by FannyMoran | Dic 12, 2023 | Cuentos/Minificciones
Por Fernanda Meraz
Veo a Yola sobre sus rodillas, empinada en una tina grande que reposa en el piso. Bate a mano la masa de maíz. Pienso que el homenaje se pasa de dramático. ¿Qué buscará con esa devoción? Una cosa es hacer tamales y otra que sean al estilo abuela villista.
Es la segunda vez en dos décadas que nos juntamos las tres a preparar tamales. Y en casa de Yola, eso es nuevo. La primera fue diez años después de que papá murió. No nos atrevimos antes. Asiduas a la cocina, es claro que no somos. Yola sí, pero lo cierto es que no prepara sus delicias para invitarnos. Debo decir para invitarme a mí. Sé que a Emma la busca de vez en cuando para verse.
En mi retórica mental, siento que Yola y yo nos amamos profundamente, pero ella prefiere quererme de lejos. Tengo un par de sospechas sobre la causa, aunque son elucubraciones mías, motivadas por mis propias culpas.
La causa que encuentro más clara es de la época en que murió papá. Ese año entre las tres asumimos los cuidados de su deteriorada salud. Padecía insuficiencia renal y en enero había sufrido una caída que ocasionó la fractura de dos costillas. A sus ochenta años durmió sentado varias semanas por el dolor que le causaba respirar acostado. Se recuperó, pero la fragilidad de su cuerpo aumentó. Debido a los cuidados que necesitaba, papá se mudó a una residencia para ancianos. Fue una decisión difícil, sobre todo hablarlo con papá. Entre todos nos esforzamos para convencernos de que era la mejor opción: tendría enfermeras las veinticuatro horas, una dieta muy cuidada, actividades de estimulación, médico especialista. ¡Qué más puedo pedir!, exclamó papá.
Todavía hoy recuerdo el lugar y lucho por expulsar la sordidez de mi memoria. Repaso todo lo bueno, como una checklist de autoconvencimiento: la sala en el segundo piso donde charlábamos; el balcón con vista al jardín en el que le gustaba que camináramos ida y vuelta un montón de veces; el jardín mismo con su gran fresno y multitud de bugambilias en donde nos sentábamos, bajo la sombrilla de la mesa blanca, algunas mañanas soleadas; la habitación con sus muebles y objetos preciados: el silloncito de lectura, los álbumes de fotos, los retratos de mamá, la cama individual, que no era la suya, con el odiado barandal (recuerdo deprimente que se ha colado entre lo bueno). Otro malo: los entrepaños del clóset llenos de paquetes de pañales, papel higiénico, toallitas húmedas y medicamentos.
Fueron meses de dedicación y cercanía con mi padre. Había echado al saco de la basura viejas heridas y resentimientos contra él. En su fragilidad lo amé como no lo había hecho antes. Y él también me amó mucho, con plena confianza y entrega.
Una embolia cerebral lo condujo al quirófano la mañana del 24 de diciembre. El día anterior había amanecido aletargado, arrastraba la lengua al hablar y sus movimientos eran torpes. Después de estudios y análisis clínicos, el neurólogo nos habló de la suerte de que el coágulo pudiera operarse. Así lo creímos. Pasamos Nochebuena en la sala de espera de cuidados intensivos. La angustia me carcomía, estoy segura que a mis hermanas también, pero nos mantuvimos bromeando, riendo al recordar anécdotas con papá y su ingenio para poner apodos. Ya en su vejez, entre nosotras a él le decíamos Suri, por la manera en que inesperadamente detenía la marcha y observaba a su alrededor como un vigía. Un auténtico suricato.
A las cuatro de la mañana, tomamos turnos para entrar a verlo. Era una criatura minúscula con la cabeza vendada y enchufado a tubos y aparatos que piaban lastimeros. Con mis manos cubiertas de latex sujeté los dedos lánguidos de su huesuda mano amoratada. Solo sentí frío. Cuarenta y ocho horas en cuidados intensivos. Dos días en la sala de espera, a ratos en la gélida cafetería del hospital. Me aparté un momento de mis hermanas para llamar a Gina, nuestra amiga y vecina de la infancia. Siempre juntas. Papá se muere, dije entre mocos y toses de llanto desbocado, creo que debes venir a despedirte. Te advierto que mis hermanas no saben, pero tienes derecho. Pasé por ella al amanecer, la dejé en la puerta del hospital y me fui. Vagué horas por la ciudad, sin rumbo. Entrada la noche regresé, mi padre había muerto.
No me ofrezco a batir la masa a sabiendas de que Yola me dirá lo mismo que mamá solía responder: tú no porque eres zurda y la cortas. Echo un vistazo a la cocina y veo que ya ha preparado varios guisos; sin carne, por supuesto. Desde hace tiempo si ella es vegetariana, el mundo también. Me pregunto cómo sabrá esa masa sin caldo de cerdo. ¿Y sin carne enchilada?, si de eso se tratan los tamales estilo Suri. En fin.
—Yola, ¿pongo a remojar las hojas de maíz?
—No hace falta, eso lo hice ayer. Mejor sírvenos un mezcal.
—¡Ya vas! ¡Buah!, no hay tobalá, el que más me gusta.
Apenas lo digo y me arrepiento.
— A mí me encanta el espadín. Pruébalo, está muy bueno.
—Sí, lo sé. Perdona, sonó a reclamo pero no fue mi intención. ¿No haremos los famosos tamales de carne en chile colorado? Me hubieras dicho y yo la hago.
—No hacía falta, Emma la va a traer. Ya no debe tardar.
Preparo la mesa para envolver los tamales. Al centro el espacio para la tina de masa. Alrededor las cacerolas con los guisados, cucharas para cada quien y un par de recipientes con las hojas remojadas.
Emma entra, me sorprende que no llama a la puerta sino que usa su propia llave. Detrás de ella, Gina. ¿Gina viene a preparar tamales?, me digo, ¡qué sorpresa! Todas saltamos de júbilo, nos abrazamos y nos decimos cuánta alegría nos da volver a estar juntas.
—Sírvenos más mezcal, Lú, dice Yola, anda, que quiero brindar por ti.
— Y mira, no hay homenaje sin carne enchilada, dice Emma mostrando un paquete con el guiso.
Levantamos nuestras copas y es Gina quien dice: ¡Salud! Porque estamos juntas para homenajear a papá esta Nochebuena.
by FannyMoran | Dic 11, 2023 | Cuentos/Minificciones
Por Karla Barajas
—¡Saca al Buitre de la sala! Va a orinar y acabamos de lavar los sillones —gritó el tío Miguel.
—¿A dónde, papá? A la calle no. El taquero roba perritos para su negocio. ¿Y si lo ponen en el trompo de carne al pastor? —le respondió Nadia.
—Los vecinos le temen. Augura muerte con su aullido. Recuerdas cómo ladró la noche en que murió tu… Mételo junto con los otros perros. Apúrale, Nadia, van a llegar tus abuelitos, tías y primos —regañó tío Miguel.
—Miriam, ayúdame —Nadia me requirió apurada.
Nadia heredó la receta de pierna de cerdo al horno, tamales e incluso del mixiote. Le tocaba ser anfitriona de la cena de Navidad ese año, como tenía 16, mi mamá y yo la ayudamos con las compras y a hacer comida. La familia es bien criticona, así que dijimos: “Si nos dan el dinero, podemos solas hasta con la ponzoña”. De ahí salió para las uñas de la prima y el planchado de nuestro cabello. Yo tenía 14. La cena era para ella un infierno en el paraíso; quería entregarse a la glotonería mientras la preparaba. Salivaba al meter la carne al horno e inhalar el olor de la mistela.
—Se requiere un espíritu bien fuerte para deshebrar el quesillo sin tragárselo a escondidas. Ayúdame con eso, acabo de ponerme las uñas, Miriam.
—En la cocina me dan comida, no cualquiera, la mejor. Piensan que estoy desnutrida—. Nadia torció los labios y dio palmaditas en mi estómago antes de irse a corretear a su perro rebelde.
De su madre sacó la facilidad para robustecer y recetas para bajar de peso. Años de práctica y dietas, como la de la luna, licuados de nopal con piña y perejil por la mañana, purgantes y el famoso té de “Las tres bailarinas”, que a tía Azucena le ocasionó problemas con el control de esfínteres y siguió recomendando en cada reunión. Nadia descubrió su secreto porque la tía corrió al baño más de una vez, le pasó calzones limpios y encontró algunos manchados en la basura y con aflicción lavaba otros. No fue a un médico.
Nadia contó cosas terribles, quizás por ser adolescente o chismosa, tal vez porque la tía agarraba las fiestas para quejarse de su hija mayor o la chantajeaba con que iba a morir por los corajes que le hacía pasar, los cuales eran: se rehusaba a cuidar a sus hermanos todas las tardes y limpiar la casa, los otros dos hijos eran haraganes. De todas maneras, algunos familiares la culparon de la muerte de la tía Azucena. Hasta cuchicheaban cuando Nadia estaba cerca: “Por su culpa murió”.
—Ve a la tienda y compra los hielos para el refresco —me ordenó Nadia, al regresar.
—Oye, te quedó muy buena la ensalada de manzana —le dije.
—No la probé —contestó fastidiada.
—La tía no te regañará por tus atracones —le respondí e intenté meterle una cucharada a la fuerza. Nadia la aventó. Los perros escaparon del cuarto, uno lamió el piso. Los pequeños pelearon por la cuchara.
—Ya no me cuida mi mamita. Dios la tenga en su santa gloria, la pobrecita. Si hubiera ido al doctor, hacía años que no visitaba al ginecólogo ni a ningún especialista. Le daba pena. La enfermedad se perdona a las viejitas, pero no a alguien de 40 años. Los médicos le indicaron, sin importar la dolencia, Doña Azucena, baje de peso’. No le creían, lloriqueaba diciendo: ‘es hereditaria, mi mamá era de huesos grandes, mis tías, sobrinas… mi hija’ —dijo con un tono cargado de cansancio y resentimiento.
—Yo no y casi ninguno de los primos o primas. ‘Las gordibuenas’ agarran cuerpazos, con dietas y ejercicio. Piernotas y chamorros identifican a nuestro linaje —le dije con sarcasmo. Las mías son flacas y peludas.
—Papá se burla: Piernotas, chamorros, ¿acaso son cerdos? Esas eran las conversaciones de adultos, doble sentido, bromas hirientes que me lastimaban —me dijo Nadia como si me estuviera regañando.
—Las demás disfrutamos comida gratis y abundante, nos vale eso de los kilos. Esperamos con ansias las piñatas en las que hay dinero, chocolates y paletas baratas; los alcohólicos, el alcohol, los niños, la pirotecnia y luego de los juegos artificiales, gozar del cielo y las constelaciones. Inventar nombres a las estrellas, imaginar las líneas blancas que se unen como si fueran un linaje. Tu mamá me daba muñecas y dulces —le dije.
Pero sí me daba cuenta de que para los chismosos Navidad es una convención de adictos al chisme y les gustaba comerse a la prima, porque la tía Azucena la ponía en charola de plata.
Quitando a los sensibles hasta los perros son felices, levantan migajas o rascan nuestras piernas. Disfruto las posadas. Abrazar a los abuelos y a la familia junta. Cantar; Zagales pastores… mientras quemamos chispita. Además, de chicas estrenamos ropa. Bueno, vamos a la paca y agarramos trapitos de segunda, tercera o cuarta mano. Recibimos regalos de los abuelos y algunos tíos.
Ese año, mi prima se puso bien buena. Entró al gimnasio, empezó una dieta. “Es todo gracias a la genética familiar, ya te va a tocar embarnecer”, me explicaba mi madre. “Tu tía Azucena tenía un cuerpo como el de Lyn May, antes de tener a Nadia. Luego sus pies se le hincharon como patas de elefante y la gordura le fue subiendo hasta los cachetes”. También Nadia me contaba esa leyenda, pero ni ella ni yo recordábamos o encontrábamos esos cuerpos de vedettes en las fotografías de su juventud. Me daba igual, pero me preocupaba mi prima, no podía comer ni una papita sin que la regañaran, incluso ahora con su mamacita muerta.
La razón más importante del cambio físico de Nadia fue la pérdida de mi tía Azucena. Mientras cocinábamos, confesó que en el funeral se iba a atascar de tamalitos y café. Las mujeres los sacaban de la paila y ella estaba por comerse el tercero, casi hirviendo, cuando el espíritu de su mamá movió la cabeza de un lado a otro para impedirlo. En ese momento, el Buitre lloró y no paraba. Una vecina se puso a rezar.
—Supe que era mi difunta madre por el olor a talco Maja y porque frente a mí había una especie de sombra con la complexión exacta de ella. Sentí su presencia y esa sensación de inseguridad, de me va a regañar o reclamar algo —dijo Nadia con voz quebrada.
—La tía nunca fue mala. Me entregaba muñecas cada año. La crees así para no cargar con la culpa de su muerte —le respondí con cierto disgusto.
—No es mi imaginación. El perro sollozó desde un día antes de la muerte y siguió siete días. Se hizo de mala fama porque cuando murió el carnicero que le regalaba sus huesitos, también lloró una semana y empezó un día antes. El pobre especuló que se le había atorado el hueso y por eso se quejaba. Se corrió el rumor.
—¿Nadia, es cierto?
—Tal vez. Los suyos no parecen aullidos, se escuchan como una mujer que sufre y se lamenta a escondidas en un cuarto vacío, que en su situación de soledad se alimenta del dolor.
—Debes ir a las constelaciones familiares. Te ayudarán a sanar tu linaje materno y la relación de odio y amor con tu difunta madre. ¿De qué murió la tía?
—Miriam, no sé. La familia cuida de sus enfermos, pero aquí no nos dio tiempo de despedirnos. Se murió y ya.
—¡Nadie muere y ya!
—Tal vez la mató la diabetes, algún tratamiento de belleza, se inyectó biopolímeros en los labios y no sé qué ácido para quemar las lonjas.
—O un coraje como decía —le contesté.
—O el esfuerzo por ir a clases de zumba. También sospecho que fue alguna pastilla que se metió, el Piñolep o productos raros.
La tía, desde que Nadia era chiquita, la purgaba para que no engordara. Una vez me quiso dar una cucharada de aceite y hui. Esto que voy a contar no lo repitas. Dice Nadia que era bulímica, desde chiquita, su mamá la cachó y le pegó. Le dio malos consejos, que era mejor no comer, ella siguió con su problema, estaba enferma. La internaron, eso nunca lo contaron en la familia, hay mucho que callan, una se entera. Regañaron a la tía y las mandaron a la nutrióloga y a la psicóloga. Nada más llevaron a Nadia, un tiempo.
La tía Azucena la culpaba de ser gorda, de que la hacía enojar y por eso le dio diabetes e hipertensión. Nadia se sentía culpable. Diría que eso de que su mamá la vigilaba después de muerta, era exageración, o locura, sin embargo, en la cena pasó algo que nos puso la piel chinita.
—Qué importa si subo de peso o bajo. Estoy enferma y no quiero quemarme la garganta por el vómito. Ni pretendo contar calorías o hacer chistes pendejos de mi cuerpo, porque sí lo quiero y es mío —dijo Nadia, quien oyó eso de Camila Cabello y se inspiró. Aunque la tía tenía traumas, quería a Nadia, por eso la cuidaba.
La prima agarró papitas de la mesa, se sirvió un vasito de mistela, chocolate, se metió un puño de cacahuates y siguió picando de todo. El tío, espantado, la mandó a traer más botana.
—Hijita, pon patitas envinagradas.
—Déjala comer, al rato que siga sirviendo. Ayúdale, Miriam —indicó mi mamá recién llegada del salón de belleza.
La prima se metía tostadas y botanas. Acabó la ensalada rusa y tomó varios vasos de refresco. Absorta en el vacío, como si alguien la observara, dejó la tostada a la mitad. Pálida, su nariz ancha se abría y cerraba. Corrió al baño. “Esta va a vomitar” deduje y la seguí. Puse mi oído pegado a la pared, como dije, mi familia es chismosa. Junto a mí estaban mis sobrinitos, poniendo la oreja en la puerta del baño y hasta los perros que se salieron del cuarto tenían las narices metidas en las ranuras. Por más que hacía señas de que se fueran, me ignoraban. La luz se apagó. La música a todo volumen dentro de la casa paró, también la del arbolito de navidad.
Nos salvaron las velitas para pedir posada. Le toqué y abrimos por la fuerza, percibimos una sombra oscura alrededor de la prima abrazada a la taza de baño. El perro empezó con sus ruidos raros. Se me revolvió el estómago.
La luz volvió. El Buitre seguía bramando junto con los cachorros de la casa y de los vecinos. Escuchamos decir “¡Adiós, mamá!” mientras bajaba la palanca. La prima había vomitado, dijo que al principio la invadió el miedo, luego hizo las paces con su mamá. Los niños corrieron y contaron que el espíritu de la tía Azucena estaba con nosotros. Mi mamá gritó que era un milagro, su hermana estaba ahí en un día tan importante, lleno de unión familiar.
Del baño salió Nadia a dar su testimonio, luego de lavarse las manos.
—Sentí a mi madre, sabe que algunos me culpan de su muerte y dice que eso está mal. Ella me ama y no se podía ir sin decirme que no fue mi culpa. Me quiere y espera que ustedes también lo hagan y me dejen de criticar y al cuerpo de los demás.
Si no fuera por la presencia de la sombra y el perro que no dejaba de aullar diría que fue mentira. Sin embargo, en la mesa ya no se habla del peso, dietas y cirugías, seguimos buscando constelaciones en el cielo. Así sanamos.
by FannyMoran | Dic 9, 2023 | Cuentos/Minificciones, Uncategorized
Por Catalina Ishtar
Se acercó al árbol y tomó entre sus manos la que se veía más crujiente para después girarla tres veces y separarla del tallo.
Chris podía sentir el frío navideño al acercarse a la ventana. Se levantó tarde; ese día tendría guardia. Tomó un pan tostado de la mesa, puso un poco de salsa de raíz de rábano picante y colocó la lengua entre el diente y el labio en señal de protesta al encontrar migas de pan de centeno en la mantequilla. Deslizó el cortaquesos sobre las tostadas, las aderezó con cuatro rodajas de pepinillos y se sirvió un vaso grande de leche con un 3% de grasa. Al dar un sorbo al café, notó una creciente sensibilidad en los dientes, probablemente causada por la cafeína.
—Te has terminado la leche.
—Sí, lo sé. En veinte minutos puedo manejar hacia el supermercado; mi turno comienza hasta las 7 p.m. —Salió de la casa con cuatro capas de ropa, impermeable, casco y estrenando las muñequeras que Lia le había regalado en su cumpleaños.
Durante dos décadas, recorrió en bicicleta el trayecto hacia su trabajo, memorizando cada rincón del camino hacia el supermercado. Ingresó a la escuela de policía a los diecinueve años y no existía nada que anhelara más que usar el uniforme. No tuvo tiempo de rebelarse; su juventud no había sido fácil, pero últimamente, desde la detención de ese joven palestino, sentía la necesidad de replantear lo que consideraba correcto.
A los dieciséis años, Yussef ya ostentaba una barba notablemente prominente para su juventud, pero que armonizaba con sus raíces árabes. Aunque había nacido en Lund, sus padres provenían de Palestina, confiriéndole a Yussef una identidad física y cultural marcadamente distinta. A pesar de haber venido al mundo en Suecia, cada vez que afirmaba ser sueco, experimentaba una incómoda sensación que lo llevaba a desentrañar el origen de sus rasgos. La senda de las pandillas, inaugurada por su hermano, pronto también se extendió hacia él.
A pesar de que la policía sueca tenía serios lineamientos sobre no intervenir mucho en disputas entre pandillas, Chris ese día hacía rondines por Rosengård en respuesta a una llamada de violencia doméstica, suceso típico en fechas navideñas. Las calles de uno de los barrios más peligrosos de Suecia, lleno de puntiagudas flores secas “hasthov” y ladrillos antiguos del arquitecto Thorsten Roos, servían de escenografía para mostrar el cuerpo desangrado de Yussef. Chris se acercó al chico mientras llamaba por la radio y se percató con tristeza lo joven que era.
Camino al supermercado vio cómo un coche perdía el control y chocó contra un poste, bajó de la bicicleta y corrió a ayudarlo. Estuvo ahí hasta que la ambulancia llegó, olvidó la leche en el césped de la acera y cuando regresó a casa tomó el camino corto porque quería robar una de las manzanas del árbol atemporal que su vecino tenía al frente de la casa. La escondió en su chamarra y siguió su camino.
La cena de Navidad se convirtió en una comida, ya que tenía que comenzar su turno a las 7 p.m. Era la primera vez que no pasaba Navidad con su familia y también la primera vez que la familia de Yussef no pasaba la Navidad con él.
Sentado en la mesa observando a los invitados, su mirada perdida, no quería hablar de más sobre ningún tema. Se había acostumbrado a no compartir información de su trabajo. El vino caliente navideño, el olor del arenque con clavo, cóctel de camarones, tostadas con salmón, galletas de jengibre, pan de azafrán. Escuchaba atento las historias navideñas que contaban, ¿quiénes eran esas personas invitadas a su mesa? No dejaba de pensar en el futuro que pudo tener ese chico. Lia tomó su mano, sabía cuando pretendía estar pero fallaba. Apretó su mano y se acercó un poco hacia ella susurrándole al oído:
—Hoy robé una manzana de Lars.
by FannyMoran | Dic 9, 2023 | Cuentos/Minificciones
Por Crista Aun
Con su hijo en brazos y envuelta en una nevasca, la joven entra al cuarto donde vive. La multitud enfrascada en compras de último minuto, la cantidad de pesebres navideños y la algarabía de las fiestas incrementaron su agobio. Pone a la criatura sobre el colchón; a su lado, vacía la bolsa de friselina que le obsequiaron. De entre las prendas rescata un cobertor. Arropa al pequeño. La impresión del infantil pingüino con bufanda y gorra es insuficiente para aclarar su mente. Sus dientes castañetean, tiene los labios partidos, las manos entumecidas y el estómago vacío. El bebé llora. Le ofrece pecho, es inútil. Lo mece cantando como hacía con sus muñecas: Dime, Niño, de quién eres, todo vestidito de blanco. Dime, Niño, de quién eres, todo vestidito de blanco.
El viento silba entre las copas de los árboles y los cristales se escarchan. El calentador no enciende, tampoco la bombilla del techo.
Recorre el cuarto de lado a lado. Su desesperación se acumula tanto como la nieve en las calles. Se mira al espejo, odia el paño en las mejillas, lo opaco en su mirada, la incertidumbre, la imposibilidad de volver en el tiempo. Como los destellos de las luces multicolor que iluminan los escaparates, recuerda el rostro de su abuela, el calor de hogar y las risas de las que algún día gozó. Los berridos la exasperan. La frazada le calienta los brazos y aprieta al bebé. La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va. Y nosotros nos iremos y no volveremos más. Es ella quien no tiene a dónde volver, el hambre y la violencia la obligaron a huir sobre vagones oxidados. Hunde la nariz en la cobija y cubre el rostro del niño. No lo besa. El olor a polvo la insulta, la suavidad de la prenda aviva su impotencia. Lo abraza con fuerza.
Sentada en la orilla del colchón, se balancea absorta. La humedad le recorre la espalda como una gélida caricia. La pegajosa canción no se desprende de sus labios: Dime, Niño, de quién eres, y si te llamas Jesús. Soy amor en el pesebre, y sufrimiento en la cruz. La repite sin advertir el paso del tiempo; después, conforme la noche se pone y la nieve blanquea la ciudad, se la susurra con la cara húmeda y los labios temblorosos. Resuenen con alegría los cánticos de mi tierra. Por fin silencio. Su mundo reducido al insignificante cuarto de paredes desnudas y alacena vacía. Los huesos le duelen, la cama cruje. Y viva el Niño de Dios, que nació en Nochebuena. El sueño la vence acurrucada junto al pequeño.
Despierta sobresaltada. La luz de la calle apenas la ilumina. El viento golpea la ventana y el villancico retumba en su mente como un castigo. Soy de la Virgen María y del Espíritu Santo.
Abre la frazada. El niño está tibio, duerme sereno. Feliz navidad, le desea, esfumando los pensamientos que la invadieron durante la víspera.
by FannyMoran | Dic 7, 2023 | Cuentos/Minificciones
Por Vilma Domínguez
Roberto lleva en la mano una botella de vino, Julia, con la cabeza baja apresura el paso, intenta seguirle, pero el cuerpo alargado del hombre, de piernas flacas y ágiles lo hace imposible. El frío es húmedo y la mujer estuvo a punto de caer en varias ocasiones sin que él lo notara.
—Sabes que odio llegar tarde, mi jefe de seguro está en la oficina, tendré que presentarte con todos—. Dijo Roberto, al entrar en el elevador.
—Puedo regresar.
—No seas tonta, saben que te invité y pasaría toda la fiesta disculpándote.
Cuando abrieron la puerta de cristal, Julia sintió el eco de voces dirigirse hacia ellos.
—¡Qué bueno que llegaste, cabrón! Estos están más serios que en misa.
—Mucho gusto, soy el licenciado Romero.
—Claro, mi esposa Julia.
Caminaron por la oficina decorada con muérdagos, pinos, santas y otros personajes. Paraban en cada grupo y seguido del entusiasta recibimiento, en algún punto, alguien se presentaba con Julia y Roberto asentía: mi esposa. Después de varias vueltas, la mujer tomó un vaso con ponche y se sentó en una de las sillas.
En casa, Roberto era de lo más antipático, amanecía enojado, comía enojado y se acostaba refunfuñando, pero ahí era un hombre ligero, casi correspondía su levedad al cuerpo de junco con el que llevaba diez años casada. Ese era un extraño, porque ella no lo conoció feliz y fue cambiando con el paso del matrimonio. Julia se casó sabiendo que no era un príncipe, ni siquiera un buen conocido. Aceptó su propuesta, cansada de escuchar los lamentos de su ahora difunta madre. Mi única hija, solterona, qué estaré pagando yo. Esa era la cantaleta que crecía en casa desde que cumplió veinticinco años. A los treinta y tres, entró de la mano con el desteñido de Roberto y dos años después murió su madre, con una sonrisa que confundía a todo el que se acercaba al féretro.
Dejó la silla para tomar unos bocadillos y regresó a su puesto, desde esa esquina aquello era una obra de teatro, Roberto contaba chistes, abrazaba a sus colegas y hasta cantaba canciones que nunca le había escuchado, de hecho, en casa, el silencio era casi ley, Julia prendía la radio cinco minutos después de que se cerraba la puerta, eso le daba la seguridad de que Roberto había alcanzado el camión en la esquina y que no lo volvería a ver hasta las dos de la tarde, a las tres y media repetía el gesto y así día tras día. Cuando en ánimos de mejorar la convivencia, es esos momentos que uno piensa que carga la buena racha, se le ocurría prender la radio, él, sin explicación, alargaba su esquelética mano dándole fin al intento. Por todo aquello, Julia abría muy grandes los ojos, como esferas plateadas y se hacía más chiquita sobre la silla.
—Me llamo Claudia, soy la contadora ¿gusta algo más fuerte? Las fiestas de Navidad se extienden hasta la madrugada y un traguito las hace llevaderas. Nadie se va si no sale el jefe, no es regla, pero a él le gusta dejar el ambiente prendido y luego soltarnos, eso es lo que cada año repite, ya lo verá. Siempre nos preguntamos ¿Por qué nos desaira la esposa del “Chispa”? ¿Sabe que le dicen así? Es de buena fe, nos cambia el humor cada que llega. Entonces, ¿un traguito? Tenemos mezcal y vino.
—Si, gracias. Vino por favor.
Claudia regresó con un vaso hasta el tope para ella y otro para Julia. No tenían mucho de qué hablar, Julia fue maestra pocos años y desde que se casó pasaba el tiempo en casa atendiendo a Roberto; Claudia hizo unos intentos más y terminó por disculparse para hacer una llamada.
En su silla, con el espectáculo que el “Chispa” le ofrecía, los pensamientos de la mujer iban y veían agitando el vino que fermentaba su sangre ¿Para qué le había propuesto matrimonio si con ella todo era amargura y silencio? ¿Cuántos años más le esperaban de lo mismo? ¿O era una nueva etapa en la que él le revelaba su verdadero yo y ahora pondrían la música a todo volumen? Imposible, aquel extraño solo le mostraba que era feliz, que le hizo un favor y que mientras ella vivía de puntitas, él se comía el mundo a carcajadas.
Después del esfuerzo de Claudia por integrarla no hubo otros, las pocas mujeres evitaban su mirada y los hombres pasaban de largo por miedo a que les bajara el alcohol con su presencia sombría. Dieron las once, la una, las dos, y se cumplió el oráculo. El jefe de Roberto, un pequeño regordete rojo de borracho, pronunció su discurso, agradeció a cada uno y en especial “Al Chispa”, porque sin él la Navidad no sería la misma, luego se disculpó: “Ya los encaminé, ahora los suelto para que la pasen mejor, sin el lobo en la casa”.
Para ese entonces, Julia se había servido varios vasos más y Roberto, pasados unos minutos, se acercó a su lado.
—Ya nos vamos. Mínimo despídete, has pasado toda la noche con tu jeta.
Salieron del edificio y regresaron sobre sus pasos, ahora, un poco tambaleantes, pero con la misma distancia, él delante de Julia cortando el viento. Mientras caminaban en las calles solitarias, Julia sintió el hueco en el estómago que puede dejar el silencio, no pasaban coches y la mayoría de las personas dormían a esa hora. Roberto giró la llave y sin cambiarse se dirigió a la cama. Julia, por su parte, vibraba, sentía como si los años a su lado se le hubieran regresado al cuerpo. Tomó una maleta pequeña, metió en ella lo importante y dejó la casa en busca de todos los sonidos que el tiempo junto a Roberto le habían quitado.