Constelaciones

Constelaciones

Por Karla Barajas

—¡Saca al Buitre de la sala! Va a orinar y acabamos de lavar los sillones —gritó el tío Miguel.

—¿A dónde, papá? A la calle no. El taquero roba perritos para su negocio. ¿Y si lo ponen en el trompo de carne al pastor? —le respondió Nadia.

—Los vecinos le temen. Augura muerte con su aullido. Recuerdas cómo ladró la noche en que murió tu… Mételo junto con los otros perros. Apúrale, Nadia, van a llegar tus abuelitos, tías y primos —regañó tío Miguel.

—Miriam, ayúdame —Nadia me requirió apurada.

Nadia heredó la receta de pierna de cerdo al horno, tamales e incluso del mixiote. Le tocaba ser anfitriona de la cena de Navidad ese año, como tenía 16, mi mamá y yo la ayudamos con las compras y a hacer comida. La familia es bien criticona, así que dijimos: “Si nos dan el dinero, podemos solas hasta con la ponzoña”. De ahí salió para las uñas de la prima y el planchado de nuestro cabello. Yo tenía 14. La cena era para ella un infierno en el paraíso; quería entregarse a la glotonería mientras la preparaba. Salivaba al meter la carne al horno e inhalar el olor de la mistela.

—Se requiere un espíritu bien fuerte para deshebrar el quesillo sin tragárselo a escondidas. Ayúdame con eso, acabo de ponerme las uñas, Miriam.

—En la cocina me dan comida, no cualquiera, la mejor. Piensan que estoy desnutrida—. Nadia torció los labios y dio palmaditas en mi estómago antes de irse a corretear a su perro rebelde.

De su madre sacó la facilidad para robustecer y recetas para bajar de peso. Años de práctica y dietas, como la de la luna, licuados de nopal con piña y perejil por la mañana, purgantes y el famoso té de “Las tres bailarinas”, que a tía Azucena le ocasionó problemas con el control de esfínteres y siguió recomendando en cada reunión. Nadia descubrió su secreto porque la tía corrió al baño más de una vez, le pasó calzones limpios y encontró algunos manchados en la basura y con aflicción lavaba otros. No fue a un médico.

Nadia contó cosas terribles, quizás por ser adolescente o chismosa, tal vez porque la tía agarraba las fiestas para quejarse de su hija mayor o la chantajeaba con que iba a morir por los corajes que le hacía pasar, los cuales eran: se rehusaba a cuidar a sus hermanos todas las tardes y limpiar la casa, los otros dos hijos eran haraganes. De todas maneras, algunos familiares la culparon de la muerte de la tía Azucena. Hasta cuchicheaban cuando Nadia estaba cerca: “Por su culpa murió”.

—Ve a la tienda y compra los hielos para el refresco —me ordenó Nadia, al regresar.

—Oye, te quedó muy buena la ensalada de manzana —le dije.

—No la probé —contestó fastidiada.

—La tía no te regañará por tus atracones —le respondí e intenté meterle una cucharada a la fuerza. Nadia la aventó. Los perros escaparon del cuarto, uno lamió el piso. Los pequeños pelearon por la cuchara.

—Ya no me cuida mi mamita. Dios la tenga en su santa gloria, la pobrecita. Si hubiera ido al doctor, hacía años que no visitaba al ginecólogo ni a ningún especialista. Le daba pena. La enfermedad se perdona a las viejitas, pero no a alguien de 40 años. Los médicos le indicaron, sin importar la dolencia, Doña Azucena, baje de peso’. No le creían, lloriqueaba diciendo: ‘es hereditaria, mi mamá era de huesos grandes, mis tías, sobrinas… mi hija’ —dijo con un tono cargado de cansancio y resentimiento.

—Yo no y casi ninguno de los primos o primas. ‘Las gordibuenas’ agarran cuerpazos, con dietas y ejercicio. Piernotas y chamorros identifican a nuestro linaje —le dije con sarcasmo. Las mías son flacas y peludas.

—Papá se burla: Piernotas, chamorros, ¿acaso son cerdos? Esas eran las conversaciones de adultos, doble sentido, bromas hirientes que me lastimaban —me dijo Nadia como si me estuviera regañando.

—Las demás disfrutamos comida gratis y abundante, nos vale eso de los kilos. Esperamos con ansias las piñatas en las que hay dinero, chocolates y paletas baratas; los alcohólicos, el alcohol, los niños, la pirotecnia y luego de los juegos artificiales, gozar del cielo y las constelaciones. Inventar nombres a las estrellas, imaginar las líneas blancas que se unen como si fueran un linaje. Tu mamá me daba muñecas y dulces —le dije.

Pero sí me daba cuenta de que para los chismosos Navidad es una convención de adictos al chisme y les gustaba comerse a la prima, porque la tía Azucena la ponía en charola de plata.

Quitando a los sensibles hasta los perros son felices, levantan migajas o rascan nuestras piernas. Disfruto las posadas. Abrazar a los abuelos y a la familia junta. Cantar; Zagales pastores… mientras quemamos chispita. Además, de chicas estrenamos ropa. Bueno, vamos a la paca y agarramos trapitos de segunda, tercera o cuarta mano. Recibimos regalos de los abuelos y algunos tíos.

Ese año, mi prima se puso bien buena. Entró al gimnasio, empezó una dieta. “Es todo gracias a la genética familiar, ya te va a tocar embarnecer”, me explicaba mi madre. “Tu tía Azucena tenía un cuerpo como el de Lyn May, antes de tener a Nadia. Luego sus pies se le hincharon como patas de elefante y la gordura le fue subiendo hasta los cachetes”. También Nadia me contaba esa leyenda, pero ni ella ni yo recordábamos o encontrábamos esos cuerpos de vedettes en las fotografías de su juventud. Me daba igual, pero me preocupaba mi prima, no podía comer ni una papita sin que la regañaran, incluso ahora con su mamacita muerta.

La razón más importante del cambio físico de Nadia fue la pérdida de mi tía Azucena. Mientras cocinábamos, confesó que en el funeral se iba a atascar de tamalitos y café. Las mujeres los sacaban de la paila y ella estaba por comerse el tercero, casi hirviendo, cuando el espíritu de su mamá movió la cabeza de un lado a otro para impedirlo. En ese momento, el Buitre lloró y no paraba. Una vecina se puso a rezar.

—Supe que era mi difunta madre por el olor a talco Maja y porque frente a mí había una especie de sombra con la complexión exacta de ella. Sentí su presencia y esa sensación de inseguridad, de me va a regañar o reclamar algo —dijo Nadia con voz quebrada.

—La tía nunca fue mala. Me entregaba muñecas cada año. La crees así para no cargar con la culpa de su muerte —le respondí con cierto disgusto.

—No es mi imaginación. El perro sollozó desde un día antes de la muerte y siguió siete días. Se hizo de mala fama porque cuando murió el carnicero que le regalaba sus huesitos, también lloró una semana y empezó un día antes. El pobre especuló que se le había atorado el hueso y por eso se quejaba. Se corrió el rumor.

—¿Nadia, es cierto?

—Tal vez. Los suyos no parecen aullidos, se escuchan como una mujer que sufre y se lamenta a escondidas en un cuarto vacío, que en su situación de soledad se alimenta del dolor.

—Debes ir a las constelaciones familiares. Te ayudarán a sanar tu linaje materno y la relación de odio y amor con tu difunta madre. ¿De qué murió la tía?

—Miriam, no sé. La familia cuida de sus enfermos, pero aquí no nos dio tiempo de despedirnos. Se murió y ya.

—¡Nadie muere y ya!

—Tal vez la mató la diabetes, algún tratamiento de belleza, se inyectó biopolímeros en los labios y no sé qué ácido para quemar las lonjas.

—O un coraje como decía —le contesté.

—O el esfuerzo por ir a clases de zumba. También sospecho que fue alguna pastilla que se metió, el Piñolep o productos raros.

La tía, desde que Nadia era chiquita, la purgaba para que no engordara. Una vez me quiso dar una cucharada de aceite y hui. Esto que voy a contar no lo repitas. Dice Nadia que era bulímica, desde chiquita, su mamá la cachó y le pegó. Le dio malos consejos, que era mejor no comer, ella siguió con su problema, estaba enferma. La internaron, eso nunca lo contaron en la familia, hay mucho que callan, una se entera. Regañaron a la tía y las mandaron a la nutrióloga y a la psicóloga. Nada más llevaron a Nadia, un tiempo.

La tía Azucena la culpaba de ser gorda, de que la hacía enojar y por eso le dio diabetes e hipertensión. Nadia se sentía culpable. Diría que eso de que su mamá la vigilaba después de muerta, era exageración, o locura, sin embargo, en la cena pasó algo que nos puso la piel chinita.

—Qué importa si subo de peso o bajo. Estoy enferma y no quiero quemarme la garganta por el vómito. Ni pretendo contar calorías o hacer chistes pendejos de mi cuerpo, porque sí lo quiero y es mío —dijo Nadia, quien oyó eso de Camila Cabello y se inspiró. Aunque la tía tenía traumas, quería a Nadia, por eso la cuidaba.

La prima agarró papitas de la mesa, se sirvió un vasito de mistela, chocolate, se metió un puño de cacahuates y siguió picando de todo. El tío, espantado, la mandó a traer más botana.

—Hijita, pon patitas envinagradas.

—Déjala comer, al rato que siga sirviendo. Ayúdale, Miriam —indicó mi mamá recién llegada del salón de belleza.

La prima se metía tostadas y botanas. Acabó la ensalada rusa y tomó varios vasos de refresco. Absorta en el vacío, como si alguien la observara, dejó la tostada a la mitad. Pálida, su nariz ancha se abría y cerraba. Corrió al baño. “Esta va a vomitar” deduje y la seguí. Puse mi oído pegado a la pared, como dije, mi familia es chismosa. Junto a mí estaban mis sobrinitos, poniendo la oreja en la puerta del baño y hasta los perros que se salieron del cuarto tenían las narices metidas en las ranuras. Por más que hacía señas de que se fueran, me ignoraban. La luz se apagó. La música a todo volumen dentro de la casa paró, también la del arbolito de navidad.

Nos salvaron las velitas para pedir posada. Le toqué y abrimos por la fuerza, percibimos una sombra oscura alrededor de la prima abrazada a la taza de baño. El perro empezó con sus ruidos raros. Se me revolvió el estómago.

La luz volvió. El Buitre seguía bramando junto con los cachorros de la casa y de los vecinos. Escuchamos decir “¡Adiós, mamá!” mientras bajaba la palanca. La prima había vomitado, dijo que al principio la invadió el miedo, luego hizo las paces con su mamá. Los niños corrieron y contaron que el espíritu de la tía Azucena estaba con nosotros. Mi mamá gritó que era un milagro, su hermana estaba ahí en un día tan importante, lleno de unión familiar.

Del baño salió Nadia a dar su testimonio, luego de lavarse las manos.

—Sentí a mi madre, sabe que algunos me culpan de su muerte y dice que eso está mal. Ella me ama y no se podía ir sin decirme que no fue mi culpa. Me quiere y espera que ustedes también lo hagan y me dejen de criticar y al cuerpo de los demás.

Si no fuera por la presencia de la sombra y el perro que no dejaba de aullar diría que fue mentira. Sin embargo, en la mesa ya no se habla del peso, dietas y cirugías, seguimos buscando constelaciones en el cielo. Así sanamos.

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