by FannyMoran | Dic 16, 2023 | Cuentos/Minificciones
Rosa Vázquez del Mercado
El paseo inició al ir a recoger a mi papá cerca del Bosque de Chapultepec, circulamos por la Avenida Reforma justo cuando colores ocres, naranjas y grises teñían el cielo hasta tornarse en la oscuridad de la noche. Miramos por la ventana los adornos luminosos que subían y bajaban de intensidad, los faroles bañados con nieve artificial colgados de los postes. Gritábamos unos y otros. “¡Miren, ahí se ve la estrella de Belén! ¡Allá vienen bajando las estrellas con los tres Reyes Magos!”.
Mis padres planeaban el evento con anticipación, llegado el día, mamá esperaba pacientemente el atardecer para subir a sus siete hijos al “lanchón”. Así apodábamos al Oldsmobile 59 color vino que se movía como lancha a la deriva, en el que viajábamos acomodados como en un plato de flautas. El paseo consistía en circular por la iluminada avenida de la Reforma, llegar a la Alameda Central, pasar por el mercado a espaldas de Bellas Artes para comprar el pino, musgo y heno para el nacimiento, una piñata para la posada y culminar en los churros de El Moro.
Al llegar a la Alameda Central, descendimos para caminar entre la romería buscando el escenario perfecto para la foto del recuerdo. Los nueve, tomados de la mano, yo en quinta posición, caminamos en fila india entre la multitud, topándonos con camellos, caballos y elefantes de fantasía, pastores, belenes, piñatas y arbolitos con esferas iluminados de colores. Vimos uno que otro trineo con renos de largos cuernos en forma de ramas y Santa Clauses panzones con mejillas rojas y largas barbas blancas de algodón.
Mi mamá eligió el espacio para la foto. Le gustó uno que tenía el elefante, el camello y el caballo que montaban los Reyes Magos para llegar a Belén. Con ayuda de los mismísimos Melchor, Gaspar y Baltazar, subimos al escenario elegido, nos acomodamos por estaturas en la banca, los más pequeños en el regazo de los grandes y los magos a nuestro lado mostrando sus brillantes capas. Esperamos la señal del fotógrafo para sonreír a la cámara al tiempo que la luz del flash nos encandilaba por unos segundos.
El dulce olor de azúcar y de galletas nos hizo detenernos para pedir a papá que nos comprara golosinas. Cucuruchos de galletitas recién salidas del comal y cuatro palitos de algodón rosa de azúcar compartimos entre todos.
Siguiendo las instrucciones de mi madre, nos tomamos de la mano y avanzamos como una serpiente entre la multitud. Se escuchaba música, risas y gritos. A través de los altavoces colocados en lo alto de los postes del parque, se invitó al pueblo guadalupano al desfile en la explanada principal. Papá y mamá se estresaron con el ajetreo, nos contuvieron alrededor de un árbol mientras pasaba la gente hacia la explanada. Se escuchó música a todo volumen y exclamaciones de admiración por las luces de los fuegos artificiales que explotaron en el cielo.
Yo moría de ganas de ver lo que estaba sucediendo, la curiosidad me hizo brincar, pero no alcancé a ver nada. Vi una rama fácil de trepar y no lo pensé dos veces, salté, subí hasta alcanzar a ver el espectáculo. Me acomodé en la rama hipnotizada por la música y las luces, emocionada al ver bailar y cantar a enormes muñecas, osos de peluche y soldaditos muy derechitos con su tambor. También salió un trenecito lleno de regalos que giraba sonando campanas mientras caía nieve sobre su pista. Canté desde el árbol con ellos “Campana sobre campana y sobre campana una”. Aplaudí contagiada por la alegría de la gente. Cuando terminó la música, miré hacia abajo y ya no estaba mi familia junto al árbol. Traté de divisarlos entre ese mar de gente pero solo vi globeros con enormes racimos, señores cargando palillos de esponjado algodón rosa de azúcar, muchas luces y disfraces. Grité desde la altura con mucho miedo: ¡papá!, ¡mamá! Entré en pánico, sentí que la panza se me subió hasta el corazón. Alcancé a ver que a un lado de la explanada había una mesa con bocinas. Una señora con un gafete colgado al cuello y un megáfono en la mano animaba al público a bailar en el centro de la pista junto al enorme árbol navideño.
Bajé del árbol temblando, me encontré con un camino a la derecha y otro a la izquierda, no supe cual me llevaría hacia la señora del megáfono. Canté en silencio dirigiendo mi dedo índice: “De tin marín, de don pingüé…”. Tomé el camino ganador entre codazos y empujones hasta llegar a la señora, me paré frente a ella y sollozando solo atiné a decir:
—Estoy perdida.
Entre la música y el bullicio, después de responder a sus preguntas, entre uno y otro sollozo, se escuchó el anuncio:
—Atención, aquí tenemos a una niña extraviada. Viste falda a cuadros y suéter azul. Dice tener siete años y llamarse Vicenta. Su padre se llama Atanasio y su madre Juana.
Y luego, mirándome a mí, me indicó:
—Siéntate aquí, ojalá aparezcan tus padres.
Como niña abandonada me senté en la silla, me apretaba las manos, no podía dejar de llorar, no me gustó que la señora dijera “ojalá aparezcan” esa posibilidad me aterraba. Finalmente, vi llegar a mi mamá con la cara descompuesta. Se acercó corriendo, me regañó, me metió un buen pellizco en el brazo al mismo tiempo que me abrazó.
—¡Te dije que no te separaras! —Me reprochó— ¿Por qué siempre desobedeces?
No se dio cuenta que yo estaba pálida y más asustada que ella. Mi papá me miró apenado, me tomó de la mano y me paró junto a mis hermanos, unos asustados y otros cansados. La señora del megáfono me cuestionó:
—¿Son tus papás?
Mi madre enfureció.
—¿Qué no ve que la niña me está abrazando? ¡Claro que es mi hija! Mire, nos la tomaron hace rato, aquí está Vicenta en la foto familiar.
—Pues sea más cuidadosa con sus hijos, ¡no sabe cuántos niños se pierden y no aparecen nunca más!
Caminamos al lanchón, mi mamá me jaloneó para meterme al asiento de atrás, mi papá me miraba con cierta vergüenza.
—Todos tus hermanos son obedientes. Tú eres la única que no obedeces. ¡No pareces mi hija!
Subimos al lanchón, dentro del coche se escuchaban gritos y quejas. Yo seguía llorando. Mis hermanos pequeños se quejaban porque no fuimos a comprar el árbol y el nacimiento. Los más grandes porque no fuimos a comer churros con chocolate a El Moro. Mis papás discutían, mi mamá le reclamaba que la culpa había sido de él, de su estúpida idea de escondernos para darme un escarmiento por desobedecer cuando me subí al árbol.
Así concluyó aquel paseo en diciembre de 1967. Nadie más recuerda esa noche sin árbol, sin nacimiento, sin piñata y sin churros de El Moro. Aunque han pasado varios años, yo aún evoco esa noche como la traición interna, el momento en que fui señalada como “la oveja negra”. Fue una noche invisible a ojos de los demás. Conservo esa foto, a pesar de que ese recuerdo sigue quebrándome el alma.
by FannyMoran | Dic 16, 2023 | Cuentos/Minificciones
Ana Pérez
Las luces del árbol se apagaron súbitamente. El estruendo de un rayo cayendo en uno de los cerros cercanos, retumbó en los huesos. Una lluvia torrencial canceló los planes del pavo y del tradicional brindis de cada año, para agradecer las bendiciones recibidas.
Siempre era la primera en el brindis. La niña pequeña de casa. Un remolino enano que daba vueltas y vueltas, mientras los adultos corrían de un lado a otro adornando la casa, colocando guirnaldas en las paredes, formando arcos en los que colgaban brillantes esferas y flores de nochebuena rojísimas. El mundo giraba a un ritmo acelerado, mientras se paraba frente al árbol de navidad, embelesada por los foquitos amarillos que lo iluminaban todo. Encontraba entonces una mirada curiosa, devuelta por su reflejo en las esferas, con su carita redondeada y puesta de cabeza, con sus deditos acortando la distancia entre ellos y la esfera que se mecía suavemente frente a ella. Y al fondo, el grito desesperado de su madre. Que no tocara nada, que lo podía romper.
Se confinaba entonces al sillón de una sola plaza. Sus piernas pequeñas no alcanzaban siquiera a colgar por el borde del asiento, apenas quedaban afuera sus piecitos, que chocaba uno contra otro al compás de los villancicos que escuchaba en el radio viejo de la abuela, mientras veía la Nochebuena seguir su curso.
Papá construía una pirámide de leña para la fogata que encendería más tarde con sus niños, en la que asarían salchichas y bombones incrustados en varitas de madera que previamente ya había lijado para retirar todas las astillas que los pudieran lastimar. Su par de hermanos vestían de gala el comedor, con la vajilla que solo salía de la alacena precisamente en esas fechas, con cuidado de no dejar caer nada, porque las que vendían ya no salían igual de resistentes.
Mamá y la abuela parecían mover el mundo a otro ritmo; danzaban en la cocina, del fregadero a la estufa, sacando las tapaderas del horno, porque ahí es dónde van guardadas, y su nariz percibía aromas de guayaba, mandarina, caña y el olor de la cena casi lista, despertaba su apetito que parecía gritar desde lo más profundo del intestino.
Los recuerdos se desvanecen al sentir sus uñas clavarse en la tapicería del sillón. La tela ya no es la misma, pero su madera guarda memorias tan profundas.
Quizá han sido 5 o 20 minutos los que lleva sentada en medio de la oscuridad. Se detiene a ver a través de la ventana, hay luces encendidas del otro lado de la calle. Se levanta del viejo sillón para buscar fusibles nuevos en el cajón izquierdo del gabinete blanco, donde papá los tomaba cada vez que le pedía que lo ayudara a crear luz cuando algún corto se la llevaba. Jamás prestó atención cuando le explicaba cómo debían colocarse.
Sale al patio delantero y va al fondo de la fila de plantas que mamá dejó de regar en los últimos meses. Las hojas que restan en las macetas se mecen sin oponer resistencia a las corrientes gélidas que las abrasan. Tirita un poco e intenta convencerse de que no hace frío, buscando a tientas en la oscuridad la caja de la luz.
Termina de recorrer la pared, reconociéndola con la yema de los dedos, sin que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Abre la caja de fusibles más por casualidad y explora en su interior. Siente el pequeño tubito, el que tiene la forma de aquellos fusibles escondidos en su mano izquierda y lo arranca sin pensar nada. Un chispazo relumbra entre sus dedos. Los ojos por fin enfocan.
Creo que la primera parte de la explicación de papá, definitivamente incluía que debía bajar la pastilla de la luz.Piensa.
El dolor baila sobre la punta de sus dedos, reptando rápidamente a la parte más escondida de sus recuerdos. Abre cajas de memorias con la leyenda CUIDADO, FRÁGIL y se congela admirándolos. Sus hermanos riendo alrededor de la fogata, mientras el frío la arrinconaba en los brazos de mamá como un boxeador contra las cuerdas y ella la cubría, mitad con su cuerpo, mitad con el rebozo color café en el que había arropado a sus tres criaturas. Y al fondo encuentra la risa de papá, sirviendo un poco más de sidra rosada en la copa que le entregará a mamá y una vez que la deja en su mano, acariciaba su pequeño rostro, sonriendo, con el reflejo de las llamas titilando en sus oscuros ojos cafés.
Detiene una lágrima que se fuga por el extremo de sus ojos. Baja la pastilla de la luz y acaricia nuevamente la pared hasta llegar a la caja de fusibles, donde inserta, tal pieza de rompecabezas, uno de los fusibles nuevos que se habían arropado en su mano. Cierra, levanta la pastilla, entra.
Es Nochebuena, la lluvia continua afuera. No habrá brindis ni cena. No hay quién encienda la leña.
Los focos en el árbol se iluminan lentamente. Mientras las demás luces siguen dormidas, se detiene a admirar las esferas en el árbol. Desearía escuchar la voz de mamá diciendo que no toque nada. La Navidad es muy frágil: se rompe con la primera silla vacía.
by FannyMoran | Dic 16, 2023 | Cuentos/Minificciones
Tere Becker
Y los buenos me preguntarán: “Señor, ¿cuándo te vimos con hambre y te dimos de comer? ¿Cuándo tuviste sed y te dimos de beber? ¿Alguna vez tuviste que salir de tu país y te recibimos en nuestra casa, o te vimos sin ropa y te dimos qué ponerte?No recordamos que hayas estado enfermo, o en la cárcel, y que te hayamos visitado.” Yo, el Rey, les diré: “Lo que ustedes hicieron para ayudar a una de las personas menos importantes de este mundo, a quienes yo considero como hermanos, es como si lo hubieran hecho para mí.
Mateo 25:37-40
María Aura había caminado, nadado, corrido, escapado y llorado no sabe ya cuántos días. El peso de su mochila en la espalda se compensaba un poco con el de su abdomen dilatado a poco más de seis meses de gestación. Llego a Chiapas exhausta, con su piel morena enrojecida por el sol, con el cabello revuelto en una coleta amarrada en la nuca. Salió de Colombia un mes antes, escapando del peligro, luego de que Ángel, el padre de su bebé, hubiera desaparecido en medio del fuego cruzado entre la guerrilla y la policía.
Sus pies hinchados latían dentro de sus tenis sucios, como si tuviera el corazón en las plantas. Caminaba hacia el frente como por inercia, sin tener un rumbo fijo pero con la esperanza de encontrar algo o a alguien que la socorriera. Ni siquiera sabía dónde estaba, lo único que sabía era que hacía ya un par de horas había visto un letrero que indicaba que había llegado al municipio de Chilón. El dinero y el agua ya hacía rato que se le habían acabado, sus labios estaban secos y el paladar se pegaba a su lengua. Recordaba constantemente el llanto de su mamá y su bendición al despedirla. Habría deseado quedarse a su lado, pero temía por su vida y la de su bebé, por si los hombres que habían acabado con Ángel buscaran silenciarla.
Sus pasos eran cada vez más lentos, sus piernas y brazos le pesaban. De pronto, comenzó a sentir la mirada oscurecerse y como si agua helada le escurriera en la nuca… Luego, despertó encima de un montón de tablas apiladas. Confundida, quiso incorporarse pero la cabeza le dolía.
Los ojos castaños de José la recibieron, su sonrisa amplia era enmarcada por un rostro de bronce y un cabello negro, opaco y lleno de aserrín.
—¡Ya despertaste! Qué susto me diste —dijo, mientras sus manos laboriosa volvían a tallar las tablas de madera —. ¿Ya desayunaste? Seguro que no. ¿De dónde vienes?
—Soy colombiana —dijo—. De Cali.
Esos nombres le parecieron a José completamente extraños. Aún así se acercó y le extendió la mano.
—Soy José López, de Belén, Chiapas — ¿Cuánto tienes?—preguntó mirando su abdomen.
—¡Ah! Voy para siete meses.
Luego desvío la mirada para no seguir hablando, mientras en su mente, repasaba la historia de los motivos y cada situación a los que se enfrentó hasta llegar ahí. Se levantó lentamente, buscando con la mirada su mochila, que aguardaba encima de un montón de palos. La tomó y la acomodó en su espalda.
—Muchas gracias y disculpe la molestia—. Luego, se encaminó hacia la salida.
—¡No, no, no! ¿Cómo gracias? Son 10 pesos. ¡Ah, no te creas! No, ya viene mi tía con algo pa’ comer. Espérate un rato —dijo José, con una sonrisa amplia—. Mira, mientras échate un trago de pozol, es de la mañana pero todavía está bueno.
El jarro contenía un líquido blancuzco y espeso y era la primera vez que ella miraba y probaba algo así pero, aunque era un sabor extraño para ella, aquello le pareció delicioso y fresco.
En tanto esperaba, María Aura tomó una escoba y empezó a barrer la carpintería. Juntó el aserrín, los sobrantes de madera y se sentó en una banca que estaba afuera. Mientras miraba el camino, pensaba en lo mucho que había dejado atrás, en aquellas vecinas que la criticaban por ser una madre sola, en el dolor de haber perdido a Ángel. Se sentía sola, pero hablaba con su bebé y eso la hacía sentirse mejor.
“Ríe, chinito, se ríe y yo lloro porque el chino ríe si mí…”, tarareaba de vez en cuando una canción, mientras se acariciaba la panza.
Luego llego Isabel, la tía de José, con tortillas, frijoles y queso. La miró con extrañeza, y su mirada fue interceptada por la sonrisa tenue de María Aura, a quien llamó su atención la falda de flores y el calzado de plástico. Pasaron unos segundos y sin decir nada, Isabel entró a la carpintería. María Aura no se atrevía a entrar, no sabía qué reacción tendría la tía de José, le pareció una mujer seria y eso la puso nerviosa. Escuchó que ambos hablaban en una lengua que ella no conocía y entonces José la llamó.
—No es de aquí, no sabemos qué mañas tenga —musitó Isabel mientras ella entraba. Dejó la bolsa y salió nuevamente.
Luego de compartir la comida, José le ofreció quedarse en la carpintería y cuidar por unos días, al menos mientras planeaba qué rumbo tomar. María Aura vio esa propuesta como la más grande bendición que podría tener justo en ese momento y, aunque con algo de temor y reticencia, aceptó.
Los días que planeaba quedarse se convirtieron en varias semanas, en las que no fue nada complicado que los ojos de José López se enredaran entre los cabellos crespos de aquella mulata colombiana. Las pláticas vespertinas eran largas, después del café de olla. Aunque Isabel de vez en vez seguía refunfuñando y murmurando, igual que todo el pueblo, porque Belén es una comunidad pequeña, llena de laderas y árboles altos de coníferas, donde el viento corre fuerte, igual que las noticias.
La negrita, como le decían, levantaba sospechas, miradas y suspicacias. Unos decían que era bruja, que su hijo era del malo. Otros que ya conocía a José López desde antes, que el bebé era suyo, que seguro lo envolvió con amarres.
Pero había una niña en el pueblo a quien sólo le parecía curiosa su cabellera, y hasta pasaba cerca de la carpintería diario, sólo para verla. Raquel, de trece años, cuidaba ovejas, apacentaba el rebaño desde la casa hasta el monte y de regreso. Y procuraba pasar frente a la carpintería tan seguido como podía, y así fue que se hizo su amiga.
Era ya diciembre y el frío calaba fuerte en todo el municipio de Chilón, cuyo paisaje lucía desdibujado por tanta bruma. José cargó su burro con palos, para ir a venderlos entre las casas. Con el clima, se auguraba una buena venta pues todos querían mantener el fogón encendido. Mientras jalaba al burro, María Aura lo miraba alejarse por el camino de piedras y tierra, y volvió adentro. Fue entonces cuando el primer dolor le atravesó la cadera. Pensó que sería por el frío, pues aún faltaban dos semanas para dar a luz. Así que se cubrió con un chamarro de lana que tenía José y se acostó sobre las maderas. Poco a poco el dolor fue cediendo pero no pasó media hora cuando regresó de una manera más fuerte. Entonces comenzó a preocuparse. Estaba sola de nuevo, completamente sola. Se cubrió bien el chamarro y se puso en posición fetal sobre las tablas. Aún así, el frío acrecentaba el dolor que circundaba su cadera y su abdomen. Los dolores eran cada vez más constantes y ella en su corazón sólo rogaba porque José regresara lo más pronto posible.
Fue entonces cuando Raquel entró. La miró acostada de lado, sudando a pesar del frío y sus ojos se dilataron pues, aunque ella nunca había parido, había estado cerca en los partos de su mamá y sus tías. Le dijo a María Aura que no se preocupara, que iba por ayuda, pero al encaminarse a la puerta, llegó Isabel. Como de costumbre frunció el ceño. Le dijo a Raquel que pusiera agua a calentar en el fogón de atrás, y que trajera un mecate gordo. Luego, se sacó la enagua de manta que usaba debajo de la falda de flores y la hizo pedazos. Ayudó a María Aura a incorporarse, colgó el lazo de la viga con ayuda de Raquel y la sentó en cuclillas.
—Ahora sí, negrita, ¡le vas a pujar con harta juerza! Agárrese —le dijo mientras acomodaba su reboso al rededor de la panza de María Aura, a manera de cinturón. Afuera de la carpintería, el rebaño de Raquel esperaba, balando fuerte, como si presintieran que algo especial estaba ocurriendo.
María Aura, colgándose del mecate, pujaba con todas sus fuerzas y mientras lo hacía, recordaba a su madre, a Cali y a Ángel. Sus lágrimas grandes y brillantes rodeaban en sus mejillas hasta esconderse en la comisura de sus anchos labios.
De pronto, el silencio se hizo. Hasta los balidos cesaron por unos minutos. Y ese silencio enmarcado por la oscuridad de la montaña de pronto fue roto por el llanto potente de un pequeño, mulato como su madre.
José, que regresaba en el burro ya sin carga, alcanzó a oír hasta la loma y apuró el paso. Pero como el burro estaba cansado, se bajó y comenzó correr y a jalarlo.
Cuando llegó, el bebé estaba entre los trapos, en los brazos de María Aura, que lloraba y mostraba su blanca y hermosa sonrisa como nunca antes lo había hecho. José López se llevó las manos a la cabeza y, antes de que nadie viera, se limpió un par de lágrimas fugitivas.
—Es un niño —dijo Isabel, sonriendo por primera vez frente a María Aura—. Nació sano, fíjate y en la mera Navidad.
—¿Cómo se va a llamar? —preguntó José.
María Aura sólo sonrió.
by FannyMoran | Dic 16, 2023 | Cuentos/Minificciones
Por Verónica Miranda
A sus tiernos nueve años, Mayita vendía chicles en los convoys del metro, los ofrecía elevando su voz lo más que podía describiendo los deliciosos sabores y la presentación.
Aproveche, señor, señora, joven, señorita, se va a llevar un paquete de chicles marca Sonric’s con los dulces y frescos sabores de: zarzamora, hierbabuena, menta y canela. No pierda la oportunidad, no son piratas. ¡Llévelos, llévelos, sólo a cinco pesitos!
La cara de la niña estaba sucia, pero era linda, tenía una sonrisa desdentada muy tierna. Llevaba el cabello lacio atado con una dona de estambre. Traía los pies desnudos, un pantalón desgastado y una playera con una estampa de Hello Kitty descolorida. A ella le gustaba observar a las niñas de su edad que iban de la mano de sus padres. Suspiraba hondo mientras cambiaba de vagón y pensaba en lo “chido” que sería tener papás y no a esas personas que se decían sus tíos, pero no eran más que unos explotadores.
La conocí en la estación Mixiuhca del metro, ahí hacía su parada todas las tardes y después se iba. Por eso, anoche veinticuatro de diciembre, me extrañó verla. Eran en punto de las doce y teníamos la encomienda de revisar que nadie se quedara en los pasillos de la estación. Me tocaba la guardia y no tenía prisa por terminar rápido, así es que caminé por todos los pasillos, por las escaleras de entrada y transbordo. Los trabajadores de la limpieza aún no hacían su llegada, puedo decir que hice mi rondín únicamente con el ojo vigía de las cámaras de seguridad. Caminé por el andén y me percaté de que en la escultura de piedra que está precisamente a la mitad, ahí, debajo de la imagen que representa a una mujer recibiendo a un neonato, ahí estaba en posición fetal la pequeña Mayita. Dormía profundamente, pero la tuve que despertar. Brincó del susto y corrió en busca de la salida, la seguí mientras le decía que ya estaba todo cerrado, pero que daría parte a mis compañeros para que la llevaran con sus padres. Ella me explicó que no tenía padres y que sus “tíos” la iban a regañar muy feo por no llegar a casa. Escuché un ruido y mi instinto me hizo voltear y la perdí de vista. Fueron unos segundos, no sé cómo pasó, la niña se había escapado, al menos eso pensé. Me tomó media hora más y entre los monitoristas y dos compañeros no la localizamos. Dimos parte y salimos a cubrir nuestro turno.
Hay muchas historias de vidas que suceden en el metro: están las de los suicidas, los lanza objetos, los rateros, los esquizofrénicos, los vendedores y un largo etcétera que no acabaríamos nunca. Pero la historia de Mayita se quedó en mi corazón… Sucedió que esta tarde, después de entregar mi turno, tuve oportunidad de ver las grabaciones de las cámaras de vigilancia, ahí estaba Mayita en grabaciones de días pasados, cuando llegaba a la estación Mixiuhca del metro y se recargaba primero en la gran estatua, después acariciaba la figura maternal y al final se recostaba en el piso hasta que alguien la despertara o bien, ella misma “desaparecía” por decirlo así. Me las han mostrado varias veces y no les hago entender lo que yo mismo presencié y que ante las cámaras se difumina, se pierde.
Sucedió algo que mis ojos se negaran a decir que lo vieron, o al menos que no fueron producto de una alucinación. En Navidad abrimos la estación a las siete de la mañana, pero vamos revisando desde una hora antes que todo esté bien. He sido testigo de un milagro. Encontré a Mayita. Claramente la vi parada frente a la estatua y acarició de forma tierna a la mujer de piedra y fue entonces que aquella escultura tomó forma y vida para levantar a la niña hasta su pecho, darle un beso de amor y posarla con ella en esa imagen pétrea. Allí están, son como madre e hija, son la forma de vida que el escultor quiso expresar con sus delineados, son la imagen sensitiva de esta ciudad. Quién sabe si Mayita baje mañana a vender sus chicles en los trenes del metro, ya la estuve llamando pero sólo la veo sonreír con su dentadura chimuela dibujada en la piedra de la estatua de la estación Mixiuhca del metro.
by FannyMoran | Dic 16, 2023 | Cuentos/Minificciones
Por Marcia Ramos Lozoya
La noción del tiempo a veces hace estragos entre lo que he amado y el tiempo que he perdido colocando cada esfera, dándole sentido a los doce meses que pasaron y comprobando que aquel viejo propósito se ha derrumbado como nuevamente la estrella que justamente ha caído de la punta del árbol. Pensé que un abrazo sería suficiente para unir en un lazo, la orfandad entre un padre y su hija, pero yo sabía que no.
—Es que se lo dije, se lo dije mil veces.
—Pero, escucha a la niña.
—¡No ves que es toda una mujer!
—Le dije que no me causara problemas, ¡carajo! yo la recomendé
—Ya te dijo que no fue su intención.
—Es que nunca es su intención.
Con esas últimas palabras, cogí mi maleta y me alejé lo más que pude de casa. Cada navidad iba con la incertidumbre, el miedo en el temblor de las rodillas y la mirada sostenida en el pavo que hace mucho no disfruto. Como negarle a mi madre la asistencia de su única hija a la cena de navidad. Cargo con el peso de ser su único orgullo y a veces felicidad, no puedo evitar apretar los labios y no reclamarle a mi padre que me trate así. Aunque entre con un abrazo a su casa como una bandera blanca en medio de la guerra.
—Hay que guardarle al Sr. Hernández, no olvides el relleno y los romeritos.
—Pero ¿no le vamos a dar a tus hermanas y tus sobrinos?
—No, ellos hicieron su propia cena.
—¿Y qué hay del señor que te ayudó a arreglar el carro?
—No, mujer, entiende, esto es para mi jefe.
—Es que no sé si va a alcanzar, quiero que Gloria se lleve algo.
—Todavía… Después de la vergüenza que me hizo pasar. Es que me parece increíble.
—¿Qué es increíble?
—¿Cómo trataste al Sr. Hernández? Es que no parece que te crié junto con tu madre.
—Quizás aprendí del mejor.
—Controla a tu hija, porque yo creo que ni mía es.
—Ya me voy.
—No, mija, espérate. Ándale.
—No, creo que aquí no soy bienvenida.
—Pero, es tu casa.
—Mi casa no es, es de tu esposo y de su jefe.
—Esta chamaca parece que no le pagué sus estudios.
Madre se enjuaga las lágrimas derramando Axion en cada plato y cubriendo el coraje con el estropajo. Dice que la comida mucho tiempo pegada se vuelve cochambre y que hay que tallar bien, borrar todo y acomodar cada plato limpio. Repite que sucio es mejor que se quede remojando y guarda silencio. La ayudo a secar, me toca el hombro y me pide que lo perdone. Pero, yo no puedo, no quiero y no debo.
Es que mi padre no entendió cuando le expliqué que cuando salí de la oficina, su jefe me dijo que me daba “raite” y que al cabo ya sabía dónde vivía. Para no ser grosera, accedí y mientras miraba como el semáforo cambiaba de color en completo silencio, su jefe puso su mano sobre mi pierna. La cual yo retiré y jaló de mi mano para ponerla sobre su pene flácido. “¿Qué no te gusta?” dijo, mientras me mostraba sus dientes en una larga sonrisa. Di un grito hondo y saqué la navaja que tenía en mi bolso por cualquier cosa porque a veces ser mujer se trata de que cualquier cosa mala te puede pasar. Le di una puñalada en medio de la mano y me bajé corriendo. Al día siguiente, mi padre me marcó furioso y reclamó que estaría endeudado por mi culpa.
Años después, mamá llama por teléfono para invitarme a pasar la cena a su lado hasta dijo que podía llevar a mi novia. Entonces, comprendo que mi padre ha muerto y que es una blanca navidad.