Por Silvia Tolentino Ángeles.

Era un martes a principios de noviembre, se aproximaba el día de Todos los Santos, nos encontrábamos en una habitación cuyos colores blancos y verdes la tornaban sombría, las ventanas eran enormes. Era tiempo de frío. Hacia el lado Este de la habitación se podía contemplar una vista panorámica de la ciudad, ahora me entero; sin embargo, para nosotras pasaba desapercibida. Una de las ventanas permitía ver a lo lejos una enorme estatua que se iluminaba todas las noches, pero no me detuve a contemplarla. No quería observar nada, no pensaba, quería salir de aquel lugar junto con Nadia, quien vestía una enorme bata blanca mate y permitía ver sus pies planos, blancos y desnudos, su pelo era desordenado, mantecoso, llevaba dos días sin bañarse, ambas necesitábamos bañarnos. Dormía en el piso, era una manera de redimir la culpa y pagar por mis pensamientos y sentimientos de no permitirle nacer.

Los susurros de las camas de un lado permitían saber que había otros niños, no sabía su condición, podía escucharlos, pero nunca hablamos, a pesar de ello me sentía acompañada, pues sabía entonces que mi presencia en ese lugar no era un castigo divino para mi sola. El ambiente estaba impregnado de incertidumbre. El olor a enfermedad estaba presente, la muerte nos ronroneaba.  

No había podido dormir las tres noches anteriores, dos en casa y una fuera de ella. Me sentía cansada, cuestioné a Dios, le hice una oferta sobre cambiar rol con mi hija, Nadia.

No comprendía cómo una niña tenía fuerza para no quejarse de las constantes intervenciones, se aferraba a la vida desde que supe que estaba embarazada. Todos los días me pedía que le contara cuentos y preguntaba por sus hermanos, incluso sobre la muerte, lo que hizo que retumbara todo mi cuerpo hasta sentir desmoronarme. Cada que Nadia tenía crisis aparecía de inmediato un sentimiento incesante de culpa por rechazar su llegada una vez que supe de su existencia en aquel consultorio donde el médico confirmó el embarazo hacía casi tres años. Estaba perdiendo la noción del tiempo, sentía que llevábamos semanas enteras y al mismo tiempo que los segundos eran minutos.

A pesar de que la respiración de Nadia era forzada y débil, tenía una petición incesante que todos los días me hacía saber:

—Cuando salgamos de aquí, quiero que me compres unas flores, un vestido y una corona.

Sus palabras inundaban mi mente con pensamientos catastróficos de muerte, que los comprimía en mi ser para no mostrar debilidad y mitigar el dolor que sentía al verla todos los días intentando respirar, sus abrazos eran tijeras que cortaban con ese miedo interminable de perderla. No quería mentirle, pero no podía decirle que no.

—Sí, cuando salgamos de aquí iremos por las flores, la corona y el vestido.

Una noche, ambas mirábamos, por aquella ventana del norte,descubrimos que aquello que se iluminaba era una enorme estatua de Cristo Rey, en la cima del cerro, temía que Nadia me preguntara “¿Qué era eso? ¿Por qué estaba ahí? ¿Quién la había puesto?”; no obstante, me arriesgué y la acerqué a la ventana ante su insistente petición. Nunca la había llevado a ninguna iglesia, había sido bautizada como protocolo social por parte de su papá para hacer fiesta. Solo me miró y dijo: 

—¿Qué es eso?

Traté de buscar las palabras más sencillas y comprensibles para ella sin emitir un juicio.

—Es la representación de Dios en la tierra, está para recordarnos lo frágiles que somos…desde allá arriba nos cuida. Todo este tiempo yo me había olvidado de Dios, le reclamé, pero aquellas palabras retumbaban en mis oídos; “lo frágiles que somos”.

“Recuerda que cuando salga de aquí, me comprarás una corona, unas flores y un vestido desde arriba yo te cuidare”, decía. Ahora sé por qué pedía una corona, unas flores y un vestido. Se veía hermosa, pálida, en su rostro se dibujaba una sonrisa, venció todo sufrimiento.


Silvia Tolentino Angeles, 
Tiene 38 años. Nació en Actopan Hidalgo. Soy Psicóloga de formación, por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, con 10 años trabajando en la docencia en Educación Media Superior, de la misma universidad.  Maestra en Psicoterapia por el Instituto Carl Rogers y Pastelera por amor. Cada vez mas imperfecta, más libre y mas humana.  Escribir es mi terapia.