendero de pinos en busca del más grande, el más “esponjado”, el más brillante, el más oloroso, el que tuviera catarinas. Vimos cómo se perdían jubilosos entre las abundantes copas verdes, aunque la alegría de mi corazón contrastaba con el silencioso dolor en el tuyo porque ya sospechabas tu desenlace. El nieto más pequeño de la familia aún no caminaba, pero emocionado señalaba un árbol u otro, carcajeándose en los brazos de su padre.

—¡Míralo va bien contento! —exclamé risueña—. ¡El próximo año irá corriendo atrás de todos!

—Sí…pero el próximo año ya no voy a verlo- respondiste seria, melancólica, segura. Intuí a qué te referías, mis latidos se encogieron y me llené de este frío que no me abandona desde entonces.

No volví a sonreír desde el fondo de mi corazón, porque mi alma angustiada se quedó ahí, aferrada a la tuya, como para no dejarla escapar.

El grupo regresó y nos halló silenciosas, ocupadas en profundas reflexiones. Sin percatarse del drama que se cernía sobre el clan, ataron los árboles en los toldos de los carros y seguimos al mercado de artesanías, luego a comer. Nosotras convivimos con todos fingiendo que no existió ese breve momento de revelación, aunque nuestras risas eran huecas, falsas; máscaras de carnaval que ocultaban con éxito la zozobra interior.

De regreso a casa ellos parloteaban o se carcajeaban con las anécdotas de la excursión, mientras yo languidecía en el océano de lo inevitable… y tú canturreabas, como si nada, tu villancico favorito: “¡Pero mira cómo beben los peces en el río, pero mira cómo beben por ver al Dios nacido!”.

Después de Navidad, el cáncer nos tomó por sorpresa, invadió la mitad de tu cuerpo a una velocidad apabullante, sin darnos tiempo de concebir, de asimilar, que ese “monstruo”, como le llamabas, había burlado el control médico arremetiendo sin misericordia contra tus entrañas, los pulmones, los huesos y hasta el cerebro.

En cuestión de días la vida se convirtió en una pesadilla, arrojando un manto de espadas sobre nuestros hombros. ¡Maldita enfermedad que extinguía tu flama, llenándonos de vacío y oscuridad, sin lugar para el consuelo ni la resignación!

Difícil de aceptar que ya no compartirías conmigo los próximos sucesos “importantes” de la vida. Los cumpleaños de mis hijos, sus primeras comuniones, los conflictos de la adolescencia, el ingreso a la prepa y la graduación de la universidad… tantos planes segados por la guadaña mortal.

La muerte se echaba sobre ti reclamando sus dominios, sin prisa. Aspiraba tu aliento sigilosa, ávida, inexorable; tus ojos sin brillo, como espejo desgastado, no reflejaban dolor, ilusión o pena. Tu rostro siempre alegre y amable, degeneró en una mueca amarga, sin ánimos para fingir bienestar, esperanza o conformidad. A veces aletargada y, otras, enojada con la vida, con Dios, con tus semejantes, por las cosas que ya no podías hacer y por las que ya no llegarías a ver.

El deterioro de tu cuerpo fue vertiginoso, el semblante cenizo, los pómulos afilados, los ojos sumidos, y esa rara apariencia que adquiere la pupila de los moribundos, como un lago inmóvil, que al no fluir sus aguas se estancan, se vuelven turbias, opacas. Dejaste de luchar, por fin aceptaste, sin más, que debías entregarte al misterio absoluto de abandonar el ser.

El día que partiste amaneció brumoso, con una ligera llovizna, como suelen ser las mañanas de noviembre. Me miraste con una expresión de niña, un poco asustada, un poco triste, un poco desolada. Luego te serenaste, dirigiste los ojos al infinito y te dejaste ir, como una suave brisa de verano.

Lloré silenciosa por largo rato, encogida en un rincón, como chiquilla abandonada, sin consuelo. Hasta que de lejos, en un susurro, me llegó tu dulce voz entonando ese villancico y recordé nuestro último paseo juntas, nuestro último árbol de Navidad y tu felicidad, a pesar de todo.  Supe que seguirías conmigo, en todo momento, cada día, cada año, por toda la eternidad… mi adorada mamá.

Blanca navidad

Blanca navidad

Por Carmen Macedo Odilón

Cuando las personas cantan esta melodía invernal sonríen como bobos, adornan con esferas de colores chillantes y luces intermitentes el cadáver de un pobre árbol. Otros presumen lo buena gente que son como para que un señor vestido de rojo venga y les dé regalos tanto a ellos como a sus hijos. Vivo en un mundo donde se puede ser una mierda 364 días, pero en el que veinticuatro horas son suficientes para amar, perdonar y arrepentirse del pecado previo. Por eso y muchas cosas más… la Navidad apesta.

La víspera que marcó para mí esa fecha maldita, pasé el día entero encerrada en casa con mi madre mientras la escuchaba decir: “vamos a preparar la cena”, “hay que comprar los regalos” y “poner la casa bonita”. Dado que comprar es sinónimo de amor, fuimos a Walmart desde temprano por lo regalos para los sobrinos, después a La esperanza para recoger el pavo horneado y por último al mercado por las frutas y verduras, pedimos tejocotes extra para el ponche, a sabiendas de que más tarde irían a la basura al fondo de los vasos desechables.  

Tras volver, mi madre me preguntó cuál suéter debía usar para la cena, si el de muñeco de nieve o el de la Señora Claus, también pidió que me asegurara de que cada invitado tuviera un gorro rojo de fieltro. Por la noche, mi padre estuvo orgulloso de haber instalado astas de reno y una nariz roja en su camioneta.

—Esta velada deja lo Grinch en tu cabeza, Leslie, te hace falta paz y amor de familia —dijo mientras yo cortaba papas y zanahorias.

—Esta noche preferiría… trabajar en mi tesis en vez de estar aquí como sirvienta.

—Óyeme, se dice trabajadora del hogar, y doña Luchita también tiene derecho de estar con los suyos. No sabes, ya le armé una paca con unas blusas que ya no me quedan y algunas alhajas que nunca usé.

—Óyeme, ma’, mejor le hubieras dado dinero, que a todos nos hace falta en vez de que nos regalen lo que ya no les sirve.

Previo al día nefasto, tuvimos que hacer un intercambio de regalos en la oficina. Y yo de mensa, pensé que por trabajar en la Secretaría de Educación Pública habría un ambiente laico, donde nos dejaríamos de esos eventos sociales de compromiso, pero no. Se acordó un tema, el monto mínimo y se creó una tabla donde se registraba quién entregar el obsequio: la mejor expresión de un regalo desinteresado, secreto y de libre elección. En aquel momento, trabajaba en el mismo departamento que mi novio, Guillermo. Teníamos dos meses de andar y estábamos bajo el embrujo del amor recién estrenado. Cruzamos los dedos para que nuestros papelitos fueran los vehículos de la suerte, porque en mi cabeza no cabía la idea de darle un presente a otra persona teniendo frente a mí el objeto de mi aprecio.

Pero qué es la suerte, que llueva el día que olvidaste el paraguas, que vaya lento el metro cuando tienes más prisa o que justo cuando estás estrenando un anillo o pulsera, se te pierda por no estar acostumbrada a su presencia. Al menos, esa es la única suerte que conocía y esa vez, fue lo mismo para Guille. Mi pareja de intercambio fue mi archienemiga del área, Karly (no Karla) con quien chocaba como polos iguales de un imán debido a nuestras similitudes: proveníamos de la misma carrera, teníamos la misma edad y nacimos en el mismo mes, pero ella, a diferencia mía, se vanagloriaba de estar a nada de conseguir su título, mientras que yo seguía dando vueltas al tema de mi tesis. Eso, en automático, nos convirtió en mujeres totalmente distintas, además de otras nimiedades como: ella con lentes de diseñador, yo vista 20/20; ella delgada, yo no tanto; ella soltera, pero con pegue; y yo, con novio, aunque de media tabla. Yo, mustia pero amable, ella dura y directa.

En dos meses intercambiamos palabras quizá ocho veces y ahora ella tenía que pensar y gastar dinero en mí, lo que me resultó perturbador. Tendría que agradecerle el detalle y abrazarla sin importar que nos odiáramos. Quise cambiar lugar con Guille, quien le daría un regalo a la chica que estaba haciendo su servicio social, y ella, a su vez le tocó él. Eso también se llama suerte. Mi novio y yo fuimos por los regalos al centro de Coyoacán para curiosear en las artesanías. Luego de compartir un elote, Guille, un tanto tímido, preguntó por nuestros planes para Navidad, dijo que él pasaba Nochebuena en casa, porque lo obligaban. Normalmente, mi familia compraba la cena ya hecha y comíamos con alguna película de temporada como fondo para no platicar. Mi papá y hermanos en pijama, mi mamá, tras dejarnos satisfechos, se iba con sus amigas a una cena de verdad.

—Bueno sí, Leslie, esas son las navidades en casa, pero yo hablaba de NUESTRA navidad —sus mejillas encendidas y la voz profunda y cachonda de su alma me puso a soñar.

Suerte es que esa primera Nochebuena en la que tenía trabajo y novio, mi mamá cambiara la fiesta con las amigas por una cena grande en casa, que invitara a los primos y sobrinos, que yo fuera su brazo derecho para cocinar en vez de escaparme en una noche ideal para mi primera vez con mi novio.

El día del intercambio, el jefe nos brindó un discurso lleno de cordialidad y empezamos con la entrega de regalos. Ferreros de todos para todos, a alguien se le cayó su taza justo cuando posó para la foto, otro se olvidó de quitar el precio, algún presente se veía reciclado. Después de eso bajó la efusividad, Karly y yo aprovechamos para abrazarnos a la distancia, lanzar un beso al aire y un “gracias” que apenas si se escuchó. Cada regalo fue guardado bajo el mostrador de trabajo e ignorado por el resto del día. Incluso, luego de las vacaciones, ciertas tazas siguieron ahí. Al final de la jornada, todos los trabajadores fuimos reunidos para el brindis de cierre ante el inicio de las vacaciones de invierno, la semana más feliz de nuestras vidas. Con medio vaso de refresco, repetimos a coro, “felices fiestas”, donde el abrazo fue obligatorio. Karly, apenas me rozó con sus uñas de gelish recién puestas, yo le di palmaditas en la espalda como se acaricia a un perro del que se desconoce si muerde o no.

—Veámonos mañana, cuando todos estén crudos o abriendo los regalos con los niños. Leslie, yo quiero que esta Navidad pasemos al siguiente nivel.

Nos llenamos los oídos de cursilerías, al fin me dejé invadir por el espíritu de unión, de unión cuerpo a cuerpo con Guillermo.

En casa, apoyé con la cena, envolví los regalos para los sobrinos y le ayudé a mi mamá a hacer galletas, pero cada tanda se quemó y tuvimos que comprar un Surtido rico.

—Ora, tú, ¿traes algo entre manos? Nunca te había visto tan servicial, mija.

—Mañana voy a salir, ma’.

Ella soltó una risilla molesta mientras asentía con la cabeza.

—Ya decía yo que no era la tesis lo que te tiene así de sumisa, cuídate, y acuérdate que sin globos no hay fiesta.

—Ay, ma’ no manches, estamos cocinando. Pero ya sé.

No iba a quebrarme la cabeza con una velada romántica llena de lujos en medio de un viaje que Guillermo y yo pagaríamos a plazos. Pero al menos, invertí mi aguinaldo en algo útil: calzones rojos, satinados, baby doll de animal print, más un ahorrado para el hotel por si Guille quería que nos quedáramos otra noche. Y obvio, tenía que ser un lugar bueno, no esos donde se paga por hora.

—No deberíamos avergonzarnos por nuestras pasiones, Leslie. Lo que busco en una mujer es que me permita ser libre. Un espacio de amor donde hagamos realidad nuestros más hondos deseos, incluso los que nunca pudimos expresar con palabras.

—Tendremos una blanca navidad —respondí.

Elevé mi cara al cielo como si sobre mí cayera nieve invisible, me mojé los labios y cerré los ojos por la pena de ese sentimentalismo que me negaba a seguir exhibiendo ante él, cuando siempre me habían sido indiferentes las fiestas decembrinas. ¿Cómo sería la nieve en un país donde todo el año parece verano? Guille me besó como si quisiera comerse mi cara y sus caricias atentaban contra la resistencia de los botones de mi blusa. Atrás había quedado su pesar por haber discutido en casa por preferirme a su familia, ante el comienzo de algo más en nuestra relación.

Detuvimos los besos y fuimos a comer para guardar energías para lo que viniera.

—Es que te juro que no entiendo a mi familia, Leslie, incluso mi mamá se puso a llorar porque la decepcioné como hijo. Por un día que no celebré en familia, ¿puedes creerlo? Tanto escándalo porque me atreví a decir no. Por eso me urge salir de ahí, independizarnos.

No dijo “independizarme”.

A las siete de la noche entramos al cuarto, cerré las ventanas y por accidente rompí una esfera que ya no pudo sostenerse de la tela, encendimos la tele que sintonizaba porno.

A la mitad del faje sonó su celular. Atendió dejándome con la blusa a medio abrir. Era su mamá quien “esperaba” que Guille tuviera una “bonita navidad” lejos de casa y su familia por veintitantos años, donde “seguramente” lo valoraría más “esa mujer” a quién apenas conocía un par de meses.

—Cuelga, Guille, qué no mame.

 Del otro lado del altavoz oí como lo llamaba ingrato, mal hijo y egoísta. Sus berridos llegaban a toda la habitación, pero mi novio no se movió, escuchó las recriminaciones con gesto enfadado, a la espera del momento para contestarle, mas no lo hizo.

—Cuelga, Guille, o yo le cuelgo.

Dijo que sí era todo lo que ella decía y que al menos no estaba allá para tener que verles la cara. Tras eso se cortó la llamada, pero Guille siempre me había dicho que después de la tormenta venía la calma, con disculpas y más llanto.

Trató de volver conmigo, pero ya nos habíamos enfriado. Nos recostamos y le pedí que tuviera fuerza, porque pronto podría independizarse para que ya no lo trataran como un niño. Respondió con una caricia desde mi rodilla que avanzó hasta perderse bajo la falda. Sus ojos lucían llenos de hambre de mí y mi sonrisa era enorme, las manos tocaron territorio desconocido para ambos. Guille era delgado, pero sabroso al tacto y él masajeó mis lonjitas encantado por la suavidad. Volvió a sonar el teléfono, dijo que no lo tomaría en serio, pero el timbre era insoportable. De nuevo se apartó con el aparato en la mano, me hizo un gesto para indicarme que venía la hora de las disculpas, y vaya que tendrían que ser buenas por no dejarnos en paz. Pero esta vez era su padre.

“Ni te molestes en regresar a la casa, desgraciado, a ver si esa puta te mantiene”

—Pinche viejo, Guille, mándalo a la chingada.

 Pero mi novio solo reflejaba las ofensas en su rostro. Me levanté de la cama, dispuesta a quitarle el celular, entonces la voz cambió, era su hermana.

“Ay, manito, es que ahora sí se enojaron gacho, mi papá se agarró el Bacardí y mi mamá pues…”

—Tú no te metas, pendeja, esto es entre mis papás y yo. Ya me acostumbré a que me escupan en la cara, y claro, luego vienes tú, que eres su hija perfecta. No, ni te hagas la que sufre por mí, te puedes ir a la chingada, como dice Leslie, con todos ellos.

Colgó.

—No mames, Guille, si tu hermana no te dijo nada malo, para qué te desquitas con ella, qué poca.

A él le temblaban las manos y yo para disimular el silencio me dediqué a empujar bajo la cama los pedazos de la esfera, con tal de que no nos la fueran a cobrar. Guille se me arrojó encima, pero su familia ya me había matado el romance. Entre sus caricias salvajes le dije que mejor nos esperáramos otro rato o nos fuéramos, pero él se desnudó frente a mí y estaba más firme que nunca en seguir con aquello que habíamos acordado. Imaginé más llamadas cargadas de gritos y voces llorosas, pero cuando volví en mí, ya me había despojado hasta de la pena.

—He querido darte tu regalo desde que te vi, Leslie.

Y no tuvo que agregar más.

A la mitad de la faena, comprobé que hay quienes se calientan por el coraje. Guille chorreaba sudor, sostenía mis piernas en sus hombros y yo me aferraba a las sábanas tanteando para que no me tronara la espalda por la emoción. Sus gruñidos me hicieron ver que estaba cerca de acabar, entonces se apartó de mí y con el gesto apretado, más un hilo de voz que incrementó hasta convertirse en grito, soltó:

—Ahí te va tu blanca navidad.

Lyn May puso en el mapa las mascarillas de esperma de ballena, pero quiero pensar que ella no recibió los latigazos líquidos justo en los ojos, ni que ardería como la chingada. Si así era el paso de novia a amante, hubiera preferido no saberlo jamás. Suerte es que para alguien “ser libre” signifique hacerle un facial a su novia en la primera vez, luego de una noche llena de reclamos por parte de su familia, la cual, además te ve como una cualquiera.

Con el rostro lavado, ya sin pestañas postizas y con el cabello húmedo, le dije que había malinterpretado mi frase, que no iba con significado oculto, y que no me refería a nada como una “lluvia dorada” o un beso blanco.

—Leslie, tú también deberías liberar tus prejuicios, eso es lo que busco en una mujer y hasta ahora ninguna se había quejado, ni siquiera Karly.

El teléfono sonó. Su hermana había tenido tiempo para reflexionar y le dijo a Guillermo que era un pinche ardido y frustrado.

—¿Anduviste con Karly?, perro asqueroso, ¿y nunca me lo ibas a decir?, Guille, hijo de la chingada.

—Ay, Aura, diles a mis papás que si yo soy el mediocre de sus hijos es porque solo a ti te dieron la atención, te vale que a mí me hagan menos, como si todo en la vida se redujera a sacar puros dieces en la escuela. Estás pendeja si crees eso, ¿eh? —Guille se inclinó en la ventana y siguió hablando, apenas con los pantalones puestos—. Y no, me vale lo que digas, porque yo estoy con alguien que me quiere y que me acepta como soy. Pásamela, sí, pásame a mi mamá, que esto lo oiga bien.

Y no supe lo demás que le dijo, porque aproveché para vestirme y salir de la habitación. Le envié un mensaje que decía: “Terminamos, no me busques más”. Apagué mi celular y escapé en un taxi para que no me viera, apenas eran las nueve de la noche y regresé a casa para tirar a la basura la taza del intercambio de Karly. Tras empezar enero, hubo recorte de personal y me mandaron un correo electrónico donde decía que pasara a firmar mi liquidación, mi mamá dijo que ahora no tenía excusa para darle duro a la tesis y tuve que darle la razón.

Cuando pienso en la Navidad, viene a mi mente la esfera rota, un güey con mommy issues y la costra blanca de aroma a cloro que se me quedó entre los cabellos hasta que pude bañarme en casa. Incluso hoy, cuando oigo a alguien tararear “Blanca navidad” solo puedo decir: que se vaya a la chingada.

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