Misa de Gallo

Misa de Gallo

Por Cecilia Santillán

Por la mañana cuando abrí los ojos, la luz entró como un manto blanco sobre mi rostro; me lastimó y me tapé con el dorso de la mano. Me imaginé mi brazo quemado como el de un taxista, pensé en una manga cubriéndolo después del tueste del sol y a mí con la vergüenza de tener que usarla. 

Me puse de pie, fui a la cocina a preparar el desayuno para Mario y para mí. Antes le di un beso, pero seguía dormido; siempre le gustó levantarse tarde, por ahí del medio día o más, aun en los días de trabajo. Decidí hacer huevo a la mexicana, puse aceite, cebolla, un poco de ajo, sal y jitomate. Cuando me giré para tomar los cuadros de verdura, el cuchillo brilló. Los pedazos rojos le daban un aire asesino; me quedé pensando. 

Hay una historia en Dostoyevski que habla del asesinato de una anciana a manos de un estudiante armado con un hacha. Hay una anécdota que contaba mi tía abuela sobre un yonqui adinerado que mató a sus abuelos a hachazos, sólo para adelantarse la herencia. Siempre me ha impactado la similitud y, al mismo tiempo, oposición de ambas narrativas. La realidad supera la ficción. Y el cuchillo estaba ahí, frente a mí, evocando tragedias como el filo de un abismo,  con un aire de película y música de Bernard Herrmann. 

Me vino a la mente una escena de Freddy Krueger, donde un personaje se corta las venas y éstas se elevan hacia el cielo como las cuerdas de una marioneta. Hay muchas formas de morir, algunas implican asesinato o suicidio, la línea puede ser delgada y a veces todo depende de un desliz infame de interpretación. 

Aquel  día iniciábamos nuestras vacaciones en casa de la familia de Mario; era la primera vez que yo iba a pasar las fiestas con su gente. Estaba nerviosa; el crujido constante de mis dedos era prueba irrefutable, pero también estaba contenta. Tenía mis dudas sobre si nuestra relación iba en serio, pero este gesto las disipaba por completo. Al fin, había llegado el día. Y es que una siempre quiere conocer el origen del vato del que se enamora; una, enculada, puede querer saberlo todo y temer al fin saberlo, diría Villaurrutia. 

En ese tiempo, yo creía sin saberlo, que iba a encontrar al hombre con el que me iba a casar, y ése era cada uno de los novios con los que empezaba una relación; así de “en serio” me tomaba a los vatitos. Siempre me tocaron weyes intensos, raros, que se morían por mí y así. Una llega a los pensamientos importantes casi siempre fuera de tiempo. 

Aquella vez con sus parientes pasamos un día amoroso, su familia era agradable, chistosa, amable; me sentí en confianza de inmediato. La tarde se nos fue comiendo, charlando y pegando risas. Luego la tía Carmen propuso ir al temazcal, para recibir la Navidad con “una limpia”, sólo las mujeres presentes nos entusiasmamos de inmediato, cada una corrió a preparar su traje y nos fuimos en el auto. No estaba a más de 10 minutos de distancia. 

Nos recibió una mujer con el cabello alborotado y los brazos extendidos, nos indicó dónde estaban los vestidores y, en pocos minutos, nos acomodó a todas en la panza de la tierra. Adentro, todo estaba oscuro. Al inicio se vió un rojo brillante cruzando las piedras calientes, pero a los pocos segundos se extinguió. Quedamos en medio de un sonido de caracol que me hizo estremecer y me aceleró el corazón. La chamana comenzó a tocar un pequeño tambor y  cantó: “Centro de la Tierra está caliente… fiesta en la casa de mamá…”

Grrrruuuuaaau!  Grrrruuuuuaaau! sonó una ocarina simulando un jaguar furioso. Cantamos, reímos, lloramos, nos abrazamos. Se abrieron bocas como llagas. Hablaron de muertos —creo que se trataba de la abuela- hablaron del dolor, de la culpa, de algo que durante años fue tabú y se lo tragaron con la urgencia de la vida. Tras eso hubo lágrimas descaradas, desinhibidas por la penumbra. Y en esa confianza, me animé a decir que me sentía honrada y emocionada porque estaba conociendo a mi nueva familia; lo tomaron de manera afectuosa. Finalmente, volvimos a cenar a la casa de la tía Carmen, aún como envueltas en una placenta de barro tibio.

Cuando entramos a la casa, uno de los tíos dijo:

-¡Ah, chinga! Traen hasta la cara resplandeciente. 

Nosotras reímos y una de las primas respondió: 

-Pues es que nos fuimos curar.

La mesa estaba puesta de manteles verdes; sobre ella un camino con nochebuenas parecía darnos la bienvenida. Los platos eran dorados y blancos, había romeritos, bacalao, pavo, pastel y ensalada de manzana. En el ambiente se respiraba un aroma a naranja caliente, la música sonaba y Juanello cantaba a todo pulmón: “Ay, pero dime por quéeeee… no me esperaste?” 

No recuerdo ya los nombres de toda la familia, pero estaban distribuidos en ambos lados de la mesa. Reían, bromeaban. En cuanto entré por la puerta me di cuenta de que Mario tenía la cara roja por el alcohol y fruncía el ceño, me acerqué con una sonrisa y lo besé en los labios. 

-Vamos allá abajo- me dijo. Y se levantó de la silla.

Fuimos hacia la entrada, lejos de su familia, bajo un árbol  de nuez que hacía todavía más negra la noche.

-¿Estás muy contenta?- me dijo.

-Sí, me la pasé muy bien. ¿Pero qué pasa?

-Se me hace raro que quisieras ir sola.

-Pues es tu familia. 

En ese momento, vi acercarse a Ramiro, el esposo de la tía Carmen. Mario me tomó del brazo y me llevó de nuevo a la casa. 

Ya en el comedor, él seguía bebiendo. Luego de un par de tragos, me invitó a la cocina. Una vez ahí, la panza de un cordero reventó. Me asusté, me sentí ridícula y no pude moverme. La imagen de un cuchillo rasgando el vientre se apoderó de mí, vi las tripas del animal, su sangre caer en borbotones, sus ojos implorando la muerte. Mientras yo no salía de mi aturdimiento, el tío Ramiro ya estaba detrás de Mario para pedirle que saliera. Las piernas se me hicieron hilos. Ramiro de inmediato se dio cuenta y se llevó a su sobrino del brazo. 

En algún movimiento que yo no distinguí, dio aviso a la tía Cármen, que entró con premura a sacarme de ahí para meterme en su recámara. Una vez dentro me preguntó si estaba bien, si su sobrino me había hecho algo. Yo negué con la cabeza, porque sentía un vacío inmenso en el vientre que me entorpecía, pero no pude evitar decir: 

-Tenía un cuchillo.

Ella salió corriendo. Probablemente con esas palabras vio lo mismo que yo. Nunca supe bien qué pasó, no logré distinguir las voces. Prendí la tele y unas campanas anunciaban las doce de la noche, subí todo el volumen para no escuchar mi propio pensamiento. Enseguida entró otra prima, de la que no recuerdo el nombre, pero se quedó hasta el día siguiente conmigo. Toda la noche la pasé abrazándome la panza, hasta que el sueño me venció.  Al otro día, Mario ya no estaba en la casa. Me preguntaron qué quería hacer. Yo sólo quería volver a mi departamento, cambiar las chapas y tirar todos los cuchillos. Pero vacié mi bolsa y no estaba la cartera. 

No podía pensar bien. En mi mente se hacían bucles de humo. Me ofrecieron llevarme a la terminal de camiones y pagarme el pasaje. Accedí sin más complicaciones, necesitaba llegar a mi cama, juntar las rodillas al pecho debajo de una cobija. De camino, me contaron varias historias de terror: Piedras gigantes que cayeron encima de conejos, perros que atacaron a sus dueños mientras estos los alimentaban… Me dejaron a la entrada de la estación, me llenaron de abrazos y bendiciones. El ruido de los autos era notable, un claxon desesperado exigía movimiento. Finalmente me compraron un boleto a la Ciudad de México y me dijeron: 

-Esperamos de todo corazón no volverte a ver.