Por Alicia González*
Cada que escucho el organillo callejero mis oídos remiten a la gran ciudad. Un golpe de lágrimas se aproxima a mi paso. Debo evitarlo. Me es imposible. Lloro. Desplazamiento de emociones, de la esquina de Latinoamérica a la Antigua Tenochtitlán en un suspiro.
Mientras camino, escucho como el organillero gira la manivela y extiende con una mano el gorro caqui para recibir sueldo a base de propinas. Saudade musical que remite a las palabras de David Guterson:”Hay cierta nostalgia y romance en el lugar que se deja”
Ese sentir se evoca en las principales plazas y avenidas de la Ciudad de México con ese sonido que, para los sensibles, puede remitir a cualquier clase de memoria.
El cilindro resuena y mi mente divaga la primera vez que me enamoré sin pensarlo en Garibaldi, una noche de agosto en que los mariachis se dispersaban y me hicieron creer que enamorarse de un nativo de la gran ciudad, era enfrascarse en una ilusión permanente, pero no siempre es así.
El organillo me lo recuerda cuando una pieza suena y acaba.
Pierre Corneille dice que los lugares donde no se ha amado ni se ha sufrido, no dejan ningún recuerdo y la vida lo demuestra constantemente, cuando se viaja se abandona la comodidad en todo sentido, horas de sueño, paisajes, clima, comida, conversaciones e incluso hasta los latidos giran en otra dirección, la de un amor en ciernes.
El sonido del organillero me remite a la belleza de las calles pese al tráfico, la variedad de parques donde sentarse a contemplar la vida, llorar en el anonimato y la infinidad de museos, centros culturales, librerías, cafés y bares a dónde acudir para huir del ahorcamiento de la rutina.
Sigue sonando, ahora es el turno de Cielito lindo. El instrumento decorado por una tela roja enmarcada con barbas doradas, me recuerda que alguna vez me sentí protegida por alguna figura masculina, quizá mi padre o mi abuelo. La música conecta con los antepasados en medio de paisajes distintos.
Algunos transeúntes le regalan monedas a los organilleros. Unos turistas preguntan si pueden tocar el instrumento, el músico dice que sí y todos sonríen, mientras yo con una mueca de nostalgia suspiro y deseo estar allá, embarcándome en las increíbles caminatas que inspira la gran ciudad.
Como ritual en cada visita, camino desde Palacio de Bellas Artes hasta Reforma, a veces paseo por la calle Madero, punto donde se convergen almas que apenas son capaces de mirar las maravillas que les rodean u otras que caminan a toda prisa e ignoran las bellezas a su alrededor.
Unos pasos más adelante al son de la nostalgia organillera se encuentra La Alameda, refugio de árboles que no penetran los rayos de sol, pero si la mirada de una hormiga norteña como yo, que contempla esos paisajes urbanos dignos de meditación, paréntesis del ajetreo urbano que pone a prueba los restos de capacidad de asombro que me quedan.
Mucha gente en todas partes. Ni cómo evitarla. No hay abasto suficiente ni para la asfixia de emociones que hay que ocultar, para no llamar la atención en las calles o en la infinidad de filas que se forman para hacer cualquier cosa.
El organillo resuena como música de fondo para los desamparados del tiempo que son víctimas del tráfico y la prisa: hurtadores de las distancias que buscan absorberlas a su paso. Los artistas urbanos, y los indiferentes se van de largo por las calles, se mezclan con el claxon, los gritos, el silbato de los policías y pasos que se distinguen entre citadinos y turistas.
Los visitantes siempre se delatan al mirar a todas partes, con una curiosidad de niño explorando un nuevo mundo al son del organillero, esa fascinación pocas veces vivida al visitar un lugar por primera vez, o como diría Chavela Vargas: uno siempre vuelve a los lugares donde amó la vida
El instrumento suelta otra canción, Amor eterno, eco que se mezcla con la melodía de mi cabeza que no puede dejar de voltear a todos lados. La manivela gira al pasar de las notas y hace apología a las memorias que tengo guardadas en esta ciudad que cada que visito y me lleva a contemplar varios escenarios: la posibilidad de ser otra, menos correcta, más libre o caótica, la compatibilidad de latidos a punto de concretarse o despedirse en definitiva.
Alguien que probablemente se resguardaría en La Roma o Coyoacán, que llevaría en su mirada la sinestesia del organillero, el verdadero sonido de la nostalgia y esperanza al mismo tiempo de alguien que, no sabe lo que dice y se deja llevar por el suspiro del órgano callejero en espera de ser escuchado de nuevo no solo por los turistas, sino también por sus habitantes.
*Alicia González Castro (Tijuana, 1987). Docente en nivel medio superior y colaboradora de medios independientes. Escribe ensayo, narrativa y poesía. Actualmente trabaja en la edición de su primera novela.