Por Marlee Elizondo
La pérdida de nuestro legado significa nuestra muerte.
Al levantarme, fui a preparar tres tazas en la vieja cafetera de la cocina, no sé por qué si solamente me iba a tomar dos. Lo preparé como ella me había enseñado y me senté en esa silla del comedor que nadie usaba. Frente a mí se encontraba la gran ventana que dejaba ver el jardín trasero ya marchito.
Siempre fuimos mi madre y yo. Por un tiempo trató de transmitirme todos sus conocimientos sobre sus amadas plantas, sus intentos fueron fallidos. Nunca pude comprenderlas o ellas no me comprendían a mí, cuando intentaba cuidarlas, algo malo pasaba. Una vez, mi madre tuvo que salir de la ciudad. Me dio claras instrucciones para cuidar de sus plantas, pero ellas no me querían, y cuando regresó ya estaban agonizando, deseosas de su atención.
Las mañanas después de almorzar, mi madre salía al jardín y empezaba con la rutina de atenciones que sus plantas requerían, yo sabía que estaría ahí durante horas hasta que el ardiente sol de principios del verano no la dejara trabajar. Nunca se le dio bien bordar, ni coser, ni el trabajo de medio tiempo, las amistades o los vicios fuera de la cafeína. Me preocupaba mucho, no obstante, al menos, nos tenía a nosotros y a sus plantas.
No podíamos coexistir en un mismo espacio, si caminábamos demasiado en el jardín terminábamos marcando una senda amarilla en el pasto verde. Si tocábamos por mucho tiempo los pétalos de sus rosas, estas se marchitaban al día siguiente. Ni hablar de las hierbas de olor que daban matices excelentes a los platillos que preparaba mi madre, aunque amargaban nuestras comidas cada vez que intentábamos usarlas.
Pensaba que solo tenían problemas conmigo, porque de niña arrancaba hojas a diestra y siniestra para decorar mis pasteles de lodo, pero no, mis hermanos y mi padre tampoco se podían acercar al jardín y si lo hacían era exclusivamente para realizar esos trabajos que eran demasiado pesados para mi madre. Querían que las dejáramos en paz, a solas.
Me hacía feliz que tuviera su propio espacio; sin embargo, no podía evitar sentirme triste del exilio en el que me encontraba. Siempre que regresaba a preparar la comida o a lavar los platos o la ropa, su semblante cambiaba drásticamente. Dentro era la de siempre, la que yo conocía, amable y altruista, tratando de cuidar todo y de todos; mi hermana me miraba como si estuviera loca cuando le decía que nuestra madre se tornaba gris al estar en el interior de la casa. Afuera siempre tenía su cabello despeinado por el viento, su piel brillando bajo la luz del sol y las plantas siempre fieles a su lado, eran sus compañeras, libres, ninguna mandaba a nadie y todas se amaban por igual. Honestamente, también sentía algo de envidia en ese entonces, me parecía injusto que después de tantos intentos y planes fallidos, yo nunca llegara a conocer esa parte de mi madre y ellas sí.
Dejé de lado nuestras diferencias cuando mi madre ya no se veía feliz en su jardín, primero comenzó con una planta de tomates que se achicharró, nadie le prestó atención porque sabíamos que el calor intenso a veces tenía esas consecuencias, pero después siguieron las hierbas de olor, las flores, el césped, los árboles y después, mi madre.
En la helada noche del funeral, mi hermana en un arranque de furia, me dijo que creía que el jardín se la había llevado, pero no, yo sabía que el jardín nunca le haría daño, nos estaba advirtiendo y nosotros no supimos interpretar las señales. Si mi madre lo conocía tan bien, ella debió de haber entendido el mensaje.
Todos los días la extraño y me arrepiento de no haber intentado más veces, de haberme rendido tan fácil cuando ella trató con muchas ganas de incluirme en su mundo, al menos sé lo que debo hacer ahora.
Cuando mi pequeña Magnolia despierta le preparo el desayuno y le doy su chocolate caliente, el café lo dejaremos para cuando sea mayor. Nos alistamos para salir y vamos al vivero que solía visitar mi madre, fui pocas veces y aun así el dueño logra reconocerme, me da todas esas plantas que ella solía comprar cada vez que iniciaba la primavera y regresamos a casa. Magnolia me ayuda a bajar las cosas menos pesadas de la vieja camioneta y emocionada va tocando todas las hojas de las plantas nuevas que acompañarán a los restos de las viejas.
Mi madre alguna vez me dijo que era muy difícil que todo muriera completamente, que siempre quedaban semillas y raíces, solamente debíamos de buscarlas bien.
Marlee Elizondo
Nació en Allende, Coahuila el 29 de abril de 2002. Actualmente, es estudiante de comunicación en la Universidad Autónoma del Noreste, cuenta con un ensayo en la página web de Somos Violetas titulado “Todas en algún momento hemos sido las falsas” y ha sido parte de clubes y talleres de lectura.