Blanca Navidad

Blanca Navidad

Por Marcia Ramos Lozoya

La noción del tiempo a veces hace estragos entre lo que he amado y el tiempo que he perdido colocando cada esfera, dándole sentido a los doce meses que pasaron y comprobando que aquel viejo propósito se ha derrumbado como nuevamente la estrella que justamente ha caído de la punta del árbol. Pensé que un abrazo sería suficiente para unir en un lazo, la orfandad entre un padre y su hija, pero yo sabía que no.

—Es que se lo dije, se lo dije mil veces.

—Pero, escucha a la niña.

—¡No ves que es toda una mujer!

—Le dije que no me causara problemas, ¡carajo! yo la recomendé

—Ya te dijo que no fue su intención.

—Es que nunca es su intención.

Con esas últimas palabras, cogí mi maleta y me alejé lo más que pude de casa. Cada navidad iba con la incertidumbre, el miedo en el temblor de las rodillas y la mirada sostenida en el pavo que hace mucho no disfruto. Como negarle a mi madre la asistencia de su única hija a la cena de navidad. Cargo con el peso de ser su único orgullo y a veces felicidad, no puedo evitar apretar los labios y no reclamarle a mi padre que me trate así. Aunque entre con un abrazo a su casa como una bandera blanca en medio de la guerra.  

—Hay que guardarle al Sr. Hernández, no olvides el relleno y los romeritos.

—Pero ¿no le vamos a dar a tus hermanas y tus sobrinos?

—No, ellos hicieron su propia cena.

—¿Y qué hay del señor que te ayudó a arreglar el carro?

—No, mujer, entiende, esto es para mi jefe.

—Es que no sé si va a alcanzar, quiero que Gloria se lleve algo.

—Todavía… Después de la vergüenza que me hizo pasar. Es que me parece increíble.

—¿Qué es increíble?

—¿Cómo trataste al Sr. Hernández? Es que no parece que te crié junto con tu madre.

—Quizás aprendí del mejor.

—Controla a tu hija, porque yo creo que ni mía es.

—Ya me voy.

—No, mija, espérate. Ándale.

—No, creo que aquí no soy bienvenida.

—Pero, es tu casa.

—Mi casa no es, es de tu esposo y de su jefe.

—Esta chamaca parece que no le pagué sus estudios.

Madre se enjuaga las lágrimas derramando Axion en cada plato y cubriendo el coraje con el estropajo. Dice que la comida mucho tiempo pegada se vuelve cochambre y que hay que tallar bien, borrar todo y acomodar cada plato limpio. Repite que sucio es mejor que se quede remojando y guarda silencio. La ayudo a secar, me toca el hombro y me pide que lo perdone. Pero, yo no puedo, no quiero y no debo.

Es que mi padre no entendió cuando le expliqué que cuando salí de la oficina, su jefe me dijo que me daba “raite” y que al cabo ya sabía dónde vivía. Para no ser grosera, accedí y mientras miraba como el semáforo cambiaba de color en completo silencio, su jefe puso su mano sobre mi pierna. La cual yo retiré y jaló de mi mano para ponerla sobre su pene flácido. “¿Qué no te gusta?” dijo, mientras me mostraba sus dientes en una larga sonrisa. Di un grito hondo y saqué la navaja que tenía en mi bolso por cualquier cosa porque a veces ser mujer se trata de que cualquier cosa mala te puede pasar. Le di una puñalada en medio de la mano y me bajé corriendo. Al día siguiente, mi padre me marcó furioso y reclamó que estaría endeudado por mi culpa.

Años después, mamá llama por teléfono para invitarme a pasar la cena a su lado hasta dijo que podía llevar a mi novia. Entonces, comprendo que mi padre ha muerto y que es una blanca navidad.

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